martes, 5 de enero de 2016

"MI RÍO"


MI RIO


Nunca podré olvidar mis aventuradas excursiones a lo largo de un arroyo que discurría por las inmediaciones de la casa de campo o cortijo donde trascurrió gran parte de mi infancia. En aquella lejana y añorada época de mi vida, mientras cursé la enseñanza primaria y los seis cursos de bachiller, pasé todas las vacaciones íntegramente en aquel apartado y solitario lugar. Como allí no había niños ni jóvenes de mi edad con quien compartir juegos y entretenimientos,  era la naturaleza prodigiosa, que precisamente reinaba en aquellos entornos, la que la que, además de la familia, venía a constituir mi única compañía y mi mundo. También me acompañaba siempre mi querido perro Moro, el cual estaba tan unido a mí y yo a él que podría decirse que entrambos existía una unidad esencial. Desde que amanecía hasta la hora de acostarnos mi perro y yo permanecíamos unidos: me acompañaba de continuo, donde quiera que yo fuese o estuviese. El inteligente animal, que se había criado siempre bajo mis juegos y caricias, se había acostumbrado a ir siempre a mi lado, a permanecer conmigo o lo más próximo posible y, sobre todo, siempre a la expectativa por si en cualquier momento, día o noche, lo llamaba. Me parecía de lo más natural que mi perro Moro me acompañara siempre; tanto era así que yo sin él, prácticamente, no sabía ir a ningún sitio, y cuando no me constaba se presencia cercana enseguida experimentaba la sensación que que me faltaba algo  importante.
Uno de nuestros recorridos favoritos, sobre todo durante los calurosos días veraniegos, era el cauce y las márgenes frondosas de aquel río, del que guardo un recuerdo tan entrañable. Se llama río San Juan. Aunque su caudal es modesto,sobre todo en aquella época resultaba bastante constante, y sus aguas eran limpias, frescas y cristalinas. Mis exploraciones cotidianas se extendían a lo largo su trayecto, y fruto de las mismas es el que llegara a conocer  un largo trecho del mismo como la palma de mi mano. No había remanso ni presa que to no hubiese sondeado, incluidas las presas artificiales, las que se edificaban cada año con el fin de desviar parte de su caudal hacia las las fértiles y cuidadas huertas que existían a ambas riberas del río.  A fuer de frecuentarlo día tras día llegué a conocer todos y cada uno de los detalles del que podría designar como "mi río". Creo que para mi, en aquella época de mi vida, el río llegó a representar  una especie de ente vivo, con el que, lo mismo que con mi perro, podía comunicarme y más aun, incluso compartir sentimientos y emociones.  Aunque siempre y en cualquier estación, he sentido una especial atracción hacia aquella prodigiosa manifestación de la naturaleza que era "mi río", lo cierto es que estábamos citados sistemáticamente, el río y yo, en los meses de verano, Precisamente era entonces, mientras duraban las vacaciones estivales. cuando al amparo de la climatología y lo exuberante de la vegetación, que en esa época exponía sus más bellas y atractiva manifestaciones nuestro contacto resultaba más placentero.Recuerdo que más de un vez, mientras caminábamos mi perro y yo, chapoteando por su cauce familiar, me sorprendía yo mismo hablando con mi perro, instándole a que observara una preciosa oropéndola de plumaje vistoso amarillo y negro que iba volando delante de nosotros. "Mira Moro que preciosa Mocita de Priego (así llaman a este bello pájaro por mi tierra), parece como si quisiera jugar con nosotros, como si nos observase y nos fuese esperando, mientras revolotea de chopo en chopo"
El perro me miraba a los ojos, como si comprendiera mi comentario e incluso compartiera conmigo   la belleza, el encanto y el embrujo que a cada paso nos iba ofreciendo sin descanso nuestro río y la vida que allí palpitaba. En ocasiones,durante nuestras marchas por el río, tal vez sin buscarlas, encontrábamos tiernas y exquisitas setas de chopo que seguramente la noche anterior había crecido sobre un viejo tocón de álamo.  En esos casos volvíamos al cortijo para proveernos de un cesto de mimbre y un cuchillo para recolectarlas. Precisamente, mi abuelo me había enseñado a identificar los distintos tipos de setas que se daban por aquellos contornos que eran las mencionadas de chopo y las de cardo cuca. No obstante, antes de cocinarlas, él mi querido abuelo, las revisaba una a una. Decía que lo hacía  por si acaso entre todas se había infiltrado alguna de difícil identificación, que pudiese resultar tóxica.
También recuerdo especialmente un bosquecillo de álamos blancos que se extendía sobre un ensanche del cauce del río. La sombra de estos álamos resulta muy acogedora en los calurosos días estivales y allí solíamos descansar y a veces hasta sestear mi perro y yo. Son unos árboles robustos, altos y sus hojas de color verde oscuro brillante por el haz, pero son, por el contrario, blancas aterciopeladas por el envés.  Sobre todo, guardo un especial recuerdo de esta alameda, por que allí, en su seno, siempre ocultos en la espesura, debían anidar una o más parejas de ruiseñores, los cuales, cuando el silencio era más sostenido y parecía que el continuo latir de la naturaleza batía un tono menor, ellos, aprovechando aquel sosiego, lanzaban sus melodiosos y prolongados trinos. Nosotros, mi perro y yo, sabíamos que  si no queríamos romper el hechizo debíamos permanecer inmóviles, mantener la respiración y aguzar el oído. Cualquier movimiento o ruido que a nosotros se nos ocurriese emitir era suficiente para que el virtuoso y suspicaz cantor enmudeciese, era como si el pájaro, consciente de la maravillosa melodía que estaba interpretando se ofendiese ante nuestra falta de respeto.

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