
MI CABRA "CURTÍA"
"Curtía" era una cabra de color caramelo, o lo que es lo mismo, su pelaje era castaño claro.Físicamente era un buen ejemplar de cabra, no solo por su tamaño, que sobrepasaba en varios centímetros al resto de los miembros de su rebaño, sino también por su capacidad mental, ya que se trataba de una cabra que había aprendido a vivir a lo grande, con lo cual quiero decir que Curtía se las sabía todas y es que en este aspecto, en el saber vivir, también superaba a todas y a cada una de sus congéneres. Seguramente, consciente de su superioridad y haciendo gala de la misma, caminaba siempre en cabeza, como si fuera ella la capitana del hato y la que lo guiaba.Dada su esbelta figura, destacaba a primera vista cuando por las tardes, después haber estado todo el día pastando y ramoneando en la dehesa, regresaba el rebaño para recluirse en las cabrerizas. A mí, que encantan los animales y que me pasaba los meses de verano en el cortijo, me gustaba presenciar el regreso del rebaño y escuchar la sinfonía de tipo cencerril y cacabelera que lo acompañaba. No había tarde en que durante la recogida de los animales, Curtía dejara de poner de manifiesto el afecto que sentía hacia mi persona. Ya, desde lejos, ella caminaba con el cuello estirado y la cabeza avizora, sin duda, buscándome. Cuando me localizaba y me reconocía, abandonaba la piara y corriendo como una desesperada, saltando por encima de cualquier obstáculo, venía hasta mi. Llegada a mi vera se dedicaba a olisquearme la cara, las manos y a empujarme por doquier con su hocico. Yo, prevenido, pues sabía lo que buscaba mi amiga cabra, solía ir provisto de unas manzanas, de un bolsillo de yeros, de habas o de garbanzos, golosinas que ella apreciaba mucho y que engullía placenteramente de mi mano. Después me seguía a donde quiera que yo fuese, como si fuera un perro, sin duda esperando una dosis extra de uno de aquellos manjares.
Y es que la cabra Curtía, tenía su historia. Había nacido hacía tres años en un parto doble. La cabra madre, la que la parió, tenía un defecto físico: era "teticoja", lo cual significa que tenía una de las dos mamas bastante atrófica, lo que en principio supuso para mi cabra, cuando era una recién nacida, un gran contratiempo. Y es que su hermana se apoderó de la mama sana y a ella, a la tierna chotilla que posteriormente bautizáramos con el nombre de Curtía, le correspondió pasar mucha hambre durante los primeros días de su vida en este mundo. Afortunadamente el cabrero se percató de la grave adversidad por la estaba atravesando aquella débil cría caprina y nos advirtió que si queríamos que sobreviviera habría que alimentarla con biberón. Yo, tras haberme empapado de todo cuanto ocurría y con los ojos como platos, me dedicaba a acariciar el indefenso chotillo, que como todos los animales cuando son pequeños despertaba una atracción especial. No tuve que pensarlo mucho, el drama que se estaba cerniendo sobre el precioso animal me afectaba profundamente, por lo que no dude en ofrecerme en cuerpo y alma para encargarme de administrarle yo al animal los biberones hasta el momento en que pudiera valerse por sí mismo. Todos los presentes aceptaron mi oferta, creo que más por complacerme, que, dada mi corta edad, por esperar un final feliz. Y acto seguido, manos a la obra, me convertí en el ángel tutelar de aquel pobre animalillo. Pero, yo me tomé tan a pecho mi compromiso, que desde que me levantaba hasta que me acostaba estaba pendiente del pequeño chivo. El animal demostró tener un instinto de supervivencia a prueba de bombas. Se tragaba los biberones uno tras otro con tanta ansiedad que apenas me dejaba tiempo para prepararle el siguiente. Enseguida empezó a seguir mis pasos, naturalmente, esperando que le embocase la tetina. A las dos semanas, el choto iba retozando detrás de mí, y había duplicado su tamaño. Un día, cuando estábamos en la huerta, lo sorprendí comiéndose las tiernas ristras de unas plantas de judías que crecían en la hortaliza y pensé que tal vez a mi cabrita no le vendría mal un suplemento vegetal. Al principio era yo el que proporcionaba lechugas, amapolas, corregüela y otras muchas plantas por las que había demostrado una especial predilección. Pero, en cuestión de días, la boca de mi cabra se convirtió en una pequeña pero voraz segadora y, ya por propia iniciativa, atacaba a todo lo verde, sin respetar las plantas de la hortaliza, ni las flores del jardín. Naturalmente, ante los irreparable daños que causaba el animal, el que se ganaba las reprimendas era yo. No obstante, mi protector, que era mi abuelo, me salvó en más de una ocasión de que me calentaran el hato. Claro, es que en cuestión de meses la frágil chotilla se había convertido en una hermosa cabra con todas las de la ley y aunque iba siempre tras de mi persona, su boca no tenía arreglo, pues sólo pensaba en morder lo más florido y las protestas se sucedían día tras día. Todos en el cortijo, sin duda con sus motivos, la habían tomado con la cabra y cuando la podían pillar sobre firme le arreaban unos cuantos palos. Por lo bajito, sin que se enterara mi abuelo, más de uno me decía: que sepas que a tu cabra te la vamos a curtir viva" Lógicamente las trifulcas se sucedían y, para mí, hasta la convivencia familiar se vio un tanto deteriorada. Por fin, como en todo, la solución vino por parte de mi querido abuelo, que me hizo ver que una cabra no era la mejor mascota, que aquella vida no era la más idónea para el animal, que mi cabra ya había alcanzado la mayoría de edad y seguramente le apetecía estar con gente de su estirpe. Así fue como decidimos integrarla en el conjunto del rebaño, con el cual salía a diario a pactar en el campo y sólo nos veíamos y nos saludábamos por las tarde.
Nota: el nombre de "Curtía", por el que atendía el animal, se lo puso el cabrero, atendiendo a la amenaza, compartida por la mayor parte de los convivientes en el cortijo, de "curtirla viva a palos".
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