jueves, 10 de marzo de 2016

DONDE HABLAN LAS ESTRELLAS

Mis cálculos resultaron erróneos y resultó que el tiempo se me vino encima. Tras una plácida e interesante jornada de marcha, a esa hora me encontraba, allá, en una zona despejada de la alta montaña. Había ido caminando despacio, intercalando paradas intermitentes para contemplar entusiasmado el maravilloso paisaje, como si quisiera acapararlo para mí y  conservar para siempre su maravillosa imagen en en el fondo de mi alma. Lo cierto es que, como el tiempo es inflexible, cuando quise acordar, pude comprobar con sorpresa que las horas habían transcurrido sin sentir y que yo marchaba con un retraso considerable. Ya era esa hora crítica del crepúsculo vespertino, cuando el sol acaba de ocultarse tras la lejana línea del horizonte, y la luz del día va perdiendo intensidad a marchas forzadas. Entonces empecé a darme prisa, pero ya era tarde y no pude recuperar el tiempo perdido, ni evitar  que la noche se me fuera echando encima antes de llegar a mi destino. Como consecuencia, poco a poco, el tenue e irregular sendero montañoso que iba guiando mis pasos y que, al fin de la jornada, según mi proyectada excursión, debía conducirme a un conocido refugio, se fue haciendo cada  vez menos perceptible, hasta que acabó perdiéndose en la oscuridad. Para acentuar más mi desconcierto, aunque era una de esas noches despejadas en la que reinaba un cielo limpio y sin rastro de nube alguna, también se trataba de una noche sin luna, cuya luz plateada tal vez me hubiera ayudado a orientarme
 Hasta aquel momento me había encontrado perfectamente orientado y sabiendo exactamente en la dirección en que se encontraba mi proyectado destino.  Aunque intenté seguir caminando en la oscuridad y siguiendo aproximadamente el rumbo predeterminado que debía conducirme al mencionado refugio, pronto empecé a titubear y  tras una media hora de repetidos trompicones, ya perdida la senda, llegué a la conclusión de que, definitivamente, tanto el sendero de cabras que debía seguir, como la orientación hacia el refugio se habían difuminado en la noche..
 Lo cierto es que ante tal situación, ya totalmente desorientado, tras mirar en todas direcciones y meditar buscando una solución a mi problema, no sé por qué, también miré al cielo tal vez como si buscara en las estrellas un posible punto de referencia. Fue entonces, cuando, a pesar de mi lógico grado de ansiedad y desazón, quedé maravillado ante el espectáculo que se ofreció a mis ojos. Aquel no era el cielo que yo conocía, el que  acostumbraba a ver en la ciudad. Ante mis ojos se ofreció la visión inédita de un firmamento cuya transparencia era tan limpia y cristalina que hasta me permitía percibir una sensación de profundidad espacial tan ilimitada como jamás había ni siquiera imaginado. Lleno de admiración seguí mirando al cielo sin tregua mientras contemplaba la maravilla y grandiosidad  de un firmamento nuevo para mí. Vi como firmemente asentadas, cada cual en el punto que le correspondía y milagrosamente  suspendidas en el espacio infinito,  flotaban infinidad de estrellas limpias y  refulgentes. No sé el tiempo que permanecí extasiado analizando aquel  inmenso entoldado mágico y resplandeciente, que sembrado de infinidad de estrellas centelleantes, formaba aquella prodigiosa cúpula celeste.
Tan profundamente me impresionó el colosal espectáculo que se ofrecía a mi vista que en ese instante fui consciente, también por vez primera, de que sobre mi cabeza se extendía la mayor maravilla que una persona puede alcanzar a contemplar desde un punto de la faz de la tierra. No me cupo la menor duda de que allí, en aquel apartado lugar, en medio de aquella soledad,  en plena sierra, en realidad estaba  gozando de uno de los más exquisitos y privilegios concedidos a la persona humana: la contemplación y el disfrute de uno de los aspectos más genuinas,  grandiosas y sublimes  vistas o perspectivas de la Creación.
Ello hizo que, en realidad, aceptase con gran complacencia la imprevista interrupción de mi marcha. Fue así decidí permanecer allí, donde me había atrapado la noche y esperar hasta que fuera clareando el alba de la mañana siguiente y consiguiera reorientarme debidamente  para continuar mi camino. Tomada esta decisión y alentado por el sublime espectáculo que se me ofrecía en la cúpula celeste, me embutí en mi saco de dormir y adopté la posición más cómoda y conveniente para contemplar el cielo. No sé el tiempo que permanecí despierto mirando y, a mi manera, analizando la maravillosa visión de aquel cielo inmenso cuajado de diamantes luminosos. Recuerdo que mi vista y mi atención iba saltando de una imagen astral a otra, todas ellas a cual más bella, mientras comparaba sus distintos tamaños aparentes, el grado de brillo de que estaban dotadas,  la intensidad de los destellos también diferentes y cambiantes que irradiaban, así como su mayor o menor luminosidad y el tono del color de las distintas estrellas. También recuerdo que llegué a la conclusión de que el color de las estrellas varía  de unas a otras y que oscila desde desde un azul violáceo en algunas, hasta el rojo sangre de otras, pasando por todas y cada una de las distintas gamas de espectro solar.
 Recuerdo que, antes de que me dominara el sueño, mientras recorría con la vista la gran espiral de nuestra  Vía Láctea, pensé que en  una de las ramas más externas de aquella gran espiral galáctica, era donde se encuentra nuestro sistema solar y, por consiguiente también nuestro planeta Tierra con todos los seres humanos que lo habitamos. Viendo la inmensidad prácticamente ilimitada  del universo, y dentro de él la silueta espiroidea de la lechosa Vía Láctea y, sabiendo que  uno de sus infinitos puntos blanquecinos debía representar nuestro sistema solar, dentro del cual se encuentra nuestro ninúsculo pláneta,  también  pensé y deduje que yo, que mi persona, la que en aquellos momentos gozaba contemplando un aspecto de la maravilla más grandiosa que se puede ofrecer a la mente humana, también constituía, aunque fuese en una proporción matemáticamente inapreciable y de una insignificancia extrema, formaba parte de la Creación

sábado, 20 de febrero de 2016

LOS VIEJOS MAPAS MENTALES DE LA INFANCIA

LOS VIEJOS MAPAS MENTALES DE LA INFANCIA

Con frecuencia inusual, ahora que soy octogenario, suelen venirme a la memoria la visión de episodios y vivencias que me ocurrieron en tiempos tan remotos como fueron los años de mi infancia y adolescencia. Fechas aquellas que por cierto se remontan nada menos que a las décadas de cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Y me siento sorprendido al comprobar que recuerdos tan lejanos en el tiempo, que lógicamente debieran haberse desvanecido o por lo menos aparecer ya borrosos y deslucidos, por el contrario, los conservo en mi mente perfectamente nítidos e incluso coloridos. Es así que sin el más mínimo esfuerzo los puedo representar mentalmente a voluntad una y otra vez. 
Sin embargo, soy consciente que el hecho de extraer tales recuerdos del fondo de mi cerebro debe constituir un proceso  un tanto meticuloso, complicado y hasta misterioso, pues, en resumidas cuentas, tales calificativos merecen el hecho de acceder de forma circunstancial e incluso voluntaria a determinados antiguos mapas mentales guardados en mi memoria más remota. Es más, aunque parezca un tanto paradójico, puedo afirmar que sucesos, figuras y escenas de aquella lejana época, que sin duda hoy merecen el calificativo de poco importantes o insignificantes, los recuerdo a la perfección, y, sin embargo, vivencias mucho más recientes y de mucha mayor importancia, me resulta difícil rememorar y si lo consigo es de forma difusa e imprecisa.
A este respecto, no he podido por menos que dedicarme a indagar en determinadas publicaciones más o menos recientes que hablan sobre la memoria humana. He llegado a la conclusión de que lo que se sabe hoy al respecto no resulta totalmente aclaratorio. Resulta que actualmente los investigadores de la neurociencia, basándose en infinidad de experimentos realizados en animales y sobre todo en observaciones meticulosas en el curso  de las muy numerosas patologías que pueden y suelen afectar a diversas zonas o áreas del sistema nervioso central de la persona humana, han observado que esa maravillosa facultad que es la memoria o, mejor dicho, los diversos tipos de memoria, no se encuentra radicada en una zona o área determinada del cerebro, sino que viene a estar representada por un complejo entramado cerebral en el que viene a participar numerosas estructuras nerviosas, interconectadas entre sí.
Conexiones cerebrales(diagrama)
Resumiendo y esquematizando al máximo, he podido deducir, que la memoria más elemental y la más primitiva en el aspecto antropológico, es decir, la que apareció en los seres vivos más simples y  primitivos, es la que tuvo y, precisamente, sigue teniendo como finalidad única la conservación de la vida en el ser vivo, y que presenta un un perfil de efectividad fundamentalmente funcional automático e instintivo. Dado que es la forma de memoria  más antigua, debe figurar principalmente ya en la parte más primitiva del cerebro, que la parcela cerebral conocida con el nombre de cerebro reptiliano. Posteriormente, tras una evolución de millones de siglos, ocurrió que  aquel ser primigenio se fue transformando y, tras pasar por una serie progresiva de configuraciones, finalmente se convirtió en mamífero, lo cual también se acompañó de una gran evolución a nivel de su cerebro, la cual conllevó la aparición de otras estructuras nerviosas adicionales, a las conocemos con el nombre de cerebro límbico. Es en este cerebro donde hoy sabemos que radica, entre otras muchas funciones, otro tipo de memoria diferente y más avanzado: la memoria emocional. Esta es la memoria en la que se almacenan vivencias emocionalmente impactantes, que a su vez pueden presentar un aspecto positivo o placentero, que son aquellas vivencias que resultaron agradables y por ello son captadas por la memoria emocional pues interesa conservarlas para poder ser recordadas, y a ser posible, revividas, o, también en el polo opuesto,  aquellas otras vivencias que al mamífero le resultaron interesantes en el  aspecto adversativo por su desagrado o peligrosidad, por cuyo motivo también resulta interesante conservarlas, ya que su recuerdo permanente puede ayudar a prevenirlo y advertirlo sobre una amenaza. Por tanto, la memoria emocional contribuyó a configurar en el cerebro del mamífero algo tan importante para la vida como es la experiencia, el saber comportarse ante determinadas situaciones.  Por último, a lo largo de millones de años, gracias al proceso evolutivo que fue experimentando aquel primate, antecesor humano, y que finalmente deparó en el primer homínido se logró la aparición de la corteza cerebral o sustancia gris que es lo que hoy conocemos como cerebro racional y que es donde radica la memoria racional, que está íntimamente  relacionada con con la inteligencia y la capacidad creativa del ser humano. Pero la memoria, en sus distintos aspecto, se ha ido fraguando en los tres cerebros de forma progresiva a lo largo de la evolución. Por tanto, la memoria en nuestro cerebro, el cerebro triuno o cerebro humano, se encuentra radicada en numerosas áreas y estructuras específicas que a su vez suelen estar interconectadas entre sí.
 Tras este pequeño y elemental preámbulo acerca de la memoria, creo que es hora de que vuelva al inicio y, por tanto, a mi primera intención, que consistía en intentar relatar algún que otro de aquellos episodios o vivencias remotas, que viví durante mi infancia y que he venido guardando fielmente en ese enrevesado mundo de archivos que vienen a constituir los mapas mentales de mi memoria más remota,
Dicho esto comienzo: 
Gracias a mi memoria, hoy puedo ver con toda claridad que mi infancia transcurrió en una pequeña aldea, de la que guardo un recuerdo entrañable e imperecedero. Así, por ejemplo, de mi pueblo puedo recordar su fisionomía general, el aspecto no sólo de sus calles, sino incluso también el de la fachada de sus casas, una por una.
He comprobado que todo ello lo guardo fielmente en mi memoria y con la mayor facilidad puedo rememorarlo y representarlo, como si en mi mete se desplegara una película vívida y coloreada. Puedo ver hoy con la mayor nitidez los típicos huertos que se adosaban a  algunas viviendas,  los arrabales y cercanías del pueblo, las distintas fuentes públicas, los dos lavaderos públicos del pueblo, las dos plazas de que constaba la aldea, la Iglesia,  etc, También guardo en mi memoria un mapa geográfico en el sentido literal del término, de la comarca en que se encuentra enclavada mi aldea, y puedo recordar nombres de fincas y cortijos, nombre y trayectoria de caminos, cruces de los mismos, nombre de montes y arroyos, etc. Tal vez ello obedezca sobre todo a que en aquella época los niños de las aldeas, vivíamos muy en contacto con la naturaleza y nuestro campo de juego y de actividades en general no se limitada al casco urbano, sino que se extendía a campo través, sin que existiesen un límite determinado. Son muchas y muy diversas las imágenes que en estos momentos  puedo, visionar mentalmente con la máxima claridad. Pero, aunque he de reconocer que el representar mentalmente las distintas panorámicas de mi querido pueblo me resulta sumamente agradable y me produce un alto grado de añoranza, mucho más amoroso y conmovedor es el recuerdo de mis amigos  y compañeros de la infancia, aquellos con los que cotidianamente  compartí juegos, alegrías y ciertas vivencias que, a esa edad para mí tuvieron importancia trascendental.
 Debería andar yo sobre los siete años edad; vivía con mis padres en mi pequeña aldea cuya población en total no superaba los dos mil habitantes.  Estoy hablando de década de los cuarenta del siglo pasado. Los habitantes de mi pequeño pueblo nos conocíamos entre sí bastante bien. Todos y cada uno conocía pelos y señales de cada uno de sus conciudadanos. Sus nombres, apodos, su forma de ganarse la vida, su statu social y hasta las penas, necesidades o penurias que se vivían en cada familia. En realidad en mi pequeño pueblo, en aquella época, recién terminada oficialmente la Guerra Civil, cuando vivíamos los peliagudos y críticos años de posguerra, recuerdo que todos los vecinos nos comportábamos como si en realidad fuésemos una gran familia, y, lo más extraño, nuestros padres se comportaban  como si unos años antes no hubiese pasado nada, Seguramente, sobre todo las personas mayores, espantados, asqueados y estupefactos ante los trágicos episodios vividos en los años inmediatamente anteriores, decidieron "echar pelillos a la mar", hacer borrón y cuenta nueva y olvidar selectivamente los absurdos e inexplicables desvaríos y  horrores vividos, para empezar una vida en común plena de armonía y solidaridad social. Por lo que yo, bastante años después, rememorando y analizando la vida de mi pueblo en aquella época,  he podido deducir, se trataba de una táctica común y unánime, nacida en el corazón y en la mente de unos seres humanos, que vivían en pequeño pueblo bastante aislado y que todo ello, en el fondo, consistía en un mecanismo de autodefensa común, fruto de un profundo y doloroso escarmiento,
La vida de los niños en aquellos tiempos, y más en una pequeña aldea como la nuestra, presentaba unas características muy peculiares. En primer lugar vivíamos en contacto intimo, directo y cotidiano con la naturaleza, hecho que, a mi forma de ver, influyó de forma importante en la configuración y desarrollo de nuestro psiquismo. Particularmente yo, estoy convencido de que semejante hecho radica mi amor. Siempre he considerado que para nosotros, los niños de aquella generación, supuso un auténtica ventura el hecho de crecer teniendo continuamente ante nuestros  ávidos ojos abierto de par en par, el gran libro de la naturaleza. Una naturaleza auténtica, verdadera y sin  artificios. Y es que los juegos de nuestra infancia normalmente tenían lugar en el campo. Así por ejemplo jugábamos al fútbol con una pelota de trapo en las eras, donde se trillaban y cosechaban las mieses. Precisamente, hablando de las eras, nosotros los niños no solo las visitábamos a la hora de jugar con la pelota de trapo, también participábamos junto al resto de la familia, cada uno en la medida del alcance de sus fuerzas y capacidad, colaborando en la faenas de recolección y cosecha de las distintas mieses. No obstante, estoy seguro que todos los que fuimos niños en aquella época en mi pueblo, guardamos un grato recuerdo de aquellas parcelas de tierra firmemente  empedradas, situadas en determinadas alturas bien aireadas cuya finalidad  fundamental consistía la trilla y aventado de las mieses, pero que durante el resto del años servía de secaderos de maiz, almendras, y, sobre todo, para jugar al fútbol. Más de uno guardamos recuerdos no muy gratos de las famosas eras, como pueden ser los que acuden a nuestra memoria cuando nos palpamos alguna vieja cicatriz en alguna parte de nuestro cuerpo serrano.
Aunque, sin duda, en aquella época todo el mundo en España estaba viviendo unos tiempos difíciles, en los predominaba la escasez  de alimentos y los servicios eran prácticamente inexistentes, nosotros los jóvenes no éramos muy conscientes de la grave situación que estábamos atravesando  y nos encontrábamos perfectamente adaptados. Es más, yo diría que nos sentíamos felices. Para mi no solo era natural, sino divertido, jugar al fútbol con una pelota confeccionada a base de trapos viejos o que en los fríos días de invierno, cuando iba por la mañana a todo correr a la escuela cargara con  braserillo metálico repleto de brasas incandescentes para calentarme durante las horas lectivas. Recuerdo que mi madre me recomendaba que fuese caminando por el centro de la calle, nunca por las aceras, porque sobre éstas pendían de las canales de las casas los grandes y puntiagudos carámbanos de hielo que solían desprenderse y podían caerme sobre la cabeza y descalabrarme. Ahora debo reconocer que en realidad  no era una vida fácil, pero para nosotros, que a nuestra edad no habíamos conocido otra mejor, era una gran vida, llena de  encanto e ilusión. Nuestros juguetes también eran sencillos y un tanto primitivos. La mayoría de ellos eran de fabricación casera. Normalmente eran los abuelos, que haciendo gala de una paciencia infinita, los confeccionaban a base de madera y, muchas veces, utilizando envases metálicos procedentes de conservas de pescados, etc. Aquel compañero que poseía una vieja pelota de tenis era un afortunado y era frecuente que los demás compañeros solíamos hacer cola para que nos la prestara para jugar al frontón. Algunos disponíamos de una rústica camioneta de madera o un aro de alambres acerados procedente de  neumáticos viejos desechados y tras el cual, guiándolo con un tozo de vara o palo, corríamos como diablos por las calles del pueblo. Entre otros juegos habituales en mi aldea en la época de mi niñez recuerdo algunos con especial nitidez, como   eran, por ejemplo,  "el trompo", "dena y cadena", "la pita o pingolé", "el hilo negro" y las "grandes excursiones".  Los trompos consistían en unos trozos de madera redondeados en forma de pera, en cuyo extremo más delgado llevaban incrustada una pieza metálica llamada rejo o aguijón. Con la ayuda de una cuerda, que enrollábamos al trompo, y gracias a una habilidosa maniobra especial los lanzábamos sobre un redondel en el suelo y los hacíamos bailar. Organizábamos competiciones en las participabamos varios compañeros provistos de sus respectivos trompos.
Había quien tenía tal tino y destreza a la hora de lazar su trompo que era capaz de que el rejo incidiera sobre el trompo de su compañero y lo partiera en dos pedazos, lo cual era un gaje propio del juego valorable para el lanzador y desastroso para el se quedaba sin su juguete. Lo cierto es que en aquella lejana época los niños practicábamos juegos muy prácticos, interesantes e instructivos y, sobre todo, que también lo pasamos a lo grande. Pero lo que en primer lugar recuerdo con mayor añoranza y admiración era la unión de tipo prácticamente familiar que existía entre todos nosotros; también, el contacto íntimo y cotidianos de aquella, nuestra juventud, con la naturaleza: nuestros juegos, cuando el tiempo lo permitía que era durante gran parte del año, tenía lugar en el campo, en las huertas inmediatas al pueblo, en las alamedas y en torno a las numerosas fuentes de mi pequeña aldea.
Ahora, bajo en peso de mis muchos años, sumergido en estos vivos recuerdos y envuelto en un amplio abanico de entrañables añoranzas, me siento agradecido a la generación anterior a la mía, a mis queridos compañeros de la infancia  y a mi pueblo con fisionomía particular y sus entornos de ensueño , todo lo cual siempre ocupará un lugar predilecto en mi alma.

martes, 26 de enero de 2016

Exhibición celestial

 Allá al fondo,  sobre el lejano horizonte,  flotando sobre la linea  tornasolada de lejanas tierras, en este momento se está exhibiendo un espectáculo celestial. Mi vista y mi mente, admiradas, no cabe en sí de gozo, mientras se pierden en una lejanía maravillosa y en el seno de una especie de neblina trasparente, diáfana  y refulgente. Es algo así como un inmenso y espectacular velo luminoso y multicolor. En él se aprecian múltiples estratos  teñidos de los tonos más maravillosos y variados; sus colores que van virando, de forma armónica  y gradual, desde el tono azul turquesa del cielo raso, hasta una especie de nicho de color rojo ígneo. Éste último viene a representar una especie llamarada postrera que surge del lecho sobre el que lentamente se ha ido ocultando el todopoderoso e imponente astro del día. Uno no puede por menos que sentirse profundamente impresionado, exultante y a la vez anonadado ante un escenario de tan inefable belleza. El tiempo pasa sin sentir y cuando se quiere acordar no puede evitar el verse uno invadido por el desaliento al comprobar cómo poco a poco se va desvaneciendo  el majestuoso espectáculo; esa maravillosa ceremonia de luz que cada día acompaña el ocaso de nuestra eterna fuente de vida, de  luz y energía.
Día tras día, desde el principio de los tiempos, a estas horas de la tarde, la naturaleza nos viene ofreciendo, aunque con matices variantes, pero siempre espectaculares y grandiosos,  tan insuperable ceremonia: la puesta del sol. No es de extrañar que el hombre primitivo, cuando contempló por primera vez, frente a sus ojos y sobre su cabeza,  tan formidable manifestación , no pudiera evitar el caer de rodillas adorando a algo todopoderoso que sin duda debía existir y ser el artífice de tan grandioso espectáculo. Naturalmente, pensaría, que detrás y  en el origen de aquello tan extraordinario  que contemplaba tenía que existir un artífice, un ser superior que, sin dudarlo, gozaba de un poder supremo, ya que, como podía observar mirando al cielo, era capaz de manejar sabiamente el fuego, la luz y la belleza.
Y yo me pregunto: ¿no tendría toda la razón el hombre primitivo cuando genuflexo adoraba a lo que supuso un todopoderoso Espíritu de la Creación? Pongámonos en su lugar, ¿acaso nosotros no haríamos lo mismo que hizo él?.
Hoy, cuando los científicos se empeñan en intentar demostrarnos, y demostrarse a si mismos, que todo cuanto existe en el universo se ha creado automáticamente o acaso por azar, sin una mente, un poder supremo y una sabia mano directora; hoy, en que se afirma todo cuanto existe deriva y procede de un algo tan complejo como es una sustancia primaria que potencialmente encerraba en sí misma, en su esencia, materia, energía, espacio y tiempo; ahora, en nuestros días, cuando mayor preponderancia está tomando dicha teoría, y a favor de la cual se publican sin cesar posibles pruebas y más pruebas, yo, al menos (y posiblemente un gran número de humanos), cuando contemplamos un maravilloso atardecer, o miramos un cielo estrellado durante una clara noche clara,  no podemos por menos que, como aquel hombre primitivo, alabar e incluso adorar al  Espíritu Creador, al ese ente único, todopoderoso, que es principio y fin de todas las cosas y cuya inconmensurable grandeza se muestra en todas y cada una de las facetas y aspectos del universo.


















martes, 19 de enero de 2016

BREVE HISTORIOGRAFÍA MÉDICA DE AL-ANDALUS



Ya, en el primer tercio del siglo VI, cuando en Hispania la cultura inherente a la tradición grecorromana había decaído profundamente tras la invasión de las tribu centroeuropeas; cuando dominaban los bizantinos en el sur y los visigodos en el este de la península, aun destacó, por su alto nivel cultural, San Isidoro de Sevilla (h. 560-636). Pertenecía éste a una poderosa familia grecorromana de Cartagena, que hubo de desplazarse a Sevilla ante la ocupación bizantina. A la muerte de San Leandro, su hermano y preceptor, ocupó el cargo de obispo de la capital andaluza.  Además de ser un infatigable luchador contra el arrianismo, era poseedor de una amplia cultura. Entre sus numerosos escritos, destaca la famosa enciclopedia denominada Etomologiae, que consta de veinte partes. Pretende en esta obra compendiar gran parte del saber de su época, desde las matemáticas a la agronomía. En el “libro” IV de la misma (De medicina), expone concisas nociones de fisiología, define dolencias concretas y ofrece remedios terapéuticos. Con esta obra, la medicina de la época se eleva desde el inculto curanderismo popular, en que había caído, hasta una auténtica ars magistralis, con lo cual se recupera en Hispania el saber clásico interrumpido por la invasión de los pueblos germanos.
Después, debido a las luchas nobiliarias e intrigas palaciegas y, sobre todo, a la relajación moral, el pueblo visigodo se fue debilitando en todos los aspectos y terminó sumido en una progresiva regresión cultural. En esta situación, no es de extrañar que se convirtiese en una presa fácil ante cualquier invasión. Y así ocurrió, dividido y prácticamente indefenso, terminó por caer en manos de las belicosas hordas islámicas, que fanatizadas por la guerra santa (Jihad), penetraron por el sur (a.711), cual un ciclón arrollador.
Mas, mientras tanto, la revolución islámica se había extendido por la mayor parte del mundo clásico y terminó dominando los grandes centros de la cultura mundial, incluida la Grecia clásica, Constantinopla, Alejandría e, incluso, gran parte de Persia. Y, poco a poco, tras la guerra victoriosa, aquel pueblo sarraceno, hasta entonces, profundamente inculto, siguiendo las recomendaciones de Mahoma (“quien deja su casa para dedicarse a la ciencia sigue los caminos de Alá”), fue traduciendo al árabe y asimilando, poco a poco, la cultura clásica de los pueblos vencidos; sabiduría que, en las sucesivas invasiones y avatares políticos, fue llegando y arraigando en al-Ándalus.
Hasta el reinado de abd al-Rahman III (912-961), el primer califa hispano, que fue el gran impulsor y gran mecenas de la cultura de su tiempo, la medicina de al-Ándalus podemos encontrarla resumida en el Libro de las generaciones de los médicos, del cordobés del siglo XI Ibn Yulyul. Precisamente, en esta obra detalla cómo la mayoría de los clínicos destacados y de las obras médicas que se utilizaban pertenecían a la llamada “escuela de los cristianos”. Refiere como, a la sazón, los cristianos y los judíos cultos (dhimmíes) eran llamados por los árabes “gentes de libro” (Antiguo Testamento) y gozaban, previo pago de una jizya o capacitación establecida, de un pacto de protección del Islam, conocido como dhimma.  Así, por ejemplo, narra las curiosas circunstancias en que llegó a poder de Abderramán III un ejemplar de la obra Materia médica (h. 77) del griego Dioscórides, médico del ejército de Nerón. Relata Yulyul, literalmente: “El soberano andalusí Abd al-Rahman al-Nasir (Abderramán III) recibió de Romano, emperador de Bizancio, en el año 948, una carta y regalos de gran valor, entre los que se encontraba el tratado de Dioscórides, ilustrado con magníficas pinturas […]” El emperador le decía en su carta: “No puede aprovecharse el Dioscórides más que con un traductor que domine el griego y conozca los medicamentos. Si tienes en tu país uno que reúna estos saberes, obtendrás ¡oh Rey! el mayor provecho de este libro […]” Entre los cristianos de Córdoba no había nadie que supiese leer el griego de la obra de Dioscórides, que era dialecto jonio antiguo, y el libro se quedó en la gran biblioteca que había construido  al-Nasir en Medina Zahara. Pero éste, en su respuesta al emperador Romano, le pidió que le enviase alguien que hablara griego y latín para que enseñara esos idiomas a los esclavos cristianos, que así se convertirían en traductores. Efectivamente, el emperador le mandó un monje llamado Nicolás, que llegó a Córdoba en 951. Dicho monje se convirtió en amigo íntimo del judío Hasday ibn Saprut, que, por la cuenta que le traía, tenía gran interés en satisfacer a su señor el califa, y ambos juntos tradujeron e interpretaron la obra de Dioscórides.  Así, el mismo Ibn Yulyul tuvo acceso a la mencionada obra y pudo escribir el primer comentario andalusí sobre la Materia médica de Dioscórides y una Epístola acerca de los medicamentos que no cita Dioscórides. Fue en este momento histórico, durante el reinado gran califa epiléptico Abderraman III, cuando se inicia una gloriosa trayectoria para la medicina andalusí y para la ciencia en general. Durante varios siglos van apareciendo, encadenadamente, una serie de grandes figuras, profundos conocedores y estudiosos de la medicina clásica, que se preocupan de actualizarla, difundirla y llevarla a la práctica.
 Con respecto a la farmacología, merece especial mención Ibn al-Wafid (1007-1074) que escribió sobre medicamentos simples, impulsó la farmacopea de su tiempo, fue el fundador del llamado Huerto del Rey en Toledo, y allí realizó experimentos de aclimatación y de fecundación artificial de plantas. También hay que mencionar al cordobés al-Gafiqi, del que el premio Nobel Meyerhof ha asegurado que se trata del farmacólogo de mayor prestigio del Islam medieval, sobre todo por sus perfectas descripciones botánicas. Esta acreditada trayectoria de la farmacopea andalusí culminó con la Colección de medicamentos y alimentos simples, del malagueño Ibn al-Baytar (m. 1248), en la que, al millar de fármacos clásicos conocidos, añade otro medio millar, de los cuales unos doscientos corresponden a especies botánicas nuevas. Se afirma que fue una gran contrariedad, el que esta gran obra no fuese conocida en Europa a su debido tiempo, por haber cesado en aquella época la traducción al latín de las obras médicas árabes.
En la famosa y cortesana ciudad de Medina Zahara, cuya construcción fue iniciada por Abderramán III, en las afueras de Córdoba, nació Abul Qasim al-Zaharawi (936-1013), llamado en latín Abulcasis. Si alguien debe figurar, con el mayor merecimiento, en los anales de la medicina andalusí es este médico cordobés; y ello, aunque sólo sea por haber escrito la una gran enciclopedia médica (Kitab al-tesrif), que consta de 30 tratados. De ella, destaca la parte dedicada a la cirugía, que fue traducida en el siglo XII, en la Escuela de Traductores de Toledo, por Gerardo de Cremona, y conocida en la Edad Media en todo occidente con el nombre de Chirugia
. Hoy podemos asegurar que constituyó el basamento de la cirugía posterior, tanto islámica como europea. Tan colosal obra comprende tres libros: el primero dedicado a las técnicas de cauterización que se utilizaban en las distintas operaciones y hemostasias, excluyendo, por peligrosa, la toracocentesis; también habla de las ligaduras de vasos y de la aplicación de sustancias astringentes; el segundo, donde expone la técnica de la litotomía, de las amputaciones de los miembros, del tratamiento quirúrgico de las hernias y de la trepanación craneal; y el tercero está dedicado a las fracturas y luxaciones. Hay que reconocer que Abulcasis se basa fundamentalmente en el sexto “libro” del griego Pablo de Egina, aunque, sobre el contenido de éste, añade numerosos procedimientos quirúrgicos nuevos, unos tomados de la cirugía clásica india y otros muchos, fruto de su propia experiencia.
A la preeminente escuela quirúrgica que fundó Abulcasis en Córdoba, la primera de Europa, acudían, para curarse o instruirse, pacientes y estudiantes procedentes de todo el mundo. Adelantándose a su tiempo, considera que la preparación anatómica de los cirujanos es indispensable. A este respecto, dice: “El motivo por el que no se encuentra hoy día un buen cirujano es que la medicina exige tiempo, y quien quiera ejercerla debe estudiar previamente anatomía, como dijo Galeno, a fin de conocer los órganos, sus formas, estructuras, relaciones y divisiones; conocer los huesos, los tendones y los músculos, su número y su trayecto, las venas y las arterias, así como las regiones por donde transcurren. De aquí que Hipócrates dijera que hay médicos de nombre, pero pocos de hecho, sobre todo en cirugía. Si se ignoran los conocimientos anatómicos de que hemos hablado, se caerá necesariamente en el error, lo cual es mortal para los enfermos […] He visto a un médico ignorante seccionar las arterias cervicales al incidir un tumor escrufuloso del cuello de una mujer y provocar tal hemorragia que la mujer quedó muerta en sus manos. He visto a otro médico realizar la extracción de un cálculo en un anciano; el cálculo era enorme; al practicar la extracción arrancó parte de la pared vesical y el enfermo murió en tres días.” La parte quirúrgica del Tesrif está ilustrada con los dibujos de dos centenares de prácticos instrumentos medicoquirúrgicos, diseñados por el él mismo, algunos de los cuales se utilizan aun, y que se difundieron rápidamente por el resto de Europa.
Es, precisamente, en la obra de Abulcasis donde mejor se puede comprobar, —como el mismo manifiesta—, que la medicina de al-Ándalus, consiste, fundamentalmente, en una puesta al día, arabizada, de la medicina clásica de Hipócrates y de Galeno, con algunos rasgos añadidos, procedentes de la cultura médica de la India.
Tras el gran impulso que supuso la obra enciclopédica de Abulcasis, surgió, un siglo después, un nuevo genio en la materia. Fue el sevillano Abu-Marwan ibn Zuhr (1092-1161), en latín Avenzoar, considerado por sus contemporáneos como el médico más importante desde Galeno. Pertenecía a una familia de médicos. Trabajó en Sevilla, al servicio de los almorávides y después de los almahades. Los almorávides terminaron por desterrarlo y encarcelado, junto a su padre Abu al-Alá, en el Zagreb. Ya en prisión, también se hizo famoso sanando a los presos y sus carceleros. Se dice que el mismo gobernador, Ali Yusuf ben Tasufin, que lo encarceló, lo reclamó y lo trajo a Sevilla para que curara a su hijo y e él mismo, tras lo cual lo devolvió a prisión.  Caído el mencionado gobernador, a quien Avenzoar calificaba de “canalla”, fue liberado por las tropas almohades, traído a la península en 1148, nombrado médico de cámara y ministro del califa almohade Abd al-Mumin, residiendo con merecida fama en Sevilla hasta su muerte. Se caracterizó por sus excepcionales dotes de observador clínico, en cuyo aspecto se puede situar a la extraordinaria altura del persa, de origen árabe, llamado Rhazes. Su principal obra, Kitab al-Teysir, (Libro de la ciencia de curar), escrito a requerimiento de Averroes, —a quien se lo dedicó—, contiene descripciones de enfermedades tales como los tumores del mediastino, la pericarditis, la parálisis laríngea y la otitis media. Cuando se ocupa de las alteraciones del pericardio, dice, por ejemplo: “El agua que se acumula entre las capas del pericardio es un infiltrado semejante a la orina. En estos casos los enfermos adelgazan y pierden mucho peso hasta que mueren, como muere el tísico […] En el pericardio también se pueden acumular sustancias en forma de capas duras, como si fueran membranas, unas encima de otras […] Pueden producirse abscesos en la membrana pericárdica, que son agudos y malignos. Estos casos se curan si el médico acude a tiempo y no se retrasa su tratamiento […] pero si el médico se retrasa, aunque sea poco, el enfermo se muere, porque el pericardio es una parte principal, sobre todo por su proximidad al corazón. Si ocurre esto será por culpa del retraso del enfermo en acudir al médico. Si se cura, el corazón será más fuerte y de mayor rendimiento, porque el corazón humano tiene una gran capacidad y si se aumentan sus actividades, aumenta su eficacia. En ocasiones, sin embargo, el enfermo se debilita. Yo he visto un enfermo que padecía una debilidad extremada; sus fuerzas fueron cayendo y su actividad disminuyó hasta que murió. Su muerte se debió a que quiso tomar un baño en agua caliente. Yo lo consideré peligroso y le aconsejé que no lo hiciera; pero no me hizo caso y se bañó, tras unos momentos, salió y murió. Su muerte fue tranquila.” Además, Avenzoar describe exactamente varias filarias (Filaria spp.), la ladilla (Phthirus pubis) y el ácaro de la sarna (Sarcoposter scabei), que, como es sabido, tiene un tamaño de entre dos y cinco décimas de milímetro.
Un gran difusor del pensamiento aristotélico en occidente fue Abul Walid Muhammad  b. Ahmad ibn Rusd (1126-1192), nacido en Córdoba, conocido en latín como Averroes. Era poseedor de una cultura enciclopédica. Ocupó importantes cargos con los almohades: fue juez y médico de las altas jerarquías. No obstante, por motivos político-religiosos fue desterrado a Lucena, tachado de hereje, y sus escritos filosóficos fueron prohibidos. Como médico, intentó armonizar el pensamiento biológico de Aristóteles y el sistema de Galeno, principalmente, en un estudio acerca de la generación de la sangre. Estudió y comentó los escritos de Avicena y escribió libros sobre las fiebres, los venenos y la teriaca (preparación farmacéutica compuesta por numerosos productos y que se usaba como antídoto de los envenenamientos). Pero, su obra de medicina más importante fue la que tituló Kitab al-Kulliyat y que se tradujo al latín con el nombre de Colloget, que sintetiza en siete libros la anatomía, la fisiología y los aspectos teóricos de la patología, la terapéutica y la higiene. En esta obra, termina aconsejando que, para solucionar las cuestiones prácticas, se acuda al Teysir de Avenzoar. Como filósofo, fueron tan profundos, acertados y esclarecedores sus comentarios sobre Aristóteles y tan grande la influencia que llegó a producir en la cultura occidental de su tiempo que en la Europa bajomedieval se le conoció como el sobrenombre del Comentator y su doctrina filosófica, denominada Averroísmo, se prolongó durante todo el periodo escolástico, hasta principios del siglo XVII.
Coetáneo de Averroes fue el judío cordobés Maimónides, Moshen ibn Maimon (1135-1204). Pertenecía a una familia semítica aristocrática y culta, descendiente en línea directa del rey David. Se le conoció como “el español” o “el sefardí” por los musulmanes. Profundo conocedor del hebreo, árabe y latín. Murió en Alejandría, siendo médico del sultán Saladino, pues también, como consecuencia de la intransigencia almohade, fue exilado, primero a Almería y después al Cairo. Gran filósofo y gran médico, integró, lo mismo que Averroes, las ideas aristotélicas y las galénicas, pero con un planteamiento aún más práctico. Dividió la medicina en preventiva, curativa y paliativa, haciendo especial hincapié en la atención a los convalecientes. Entre sus escritos médicos más importantes destacan: Comentarios a los aforismos de Hipócrates, Aforismos médicos, un tratado de venenos y antídotos, una epístola “dietética” y monografías sobre el asma y la higiene sexual.
Como es sabido, en aquella época, las grandes plagas de la humanidad eran las pestes y fue tristemente célebre la de 1348. Es así, que en al-Ándalus aparecieron una serie de tratados sobre semejantes calamidades. M. Meyerhof ha afirmado que el escrito del almeriense Ibn Jatima, al respecto, “es infinitamente superior a las numerosas obras europeas sobre epidemias, escritas entre los siglos XIV y XVI”, sobre todo, por la clara exposición acerca de los contagios, basada en las observaciones propias: “el resultado de mi larga experiencia es que si una persona se pone en contacto con un apestado, inmediatamente se ve atacada por la epidemia y experimenta los mismos síntomas. Si el primer enfermo expectora sangre, al segundo le sucede lo mismo […] Si al primero se le presentan bubas, el segundo aparece con ellas en los mismos sitios. Si el primero tiene una úlcera, al segundo se le presentará también; y este segundo paciente a su vez transmite la enfermedad.”
Ibn al-Jatib (1313-1374), nacido en Loja (Granada), político e historiador del reino de Granada, al final fue víctima de una conjura política, acusado de hereje y encarcelado. En el aspecto médico escribió sobre el desarrollo del feto, sobre la preparación de teriaca, sobre la higiene en cada estación del año; escribió un compendio de medicina y otro sobre la peste, en el que también defendió la teoría del contagio: “La existencia del contagio está demostrada por la experiencia, el estudio y la certeza de los sentidos.”
Por último, en el mundo islámico de al-Ándalus también se estudiaron las enfermedades de los niños. Ya en el siglo X, Arib ibn Sad, en Córdoba, publicó una serie de estudios monográficos sobre las enfermedades de los niños. Parece estar demostrado que se basó, entre otras, en la obra del médico helénico Dammastes (anterior al siglo II), titulada Sobre el tratamiento de las puérperas y los niños, así como en los escritos de Sorano de Éfeso, que habían sido traducidos al latín en el siglo V por Celio Aureliano y posteriormente resumidos por Muscio y que también fueron traducidos al árabe. Posteriormente, estos textos, transmitidos por los árabes, fueron los fundamentos sobre los que posteriormente se consolidó la pediatría en la época del Renacimiento.

Bibliografía:
1.         López Piñero J.M.: La Medicina en la Historia. Madrid. La Esfera de los Libros, S.A. 2002
2.         Alfonseca Moreno M.: Grandes científicos de la Humanidad. Madrid. Espasa Calpe S.A. 1998
3.         Diccionario Enciclopédico Espasa. Madrid. Espasa Calpe S.A. 1998
4.         Diccionario Enciclopédico Abreviado 7ª Edición. Madrid. Espasa Calpe, S.A. 1957
5.         Martínez Cachero J.M. Grandes Figuras de la Literatura. Madrid. Espasa Calpe, S.A. 1998
6.         Font Quer P. Plantas Medicinales (El Dioscórides renovado). 12ª edición. Barcelona. Editorial Labor, S.A. 1990
7.         Martín Araguz A., Bustamante Martínez C., Fernández Armador-Ajo V., Moreno Martínez J.M.  La neurociencia en Al Ándalus y su influencia en la medicina escolástica medieval. Rev. Neurología 2002; 34 (9): 877-892
8.         Menéndez Pidal R. Historia de España Vols. IV-XII. Madrid: Espasa Calpe; 1969-75



domingo, 17 de enero de 2016

CONCEPTO DE SALUD EN EL ANTIGUO TESTAMENO

CONCEPTO DE SALUD EN EL ANTIGUO TESTAMENTO.

“La alegría se puede comparar a un perenne banquete, que sostiene y refuerza la buena disposición del alma y del cuerpo” (Prov.,15)
En la actualidad se define el concepto de salud como “el bienestar físico y mental de la persona humana”. Esta es la conclusión a la que se ha llegado, analizando todos los aspectos de lo que, normalmente entendemos de por salud. Es la  definición que mejor  cuadra y satisface, cuando la analizamos, teniendo en cuenta lo que entendemos por salud, desde el punto de vista sanitario, socio-cultural e, incluso, filosófico. Tanto es así que es una definición admitida  universalmente.   Consideramos, por tanto, que una persona goza de una buena salud, es decir, de una salud suficientemente completa, cuando usufructúa un estado satisfactorio de bienestar físico y mental. Todo el mundo admite, sin la menor duda, que ésta es una definición de salud bastante acertada.
Pero, como vamos a ver, hemos de admitir  que tal definición de salud no es una conclusión reciente, sino que ya se admitía, prácticamente en los mismos términos, desde la más remota antigüedad. Así, por ejemplo, podemos comprobarlo si leemos ciertos pasajes del Antiguo Testamento, como son  los que refleja Jesús hijo de Sirac en su obra, denominada el Eclesiástico,  ya en el s. II a. de C.  En ella nos dice literalmente (30,16): “No hay riqueza que valga lo que la salud del cuerpo, y no hay bien como el gozo del corazón”. Vemos, pues, como en este aserto alude directamente a los dos aspectos fundamentales del concepto actual de salud: la salud del cuerpo (el bienestar físico) y el gozo del corazón (bienestar mental o espiritual). Mas adelante, en la misma obra, (30,23) afirma: “La vida del hombre es el gozo del corazón”. Aquí viene a decirnos que si  nuestro vivir no va acompañado de bienestar espiritual, o, lo que es lo mismo, gozo en el corazón, difícilmente podremos catalogar la vida que llevamos como una vida satisfactoria, es decir, sana. Y es que, efectivamente, así se pensaba entonces y, de la misma manera,  se sigue  opinando actualmente; pues, ahora también es frecuente oír decir  a nivel popular, a título de lamentación, ante una vida poco satisfactoria o, lo que es lo mismo, poco sana: la vida sin alegría no merece llamarse vida; o, también, cómo, ante una vida carente de placer y satisfacción, las gentes le dispensan  calificativos tales como: perra vida, esto no es vida, esto es un sin vivir, … Esto se dice cuando el hombre, por el motivo que sea, no siente gozo en el corazón, y se encuentra deprimido, triste y melancólico —no goza de buena salud mental—; y ello, aunque disfrute de buen estado físico.    
Volviendo a este autor sagrado, hemos de admitir que considera,  y así lo refleja en su obra, que la alegría es fuente salud para el cuerpo físico, y viceversa, que la salud física o del cuerpo viene a constituir en el ser humano un terreno abonado para que fructifique la alegría del alma, y, por tanto, así se pueda disfrutar de una salud integral, completa y auténtica.  Se deduce de todo ello que, ya, en aquella época, la salud venía a considerarse como una unidad binomial; es decir, se pensaba que la salud presentaba  dos aspectos, uno físico y otro mental o espiritual; y que, precisamente,  ambos aspectos  se influenciaban  recíprocamente de una  forma armónica en esa unidad psicosomática que es el ser humano.
En otra ocasión, afirma este mismo autor, en la misma obra: “El sueño de un corazón contento es mejor que los más delicados manjares” (30,27). Aquí, el mencionado escriba, consciente de que un tercio de la vida del hombre transcurre durmiendo, llega a la conclusión de que el sueño es algo fundamental en la vida humana, al constituir una función inherente al ser humano; y que, normalmente, un sueño satisfactorio —aquel que, cumpliendo con su finalidad fisiológica,  proporciona la necesaria energía reparadora—, sólo se da en un corazón alegre. Equipara, como vemos, los beneficios que proporciona al alma  un sueño tranquilo y reparador, con los que obtiene el cuerpo físico mediante el consumo de los alimentos más adecuados, nutritivos y completos. Como extremo opuesto, se deduce que no debe ocurrir lo mismo con el sueño en quien no es poseedor de un corazón sano, en quien está dominado por sentimientos retorcidos, poco rectos, como son las bajas pasiones, o quien está dominado la desesperanza  y la intranquilidad  en general. El sueño en estas personas no es un sueño sano y no cumple a la perfección su función reparadora, siendo, por tanto, un sueño defectuoso, patológico, que a la larga puede llegar a producir en la persona humana un deterioro general o pérdida  de la salud.
Por eso concluye el sabio: “Anímate y consuela tu corazón, y echa lejos de ti la tristeza, porque a muchos mató la tristeza y no hay utilidad en ella” (30, 24-25). Efectivamente, el hombre sensato debe ejercitarse en la práctica de desechar de sí la tristeza, pues, está comprobado que ésta no tiene utilidad, ni reporta beneficio ninguno: ni puede servirnos para impedir los males que ya sobrevinieron, ni va a evitar que acaezcan  los que nos amenazan.  Indudablemente, es preferible adoptar ante la vida una actitud optimista, tanto para soportar y superar las dificultades presentes, como para esperar las que, a pesar de nuestras lógicas medidas preventivas,  nos reserva el porvenir. Debemos estar predispuestos para aceptar con optimismo todos los inevitables contratiempos de la vida, y que, como acabamos de admitir, lógicamente, no podamos humanamente prevenir.

La tristeza es un  mal al cual nunca debe abandonarse el ser humano, pues, ésta constituye, de por sí, un factor de riesgo o puerta abierta ante enfermedades tan graves como son la melancolía patológica y las grandes depresiones, que, efectivamente, pueden conducir a la muerte. El hombre está capacitado, en un principio, para luchar contra la tristeza, recuperando en su alma, con decisión, un sano optimismo, una esperanza positiva. Es sumamente saludable, para el hombre, la fe en el porvenir, la confianza en el ser humano, el afán para descubrir, captar y disfrutar de la belleza y de la maravillosa grandeza  de la creación; hay salud en el alma que cultiva la capacidad innata de impartir amor de forma desinteresada. Sólo, mediante dichos recursos se puede uno oponer, con eficacia, y romper, definitivamente, ese círculo vicioso y destructor que suele desencadenar la tristeza en el ser humano, el cual, como dice el sabio autor del libro del Antiguo Testamento, conlleva apatía, pérdida de energías, debilitamiento, desaliento, abandono, deterioro físico y psíquico progresivos y que, consiguientemente, en sus estadios más avanzados, puede  llegar a conducir a la muerte.

EL ABETO

  Cara al viento, firmemente arraigado,
elegante, serio y monumental
el abeto, salmo trascendental,
canto plácido de eremita abnegado.

  Su ramaje, extendido e inclinado.
Su silueta de semblante oriental,
su copa elevada, del cielo firme puntal,
y su follaje, de un verde satinado.

  Su figura conquista y conmueve el alma,
engendra regocijo interior,
a la vez que mansedumbre, fortaleza y calma.

En el parque se impone superior,
 sostén de las aves su fornida rama
y donde eufónico canta el ruiseñor.


ANTE UNA MARCHA SOSEGADA


El aparato locomotor del hombre es una obra maestra de ingeniería que se ha sido confeccionada y perfeccionada a lo largo de millones de años de evolución . La capacidad para desplazarse mediante la bipedestación, esta maravillosa facultad de que goza el ser humano, constituye el prodigioso fruto de una evolución biológica meticulosa y concienzuda. El que una obra de arquitectura tan perfecta como es el cuerpo humano en su conjunto, se haya modelado en todas sus complicadas partes y en cada uno de los más mínimos detalles y siempre con miras  a permitir la bipedestación y, por tanto, el desplazamiento en posición de erguido, nos da idea del gran peso y la transcendental importancia que la evolución fue concediendo desde el principio a esta prodigiosa facultad propia del ser humano. Desde la planta de los pies hasta la forma y el centro de gravedad del cráneo, todo en organismo humano está configurado y dispuesto de la mejor forma para permitir la posición erecta y facilitar su perfecto desplazamiento usando para ello las extremidades inferiores. 
Todos somos conscientes de que cuando uno ha cumplido ochenta abriles, o anda por ahí cerca, muchas cosas han cambiado en nuestro organismo, sobre todo en el aspecto físico, y generalmente casi nunca dichos cambios ha sido muy alentadores. Así, por ejemplo,  es normal que la marcha del octogenario resulte un tanto insegura y defectuosa. Con la edad, cuando se sobrepasan ciertos dígitos, el control y el equilibrio postural pierden la seguridad y la elasticidad de que gozaba cuando los reflejos eran  más vivos, lo cual ocurre en la juventud e incluso durante cierto años de la edad madura. Por ello es frecuente observar como  el anciano marcha despacio y un tanto envarado y,  más aun,  muchas personas mayores son portadores asiduos de un bastón o de un callado. Dichos utensilios no vienen a representar. como con cierta lógica se podría pensar,  una especie de merecida socialmente simbólica vara de mando,como correspondería a sus muchos años, sino que la realidad es que se ven en la necesidad de usar dichos puntos de apoyo suplementarios  para prevenir posibles y peligrosas caídas ante su marcha insegura y defectuosa. La marcha del anciano, en contraste con el febril ajetreo con que discurre todo en la vida moderna,  es una marcha pausada y cuidadosa, sin asomo de prisas. Cualquiera que observe la aparente tranquilidad que muestran, diría que los ancianos, como ya están a la vuelta de muchas inquietudes, optan por tomarse la vida con cierta parsimonia.
Es por eso que unas veces nos los encontramos que van caminando con una marcha pausada y cuidadosa  y en otras muchas ocasiones suelen haber hecho un alto en su caminar y han tomado asiento en el primer banco que han encontrado y allí permanecen largo rato, inmóviles, abstraídos,quietos como una estatua,  con el bastón en la mano; tienen los párpados entornados, como, si estuvieran mirando hacia dentro de sí mismo, en realidad sumidos en una profunda meditación. Efectivamente ese anciano de pensamiento enigmático probablemente está rememorando y viendo en su imaginación con gran añoranza y en vivos colores algún episodio lejano, algo que  ocurrió en su juventud y de lo que guarda un recuerdo agradable. Tal vez esté recordando aquel episodio de su vida en el cual él demostró ante un público entusiasmado, que le aplaudía con admiración, una de sus sonadas proezas deportivas en la cuales solía poner de manifiesto  la extraordinaria habilidad y la perfección con que llegó a dominar y manejar su aparato locomotor, tanto que más de una vez llagó a batir marcas. Cuando al cabo de un rato se levanta tembloroso, apoyándose en el bastón, no puede por menos que continuar con sus meditaciones, pero ahora de tipo filosófico, analizando en su fuero interno el inapelable  proceso del envejecimiento, la inevitable progresión del mismo, las devastadoras consecuencias físicas de tipo degenerativo que se han ido produciendo en todos y cada uno de los órganos y tejidos del organismo.
 .

jueves, 7 de enero de 2016

Mi cabra "Curtía"


MI CABRA "CURTÍA"


"Curtía" era una cabra de color caramelo, o lo que es lo mismo, su pelaje era castaño claro.Físicamente era un buen ejemplar de cabra, no solo por su tamaño, que sobrepasaba en varios centímetros al resto de los miembros de su rebaño, sino también por su capacidad mental, ya que se trataba de una cabra que había aprendido a vivir a lo grande, con lo cual quiero decir que Curtía se las sabía todas y es que en este aspecto, en el saber vivir, también superaba a todas y a cada una de sus congéneres. Seguramente, consciente de su superioridad y haciendo gala de la misma, caminaba siempre en cabeza, como si fuera ella la capitana del hato y la que lo guiaba.Dada su esbelta figura, destacaba a primera vista cuando por las tardes, después haber estado todo el día pastando y ramoneando en la dehesa, regresaba el rebaño para recluirse en las cabrerizas. A mí, que encantan los animales y que me pasaba los meses de verano en el cortijo, me gustaba presenciar el regreso del rebaño y escuchar la sinfonía de tipo cencerril y cacabelera  que lo acompañaba. No había tarde en que durante la recogida de los animales, Curtía dejara de poner de manifiesto el afecto que sentía hacia mi persona. Ya, desde lejos, ella caminaba con el cuello estirado y la cabeza avizora, sin duda, buscándome. Cuando me localizaba y me reconocía, abandonaba la piara y corriendo como una desesperada, saltando por encima de cualquier obstáculo, venía hasta mi. Llegada a mi vera se dedicaba a olisquearme la cara, las manos  y a empujarme por doquier con su hocico. Yo, prevenido, pues sabía lo que buscaba mi amiga cabra, solía ir provisto de unas manzanas, de un bolsillo de yeros, de habas o de garbanzos, golosinas que ella apreciaba mucho y que engullía placenteramente de mi mano. Después me seguía a donde quiera que yo fuese, como si fuera un perro, sin duda esperando una dosis extra de uno de aquellos manjares.
Y es que la cabra Curtía, tenía su historia. Había nacido hacía tres años en un parto doble. La cabra madre, la que la parió, tenía un defecto físico: era "teticoja", lo cual significa que tenía una de las dos mamas bastante atrófica, lo que en principio supuso para mi cabra, cuando era una recién nacida, un gran contratiempo. Y es que su hermana se apoderó de la mama sana y a ella, a la tierna chotilla que posteriormente bautizáramos con el nombre de Curtía, le correspondió pasar mucha hambre durante los primeros días de su vida en este mundo. Afortunadamente el cabrero se percató de la grave adversidad por la estaba atravesando aquella débil cría caprina y nos advirtió que si queríamos que sobreviviera habría que alimentarla con biberón. Yo, tras haberme empapado de todo cuanto ocurría y con los ojos como platos, me dedicaba a acariciar el indefenso chotillo, que como todos los animales cuando son pequeños despertaba una atracción especial. No tuve que pensarlo mucho, el drama que se estaba cerniendo sobre el precioso animal me afectaba profundamente, por lo que no dude en ofrecerme en cuerpo y alma  para encargarme de administrarle yo al animal los biberones hasta el momento en que pudiera valerse por sí mismo. Todos los presentes aceptaron  mi oferta, creo que más por complacerme, que, dada mi corta edad, por esperar un final feliz. Y acto seguido, manos a la obra, me convertí en el ángel tutelar de aquel pobre animalillo. Pero, yo me tomé tan a pecho mi compromiso, que desde que me levantaba hasta que me acostaba estaba pendiente del pequeño chivo. El animal demostró tener un instinto de supervivencia a prueba de bombas. Se tragaba los biberones  uno tras otro con tanta  ansiedad que apenas me dejaba tiempo para prepararle el siguiente. Enseguida empezó a seguir mis pasos, naturalmente, esperando que le embocase la tetina. A las dos semanas, el choto iba retozando detrás de mí, y había duplicado su tamaño. Un día, cuando estábamos en la huerta, lo sorprendí comiéndose las tiernas ristras de unas plantas de judías que crecían en la hortaliza y pensé que tal vez a mi cabrita no le vendría mal un suplemento vegetal. Al principio era yo el que proporcionaba lechugas, amapolas, corregüela y otras muchas plantas por las que había demostrado una especial predilección. Pero, en cuestión de días, la boca de mi cabra se convirtió en una pequeña pero voraz segadora y, ya por propia iniciativa, atacaba a todo lo verde, sin respetar las plantas de la hortaliza, ni las flores del jardín. Naturalmente, ante los irreparable daños que causaba el animal, el que se ganaba las reprimendas era yo. No obstante, mi protector, que era mi abuelo, me salvó en más de una ocasión de que me calentaran el hato. Claro, es que en cuestión de meses la frágil chotilla se había convertido en una hermosa cabra con todas las de la ley y aunque iba siempre tras de mi persona, su boca no tenía arreglo, pues sólo pensaba en morder lo más florido y las protestas se sucedían día tras día. Todos en el cortijo, sin duda con sus motivos, la habían tomado con la cabra y cuando la podían pillar sobre firme le arreaban unos cuantos palos. Por lo bajito, sin que se enterara mi abuelo, más de uno me decía: que sepas que a tu cabra te la vamos a curtir viva"  Lógicamente las trifulcas se sucedían y, para mí, hasta la convivencia familiar se vio un tanto deteriorada. Por fin, como en todo, la solución vino por parte de mi querido abuelo, que me hizo ver que una cabra no era la mejor mascota, que aquella vida no era la más idónea para el animal, que mi cabra ya había alcanzado la mayoría de edad y seguramente le apetecía estar con gente de su estirpe. Así fue como decidimos  integrarla en el conjunto del rebaño, con el cual salía a diario a pactar en el campo y sólo nos veíamos y nos saludábamos por las tarde.
Nota: el nombre de "Curtía", por el que atendía el animal, se lo puso el cabrero, atendiendo a la amenaza, compartida por la mayor parte de los convivientes en el cortijo,  de "curtirla viva a palos".

martes, 5 de enero de 2016

"MI RÍO"


MI RIO


Nunca podré olvidar mis aventuradas excursiones a lo largo de un arroyo que discurría por las inmediaciones de la casa de campo o cortijo donde trascurrió gran parte de mi infancia. En aquella lejana y añorada época de mi vida, mientras cursé la enseñanza primaria y los seis cursos de bachiller, pasé todas las vacaciones íntegramente en aquel apartado y solitario lugar. Como allí no había niños ni jóvenes de mi edad con quien compartir juegos y entretenimientos,  era la naturaleza prodigiosa, que precisamente reinaba en aquellos entornos, la que la que, además de la familia, venía a constituir mi única compañía y mi mundo. También me acompañaba siempre mi querido perro Moro, el cual estaba tan unido a mí y yo a él que podría decirse que entrambos existía una unidad esencial. Desde que amanecía hasta la hora de acostarnos mi perro y yo permanecíamos unidos: me acompañaba de continuo, donde quiera que yo fuese o estuviese. El inteligente animal, que se había criado siempre bajo mis juegos y caricias, se había acostumbrado a ir siempre a mi lado, a permanecer conmigo o lo más próximo posible y, sobre todo, siempre a la expectativa por si en cualquier momento, día o noche, lo llamaba. Me parecía de lo más natural que mi perro Moro me acompañara siempre; tanto era así que yo sin él, prácticamente, no sabía ir a ningún sitio, y cuando no me constaba se presencia cercana enseguida experimentaba la sensación que que me faltaba algo  importante.
Uno de nuestros recorridos favoritos, sobre todo durante los calurosos días veraniegos, era el cauce y las márgenes frondosas de aquel río, del que guardo un recuerdo tan entrañable. Se llama río San Juan. Aunque su caudal es modesto,sobre todo en aquella época resultaba bastante constante, y sus aguas eran limpias, frescas y cristalinas. Mis exploraciones cotidianas se extendían a lo largo su trayecto, y fruto de las mismas es el que llegara a conocer  un largo trecho del mismo como la palma de mi mano. No había remanso ni presa que to no hubiese sondeado, incluidas las presas artificiales, las que se edificaban cada año con el fin de desviar parte de su caudal hacia las las fértiles y cuidadas huertas que existían a ambas riberas del río.  A fuer de frecuentarlo día tras día llegué a conocer todos y cada uno de los detalles del que podría designar como "mi río". Creo que para mi, en aquella época de mi vida, el río llegó a representar  una especie de ente vivo, con el que, lo mismo que con mi perro, podía comunicarme y más aun, incluso compartir sentimientos y emociones.  Aunque siempre y en cualquier estación, he sentido una especial atracción hacia aquella prodigiosa manifestación de la naturaleza que era "mi río", lo cierto es que estábamos citados sistemáticamente, el río y yo, en los meses de verano, Precisamente era entonces, mientras duraban las vacaciones estivales. cuando al amparo de la climatología y lo exuberante de la vegetación, que en esa época exponía sus más bellas y atractiva manifestaciones nuestro contacto resultaba más placentero.Recuerdo que más de un vez, mientras caminábamos mi perro y yo, chapoteando por su cauce familiar, me sorprendía yo mismo hablando con mi perro, instándole a que observara una preciosa oropéndola de plumaje vistoso amarillo y negro que iba volando delante de nosotros. "Mira Moro que preciosa Mocita de Priego (así llaman a este bello pájaro por mi tierra), parece como si quisiera jugar con nosotros, como si nos observase y nos fuese esperando, mientras revolotea de chopo en chopo"
El perro me miraba a los ojos, como si comprendiera mi comentario e incluso compartiera conmigo   la belleza, el encanto y el embrujo que a cada paso nos iba ofreciendo sin descanso nuestro río y la vida que allí palpitaba. En ocasiones,durante nuestras marchas por el río, tal vez sin buscarlas, encontrábamos tiernas y exquisitas setas de chopo que seguramente la noche anterior había crecido sobre un viejo tocón de álamo.  En esos casos volvíamos al cortijo para proveernos de un cesto de mimbre y un cuchillo para recolectarlas. Precisamente, mi abuelo me había enseñado a identificar los distintos tipos de setas que se daban por aquellos contornos que eran las mencionadas de chopo y las de cardo cuca. No obstante, antes de cocinarlas, él mi querido abuelo, las revisaba una a una. Decía que lo hacía  por si acaso entre todas se había infiltrado alguna de difícil identificación, que pudiese resultar tóxica.
También recuerdo especialmente un bosquecillo de álamos blancos que se extendía sobre un ensanche del cauce del río. La sombra de estos álamos resulta muy acogedora en los calurosos días estivales y allí solíamos descansar y a veces hasta sestear mi perro y yo. Son unos árboles robustos, altos y sus hojas de color verde oscuro brillante por el haz, pero son, por el contrario, blancas aterciopeladas por el envés.  Sobre todo, guardo un especial recuerdo de esta alameda, por que allí, en su seno, siempre ocultos en la espesura, debían anidar una o más parejas de ruiseñores, los cuales, cuando el silencio era más sostenido y parecía que el continuo latir de la naturaleza batía un tono menor, ellos, aprovechando aquel sosiego, lanzaban sus melodiosos y prolongados trinos. Nosotros, mi perro y yo, sabíamos que  si no queríamos romper el hechizo debíamos permanecer inmóviles, mantener la respiración y aguzar el oído. Cualquier movimiento o ruido que a nosotros se nos ocurriese emitir era suficiente para que el virtuoso y suspicaz cantor enmudeciese, era como si el pájaro, consciente de la maravillosa melodía que estaba interpretando se ofendiese ante nuestra falta de respeto.