martes, 26 de enero de 2016

Exhibición celestial

 Allá al fondo,  sobre el lejano horizonte,  flotando sobre la linea  tornasolada de lejanas tierras, en este momento se está exhibiendo un espectáculo celestial. Mi vista y mi mente, admiradas, no cabe en sí de gozo, mientras se pierden en una lejanía maravillosa y en el seno de una especie de neblina trasparente, diáfana  y refulgente. Es algo así como un inmenso y espectacular velo luminoso y multicolor. En él se aprecian múltiples estratos  teñidos de los tonos más maravillosos y variados; sus colores que van virando, de forma armónica  y gradual, desde el tono azul turquesa del cielo raso, hasta una especie de nicho de color rojo ígneo. Éste último viene a representar una especie llamarada postrera que surge del lecho sobre el que lentamente se ha ido ocultando el todopoderoso e imponente astro del día. Uno no puede por menos que sentirse profundamente impresionado, exultante y a la vez anonadado ante un escenario de tan inefable belleza. El tiempo pasa sin sentir y cuando se quiere acordar no puede evitar el verse uno invadido por el desaliento al comprobar cómo poco a poco se va desvaneciendo  el majestuoso espectáculo; esa maravillosa ceremonia de luz que cada día acompaña el ocaso de nuestra eterna fuente de vida, de  luz y energía.
Día tras día, desde el principio de los tiempos, a estas horas de la tarde, la naturaleza nos viene ofreciendo, aunque con matices variantes, pero siempre espectaculares y grandiosos,  tan insuperable ceremonia: la puesta del sol. No es de extrañar que el hombre primitivo, cuando contempló por primera vez, frente a sus ojos y sobre su cabeza,  tan formidable manifestación , no pudiera evitar el caer de rodillas adorando a algo todopoderoso que sin duda debía existir y ser el artífice de tan grandioso espectáculo. Naturalmente, pensaría, que detrás y  en el origen de aquello tan extraordinario  que contemplaba tenía que existir un artífice, un ser superior que, sin dudarlo, gozaba de un poder supremo, ya que, como podía observar mirando al cielo, era capaz de manejar sabiamente el fuego, la luz y la belleza.
Y yo me pregunto: ¿no tendría toda la razón el hombre primitivo cuando genuflexo adoraba a lo que supuso un todopoderoso Espíritu de la Creación? Pongámonos en su lugar, ¿acaso nosotros no haríamos lo mismo que hizo él?.
Hoy, cuando los científicos se empeñan en intentar demostrarnos, y demostrarse a si mismos, que todo cuanto existe en el universo se ha creado automáticamente o acaso por azar, sin una mente, un poder supremo y una sabia mano directora; hoy, en que se afirma todo cuanto existe deriva y procede de un algo tan complejo como es una sustancia primaria que potencialmente encerraba en sí misma, en su esencia, materia, energía, espacio y tiempo; ahora, en nuestros días, cuando mayor preponderancia está tomando dicha teoría, y a favor de la cual se publican sin cesar posibles pruebas y más pruebas, yo, al menos (y posiblemente un gran número de humanos), cuando contemplamos un maravilloso atardecer, o miramos un cielo estrellado durante una clara noche clara,  no podemos por menos que, como aquel hombre primitivo, alabar e incluso adorar al  Espíritu Creador, al ese ente único, todopoderoso, que es principio y fin de todas las cosas y cuya inconmensurable grandeza se muestra en todas y cada una de las facetas y aspectos del universo.


















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