Mis cálculos resultaron erróneos y resultó que el tiempo se me vino encima. Tras una plácida e interesante jornada de marcha, a esa hora me encontraba, allá, en una zona despejada de la alta montaña. Había ido caminando despacio, intercalando paradas intermitentes para contemplar entusiasmado el maravilloso paisaje, como si quisiera acapararlo para mí y conservar para siempre su maravillosa imagen en en el fondo de mi alma. Lo cierto es que, como el tiempo es inflexible, cuando quise acordar, pude comprobar con sorpresa que las horas habían transcurrido sin sentir y que yo marchaba con un retraso considerable. Ya era esa hora crítica del crepúsculo vespertino, cuando el sol acaba de ocultarse tras la lejana línea del horizonte, y la luz del día va perdiendo intensidad a marchas forzadas. Entonces empecé a darme prisa, pero ya era tarde y no pude recuperar el tiempo perdido, ni evitar que la noche se me fuera echando encima antes de llegar a mi destino. Como consecuencia, poco a poco, el tenue e irregular sendero montañoso que iba guiando mis pasos y que, al fin de la jornada, según mi proyectada excursión, debía conducirme a un conocido refugio, se fue haciendo cada vez menos perceptible, hasta que acabó perdiéndose en la oscuridad. Para acentuar más mi desconcierto, aunque era una de esas noches despejadas en la que reinaba un cielo limpio y sin rastro de nube alguna, también se trataba de una noche sin luna, cuya luz plateada tal vez me hubiera ayudado a orientarmeHasta aquel momento me había encontrado perfectamente orientado y sabiendo exactamente en la dirección en que se encontraba mi proyectado destino. Aunque intenté seguir caminando en la oscuridad y siguiendo aproximadamente el rumbo predeterminado que debía conducirme al mencionado refugio, pronto empecé a titubear y tras una media hora de repetidos trompicones, ya perdida la senda, llegué a la conclusión de que, definitivamente, tanto el sendero de cabras que debía seguir, como la orientación hacia el refugio se habían difuminado en la noche..
Lo cierto es que ante tal situación, ya totalmente desorientado, tras mirar en todas direcciones y meditar buscando una solución a mi problema, no sé por qué, también miré al cielo tal vez como si buscara en las estrellas un posible punto de referencia. Fue entonces, cuando, a pesar de mi lógico grado de ansiedad y desazón, quedé maravillado ante el espectáculo que se ofreció a mis ojos. Aquel no era el cielo que yo conocía, el que acostumbraba a ver en la ciudad. Ante mis ojos se ofreció la visión inédita de un firmamento cuya transparencia era tan limpia y cristalina que hasta me permitía percibir una sensación de profundidad espacial tan ilimitada como jamás había ni siquiera imaginado. Lleno de admiración seguí mirando al cielo sin tregua mientras contemplaba la maravilla y grandiosidad de un firmamento nuevo para mí. Vi como firmemente asentadas, cada cual en el punto que le correspondía y milagrosamente suspendidas en el espacio infinito, flotaban infinidad de estrellas limpias y refulgentes. No sé el tiempo que permanecí extasiado analizando aquel inmenso entoldado mágico y resplandeciente, que sembrado de infinidad de estrellas centelleantes, formaba aquella prodigiosa cúpula celeste.Tan profundamente me impresionó el colosal espectáculo que se ofrecía a mi vista que en ese instante fui consciente, también por vez primera, de que sobre mi cabeza se extendía la mayor maravilla que una persona puede alcanzar a contemplar desde un punto de la faz de la tierra. No me cupo la menor duda de que allí, en aquel apartado lugar, en medio de aquella soledad, en plena sierra, en realidad estaba gozando de uno de los más exquisitos y privilegios concedidos a la persona humana: la contemplación y el disfrute de uno de los aspectos más genuinas, grandiosas y sublimes vistas o perspectivas de la Creación.
Ello hizo que, en realidad, aceptase con gran complacencia la imprevista interrupción de mi marcha. Fue así decidí permanecer allí, donde me había atrapado la noche y esperar hasta que fuera clareando el alba de la mañana siguiente y consiguiera reorientarme debidamente para continuar mi camino. Tomada esta decisión y alentado por el sublime espectáculo que se me ofrecía en la cúpula celeste, me embutí en mi saco de dormir y adopté la posición más cómoda y conveniente para contemplar el cielo. No sé el tiempo que permanecí despierto mirando y, a mi manera, analizando la maravillosa visión de aquel cielo inmenso cuajado de diamantes luminosos. Recuerdo que mi vista y mi atención iba saltando de una imagen astral a otra, todas ellas a cual más bella, mientras comparaba sus distintos tamaños aparentes, el grado de brillo de que estaban dotadas, la intensidad de los destellos también diferentes y cambiantes que irradiaban, así como su mayor o menor luminosidad y el tono del color de las distintas estrellas. También recuerdo que llegué a la conclusión de que el color de las estrellas varía de unas a otras y que oscila desde desde un azul violáceo en algunas, hasta el rojo sangre de otras, pasando por todas y cada una de las distintas gamas de espectro solar.
Recuerdo que, antes de que me dominara el sueño, mientras recorría con la vista la gran espiral de nuestra Vía Láctea, pensé que en una de las ramas más externas de aquella gran espiral galáctica, era donde se encuentra nuestro sistema solar y, por consiguiente también nuestro planeta Tierra con todos los seres humanos que lo habitamos. Viendo la inmensidad prácticamente ilimitada del universo, y dentro de él la silueta espiroidea de la lechosa Vía Láctea y, sabiendo que uno de sus infinitos puntos blanquecinos debía representar nuestro sistema solar, dentro del cual se encuentra nuestro ninúsculo pláneta, también pensé y deduje que yo, que mi persona, la que en aquellos momentos gozaba contemplando un aspecto de la maravilla más grandiosa que se puede ofrecer a la mente humana, también constituía, aunque fuese en una proporción matemáticamente inapreciable y de una insignificancia extrema, formaba parte de la Creación
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