martes, 22 de diciembre de 2015

UNA ESQUINA DEL PARAISO


UNA ESQUINA DEL PARAIS

Como era mi costumbre, me levanté al amanecer y tras otear el ambiente a través de la ventana de la habitación de aquella pensión, quedé convencido de que en realidad no parecía avecinarse un día muy apropiado para realizar una excursión. Aunque el cielo se veía  limpio de nubes y se extendía inmenso como una pulida lámina de zinc, sobre los tejados próximos se apreciaban  algunos pegotes de nieve congelada restos de una nevada reciente y, sobre todo, lo que con mayor seguridad indicaba que hacía un frío considerable es que los gorriones, tan aficionados a empezar a buscarse la vida con las primeras luces del alba, aquel día ni se les veía revolotear ni se oían aun sus trinos,  prueba de que, conscientes de la inclemencia del tiempo, no se habían atrevido a abandonar sus recónditos refugios en los recovecos más ocultos y en las canales más protegidas. Era evidente de que fuera debía reinar un frío espantoso. No obstante, como de ninguna manera estaba dispuesto a renunciar a mi proyectada excursión por la montaña, tras abrigarme convenientemente, me lancé con toda ilusión a explorar los desconocidos contornos de aquella, mi nueva residencia temporal. Se trataba de un apartado lugar, de una aldea escondida en un pequeño pero fértil valle entre montañas que un buen amigo, también aficionado a la naturaleza, y conocedor de mis aficiones, me había recomendado insistentemente.
Sin pensarlo más, provisto de mi bastón y cargando la mochila inicié la marcha sin prisas por un terreno desconocido y totalmente a la ventura. Tras abandonar la pequeña aldea tomé una tortuosa vereda que bastante empinada ascendía entre la maleza hacia una altura rocosa próxima al poblado. Me alentaba la ilusión que desde arriba iba a poder disfrutar explorando visualmente un panorama nuevo para mí y sin duda interesante. Mientras caminaba por aquel sendero de cabras, de vez en cuando me detenía para descansar y de paso contemplar entusiasmado algunas de las pequeñas maravillas de la naturaleza, como eran, por ejemplo, las plantas que crecían al borde del camino, cuyas hojas, cubierta de rocío, brillaban como preciosas gemas.
Cuando, por fin terminé la ascensión y alcance la cúspide rocosa, ya la clara luz del amanecer iluminaba con profusión todo el entorno. Poco tardé en  localizar una atalaya apropiada donde poder aposentarme con cierta comodidad. Hube que parpadear varias veces y frotarme los ojos para convencerme que aquello que veía era real, que no estaba soñando Mi aventura matutina se había visto pródigamente recompensada. Creo que nunca antes ni siquiera en el campo de la fantasía había vislumbrado un paisaje tan idílico. Bajo un cielo intensamente azul, que allá en la lejanía se fundía con la línea gris e irregular de los altos picos y crestas rocosas, se extendía una amplia  panorámica en la que se armonizaban con suma perfección, todos y cada uno de los más bellos tonos del verde. Desde el verde oscuro de la espesa florestas boscosa hasta el verde luminoso de la suave pradera se iban sucediendo los distintos tonos de color sin solución de continuidad. Cuando, admirado, entornaba los párpados me sentía convencido de estar contemplando la acuarela más sublime que había podido fraguar el sabio espíritu de la madre naturaleza. No puedo calcular el tiempo que permanecí allí, totalmente ensimismado, contemplando aquel bello paisaje vivo y palpitante. Cada vez que parpadeaba, al abrir los ojos de nuevo, el paisaje presentaba una aspecto diferente, cada cual más bello y subyugador. Creo que llegó un momento en que me sentí convencido de que por la acción de algún hechizo especial que reinaba en aquel maravilloso lugar, yo, aquella mañana, estaba gozando del privilegio de contemplar una esquina del Paraíso Terrenal.

martes, 15 de diciembre de 2015

CONFIDENCIAS

  CONFIDENCIAS


Como a mi edad no es aconsejable realizar esfuerzos físicos que sobrepasen unos límite bastante modestos, cuando practico una de mis aficiones favoritas que consiste en realizar excursiones a campo través, suelo ir caminando  despacio, tranquilamente e intercalando los oportunos descansos. Es por ello, que mis excursiones resultan excesivamente lentas, lo que a mi forma de ver no les resta  interés sino todo lo contrario; se podría decir que lo que han perdido en velocidad, en comparación con las que realizaba cuando era más joven, lo han ganado en provecho espiritual. Como camino lentamente puedo recrearme contemplando y analizando atentamente y con mayor profundidad la infinidad de maravillas que a cada paso me va ofreciendo la Naturaleza.
 La verdad es que cada vez estoy más convencido de que con la edad, aunque no se puede negar que evidentemente se van perdiendo ciertas capacidades, sobre todo de tipo físico, también se van desarrollando ciertas aptitudes importantes, que anteriormente, aunque dispusiésemos de las mismas, no las valorábamos ni las usábamos debidamente. Así, por ejemplo,se perfecciona la capacidad para observar las cosas con mayor detenimiento y de esta manera existen más posibilidades de  profundizar en la esencia de las mismas. Las personas mayores solemos estar especialmente facultados y predispuestos para captar y sentirnos arrobados ante la belleza tanto explícita como intrínseca de las cosas, sean éstas plantas, seres vivos, paisajes, fenómenos naturales, tanto las de gran tamaño y manifestación, como de las aparentemente insignificantes.  A veces, yo mismo, me sorprendo ensimismado contemplando con arrobo una pequeña y aparentemente insignificante florecilla silvestre. Las personas mayores solemos releer con más detenimiento todo cuanto antes dábamos por conocido y descubrimos cómo nos habían pasado desapercibidos aspectos interesantes e incluso fundamentales del maravilloso mundo de las pequeñas cosas que nos rodean y que cotidianamente se ofrece a nuestros sentidos. En realidad vivimos realizando una continua revalorización del mundo que nos rodea.
El  que las personas mayores sientan cierta predilección por la soledad, a mi parecer, goza de una buena explicación. Es como si un tanto hastiados de la vida social y de sus desengaños, buscásemos la verdad incontrovertible quedándose a solas y en íntimo contacto con la madre Naturaleza, y para ello nada mejor que sumergirse en soledad marchando a través de paisajes silvestres de este mundo donde el Creador tuvo a bien situarnos al principio de los tiempos. Además, estas solitarias excursiones que emprendemos los mayores, siempre van acompañadas y animadas por un impulso espiritual en el cual figuran las añoranzas de tiempos pasados, el recuerdo emocionado de aquellas remotas vivencias que merecieron quedar grabadas en nuestra memoria. Es por ello que este caminar parsimonioso y ensimismado nos resulta siempre entretenido y sumamente placentero.

lunes, 9 de noviembre de 2015

LAS ENTRAÑABLES TERTULIAS DE ANTAÑO

    Para comprender en su auténtica  esencia el contenido de este modesto relato, es necesario elaborar mentalmente una especie de traslado psicológico en el tiempo e intentar situarse en la década de los cuarenta del siglo pasado. Aunque entonces mi mentalidad de niño no alcanzaba a comprender en toda su extensión  la situación especial que vivíamos en aquellos momentos como consecuencia de la cruel tragedia acaecida en España en los años inmediatamente anteriores, si que, recordando y analizando detalles,  puedo afirmar que, probablemente, uno de los pocos efectos beneficiosos que deparó semejante desastre fue la gran unión que en aquellos años llegó a reinar entre todos los miembros de las distintas familias e incluso entre todos los componentes de las pequeñas comunidades. Era como si los adultos, que habían conseguido sobrevivir al absurdo de la guerra, estupefactos y profundamente escarmentados, ahora hubiesen decidido echar pelillos a la mar  y si no olvidar, que no era posible, por lo menos crear una especie de amnesia lagunar selectiva para el horror de la gran tragedia ocurrida   y comenzar a vivir todos unidos, formando una piña humana y hasta cierto punto amorosa.  Pues es precisamente a esa época, cuando se daban dichas circunstancias en la sociedad española, en la que transcurrieron mis años infantiles y a la que se remontan los recuerdos más entrañables de mi niñez. Es que yo nací precisamente en enero del 1936.
   Asimismo considero necesario hacer constar que muchos de esos años mi familia, y naturalmente yo con ellos, residíamos en el campo, en un cortijo propiedad de mi abuelo. De aquí se deducen dos hechos que considero  trascendentes y que sin duda  debieron influir mucho en mi vida, en mi carácter e  incluso en mi forma de pensar. El primero de estos hechos es el que mi vida infantil trascurriera en el seno de  una familia, mi familia, bien avenida, donde yo me sentía querido y perfectamente integrado y amparado.  En segundo lugar el que  gran parte de mi infancia  trascurriera  en el campo, y, por tanto, en íntimo contacto con la naturaleza, lo cual, sin la menor duda de alguna manera debió influir en mi desarrollo psíquico.  Estoy absolutamente convencido que la naturaleza,  es para el hombre y, muy especialmente para el niño, una especie de gran enciclopedia donde cada día se aprende algo, pues consta de infinitas páginas todas ellas maravillosas y por descontado verdaderamente ilustrativas. Es por ello que al menos en ese aspecto (la unión familiar y el contacto con la naturaleza)  mi infancia fue muy afortunada.
    Muchos de los recuerdos de aquella maravillosa época de mi vida rememoro hoy  — a mis ochenta años de edad—, envueltos en una dulce y sentimental añoranza  cariñosa y sentida de aquellas personas tan buenas y queridas  y una nostalgia vital hacia de las vivencias que tan importantes fueron en mis primeros años de vida.
   La finca de mi abuelo, que yo llegué a conocer palmo a palmo y, por consiguiente, en todos y cada uno de sus detalles, venía a estar constituida por un rústico y viejo caserón, en cuya parte posterior estaban situadas las cabrerizas y los establos para los animales de labranza, así como para otros muchos animales domésticos, como cerdos, aves, etc. Lo que era la finca en sí la integraban tres parcelas de terreno unidas entre sí, pero de diferente uso: una era la que llamábamos «la huerta» que era tierra de riego y que se extendía a lo largo de un corto trecho de la ribera derecha del río Gudalcotón; otra consistía en una parcela de olivar, que denominábamos «la hoja» y por último una zona algo más extensa de tierra de monte, especialmente poblada con romeros, chaparros y endrinos, que en realidad era un monte llamado el cerro de la Sierrezuela. Aunque creo que no quedaría un palmo de tierra de toda aquella finca que yo no pisara y explorara, esta última suerte de tierra, la Sierrezuela o «la dehesa», era la que más me atraía, y donde yo, junto a mi perro Moro, día si y otro también realizábamos nuestras habituales excursiones. Allí era donde mi perro y yo pasábamos los días enteros y donde realizábamos nuestras más excitantes y aventuradas andanzas. Mi perro venía a ser algo más que un amigo íntimo, yo creo que llegó a constituir una parte de mi propio ser. Nos entendíamos a la perfección: con solo la mirada o el más mínimo gesto sabíamos lo que nos estábamos comunicando.  A veces, cuando nos desplazábamos por el monte, caminábamos con cautela felina, pues nos dedicábamos a observar los animales salvajes mientras cazaban  o careaban en el campo. Aunque yo lo tenía prohibido por parte de mi abuelo, a veces nos dedicábamos a explorar las grutas y las grietas que, casi inaccesibles, se abrían en los acantilados. Una día en una de aquellas grietas pétreas inaccesibles encontré dos piedras raras, perfectamente pulimentadas y con filo en uno de sus costados, que tras consultar con mi abuelo, resulto que eran nada menos  dos  cuchillo que habían dejado allí olvidados nuestros tatarabuelos sin duda hacía miles de años. De paso, en nuestras marchas por el monte, solía recolectar plantas aromáticas o aquellas que me resultaban desconocidas con el fin de que luego mi consultor, mi querido abuelo, las identificase y me instruyese sobre sus usos, sus propiedades curativas o tóxicas, conocimientos que, por cierto,  aún conservo en la memoria. No quedó cueva, acantilado, desnivel del terreno que yo, en compañía de mi perro, no explorásemos, incluso en repetidas ocasiones.
   Un recuerdo especial conservo de la vida que se hacía en el cortijo durante aquellos los días cerrados de nubes, sombríos y lluviosos que a veces se sucedían en los temporales de invierno. En dicha ocasiones sólo se salía a la calle lo imprescindible y todos los habitantes del cortijo nos veíamos obligados a permanecer prácticamente todo el  tiempo bajo teja. El campo estaba empapado y la mayoría de las faenas resultaban impracticables. Como consecuencia se imponía la ociosidad la cual no compaginaba mucho con el carácter del hombre de campo, por lo que normalmente se experimentaba  cierto grado aburrimiento y de impaciencia. Cuando a ratos escampaba salíamos al exterior para mirar al cielo y otear el horizonte buscando algún resquicio por el que se vislumbrase un asomo de la añorada y confortadora luz solar. No obstante en los cortijos no está permitido permanecer inactivo dejando que el tiempo fluya sin provecho. Esos días pasados por agua y cargados de humedad se dedicaban a realizar trabajos de mantenimiento. Además de cuidar los animales domésticos nos dedicábamos a ejecutar ciertos trabajos manuales que al menos para mí resultaban sumamente interesantes. Así, por ejemplo, se revisaban y reparaban los distintos aperos de labranza y algún miembro de la comunidad especializado, a base de esparto o mimbres flexibles, elaboraba utensilios de uso cotidiano, como cestos, cuerdas, paneros, ceberos, espuertas, serones, etc. etc.  Pero sobre todo, de lo que guardo una especial memoria y añoranza es de aquellos agradables diálogos que se mantenían, tanto a lo largo de estos días oscuros y borrascosos, como, sobre todo, durante las prolongadas veladas invernales mientras permanecíamos todos sentados formando un semicírculo frente a la amplia chimenea y reconfortados por el amable calor de una hoguera de gruesos troncos que ardía constantemente. El diálogo en aquellos lejanos tiempos era sosegado, participativo, interesante y todos le concedíamos la máxima importancia, pues, aparte de los libros, constituía el único medio de comunicación, instrucción e información a nuestro alcance. Cuando aun no se había inventado la televisión y  la inmensa  mayoría de los cortijos, por cierto normalmente habitados en aquella época, no disponían de corriente eléctrica, ni radio ni teléfono, y como la persona humana es en esencia un ser social y comunitario, se imponían y se cultivaban con gran prodigalidad las entrañables tertulias familiares. Por las noches, cuando habían concluido las faenas diarias, bien a la puerta del cortijo, bajo el emparrado si era verano, o frente al hogar, formando corro al amparo del agradable calor que desprendía la chimenea y con el ambiente iluminado por los clásicos candiles de aceite, que impartían una luminosidad aunque débil y poco apta para la lectura, sí muy cálida y acogedora y perfectamente válida para percibir los gestos y demás rasgos mímicos del interlocutor.
En estas charlas familiares se hablaba de todo: lo mismo se referían y comentaban sucesos recientes, acaecidos en las comunidades cercanas, como se relataban hechos históricos de mayor importancia que, si venía a cuento, se comentaban interesantes leyendas antiguas. Lo cierto es invariablemente, cada velada, se establecía un coloquio múltiple, diverso y sosegado, que fluía espontáneamente, en el que todos podíamos participar, preguntar, pedir aclaraciones y, si nos parecía, dar nuestra opinión. Normalmente eran los mayores, los honorables y siempre respetados patriarcas de la familia, los que llevaban la voz cantante, los que disponían de un mayor repertorio de historias y los que solían dar el veredicto definitivo en las frecuentes controversias que solían surgir. En cambio,éramos los jóvenes, y muy especialmente los niños,  los que vivíamos con mayor atención aquellos parlamentos. 
Como acabo de decir, eran las historias que contaban los abuelos las que gozaban de la mejor acogida. Ello obedecía a que resultaba sumamente sugestivo, sobre todo para los jóvenes, que seguíamos sus relatos con toda el alma, sentirnos trasladados e inmersos en sucesos acaecidos en épocas remotas. Normalmente se trataba de peripecias vividas por el abuelo en su juventud, u otras, más antiguas aún, procedentes de sus antepasados, trasmitidas por tradición oral a través de muchas generaciones. Además, también influía el consumado estilo oratorio de que habitualmente hacían galas las personas mayores. La gran maestría en el arte de comunicar que ostentaban los ancianos de aquel tiempo obedecía, sin duda, a la tradicional y arraiga práctica del relato en el círculo familiar. 
Recuerdo que se solía iniciar la exposición con una especie de introducción, en la cual se mostraban con el mayor detalle las características ambientales del escenario en que se iba a desarrollar la historia. Mi abuelo poseía una habilidad oratoria tan especial que, al menos a lo que a mí respecta, conseguía trasladarme mentalmente, yo diría que en cuerpo y alma, a aquellos años lejanos y vaporosos de su juventud. Para ello no dejaba de exponer con el mayor detalle los usos y costumbres de aquellos tiempos ya pasados e irrepetibles. Con una maestría insuperable nos hacía ver las características personales, tanto físicas como psicológicas, de los legendarios personajes, protagonistas de las historias. Así, por ejemplo, tratándose de mitos o leyendas transmitidas por tradición oral, podía comenzar con frases como ésta: «Esto me lo contó mi querido tío abuelo Joaquinico —al cual yo siempre he ví como un personaje bíblico, pues usaba de continuo un llamativo gorro rojo de lana y una amplia bufanda negra, atavíos que contrastaban con su exuberante y cuidada barba blanca—, pues bien, cuando yo era un mozalbete imberbe y él tenía ya más años que Matusalén, me contó lo que le había ocurrido a un remoto antepasado suyo...»  
Durante aquellas largas veladas invernales, frente y al calor del fuego de la gran chimenea, bajo la luz cálida de los candiles y en el íntimo y acogedor ambiente familiar, podían salían a relucir espeluznantes historias de fantasmas famosos que habitaban durante siglos los viejos caserones y las ruinas musgosas de antiguos conventos medievales. ¡Cómo me impresionaba el relato de aquellos seres incorpóreos que gozaban del poder de aparecer improvisadamente y horrorizar a las personas que imprudentemente invadían sus dominios!. Otras veces, el sitio predilecto para su aparición eran determinados cruces de caminos, los contornos de los cortijos abandonados o las o las recónditas y umbrías fuentecillas que, ocultas entre la maleza, susurraban, perseverantes su monótona plegaria, en espera de que el caminante sediento acudiese a saciar su sed.
Otras noches caía en suerte el interesantísimo tema de antiguos tesoros encantados. De cómo y de qué forma el mortal, un conocido o pariente lejano, que, normalmente, tras una especie de revelación onírica reiterativa, se había embarcado en la aventura de probar suerte e intentar ir a por el tesoro.   Para ello debía acudir al lugar indicado en sus sueños provisto de un azadón y excavar para desenterrarlo. Todo ello no era nada fácil puesto que normalmente la promesa soñada iba acompañada de unos requisitos y condiciones sine qua non. Por ejemplo, el feliz mortal que experimentaba dicha revelación y que decidía probar fortuna e ir a descubrir el tesoro, debía actuar en el más absoluto secreto; tenía que ir, por tanto, solo, sin que nadie lo viera y a altas horas de noche. Es que todo tesoro estaba custodiado durante los siglos de su existencia por un paciente duende guardián, el que, acaso cansado de tan larga espera, había decido revelar por sueños a un humano donde se encontraba el objeto de su razón de ser para liberarse de tan pesada obligación. Pero, por lo visto, al duende le desagradaba el no ser obedecido a  raja tabla y cuando no se cumplían las condiciones que él imponía o descubría que iba a ser burlado de alguna manera, no se contentaba con que el infeliz mortal, en vez de una vasijas repletas de relucientes monedas de oro y piedras preciosas, las encontrara, sí, pero llenas de cenizas. Y esto no era lo peor, sino que rabioso ante la desilusión sufrida por la torpeza del hombre elegido, el duende se convertía en genio del mal y le formulaba terribles maldiciones que recaían sobre el desdichado mortal, que habiendo tenido la mayor fortuna al alcance de sus manos, ahora, por imprudente y desobedecer al genio, se vería sumergido en la desdicha. 
Uno de los temas que más me atraían eran aquellos en los que el patriarca de la familia, con más o menos verdad y, generalmente, siempre con un alto grado de fantasía, hacían referencia a lances amorosos juveniles, tanto propios como de familiares o amigos. 
También me entusiasmaban aquellos relatos en los que el abuelo nos contaba las peripecias que vivió durante aquel largo periodo de su vida, en que estuvo prestando servicio al Rey de España, allá en nuestras posesiones del norte de África. Nos lo describía con tanto sentimiento que que nos parecía estar viéndolo vestido de soldado con su mosquetón al hombro caminando por las montañas del Atlas o enfrentado  al enemigo en alguna de aquellas escaramuzas a las que tenía que hacer frente y a las que con tanta frecuencia recurrían los moros taimados y traicioneros. 
 En otras ocasiones nos relataba historias de lucha, pero contra las fieras salvajes, sobre todo contra los lobos, cuya presencia en tiempos no muy remotos era habitual y que con frecuencia solían atacar a los rebaños de ganado, sobre todo a las ovejas. Una feroz manada de lobos hambrientos podía resultar devastadora y muchas veces enfrentarse a ellos suponía un verdadero peligro hasta para el pastor. En estos relatos siempre salía a relucir la legendaria historia de algún noble y valiente perro guardián, de aquellos perros fieros que atendían a nombres tan sugerentes como "Atila", "Anibal", etc. De estos fieles animales, que siempre iban acompañando y vigilando su rebaño. se podría decir que formaban una unidad funcional del mismo. Lo mismo tenían la misión de defender las ovejas de las alimañas que de buscar y localizar aquella res que se descarriaba y meterle por vereda. El collar del perro guardián iba erizado de puntas aceradas con la finalidad de proteger sus yugulares de las temibles dentelladas de los lobos, y adosado a cuerpo solían llevar una especie de arnés o peto de cuero en cuyo centro sobresalía una especie de puñal, para que cuando se enfrentara al lobo y lo recibiera pecho contra pecho, herirlo y hacerle huir. De determinados perros, que merecieron quedar inmortalizados en el recuerdo, se contaban tales historias y se referían sus gestas con tal sentimiento, que que se le saltaban a uno las lágrimas.
De algunos se contaba que en una escaramuza había llegado a malherir o matar a media docena de lobos. Pero, de otros se decía que a pesar de haber salido victoriosos, había quedado tan lastimosamente heridos y maltrechos que acababan por morir en brazos del pastor, en medio de las más sentidas muestras de cariño mutuo. 
En aquellas antiguas y añoradas tertulias se daba al relato mucha importancia. Era una conversación pausada, persuasiva  y convincente que conseguía estimular el interés de todos los oyentes y mantenernos en vilo. El abuelo no tenía inconveniente en atender y aclarar pacientemente cualquier duda y ampliar toda clase de detalles. Con ello se conseguía que todos participáramos en la narración y llegáramos a sentirnos inmersos en la misma en cuerpo y alma.
Hoy día, como se vive de forma tan presurosa, el dialogo entre los miembros de la familia ha quedado sensiblemente reducido. En su lugar se han introducido una serie de artificios sin alma,  que se limitan a difundir imágenes e ideas preconcebidas, carentes de calor humano, por personas ajenas a las que, desde luego, no nos une ningún lazo afectivo o familiar. Es que hoy casi se ha olvidado que la persona humana en sus verdadero origen y por tanto esencialmente es un ser tribal.
Yo al menos, no puedo por menos que manifestar, como aún hoy, a pesar del mucho tiempo transcurrido, añoro aquellas inestimables tertulias familiares y, sobre todo, los relatos de los mayores, de los abuelos. Lamento que ahora nuestros hijos y mucho más nuestros nietos, normalmente, se vean desprovistos de tan genuina fuente de conocimiento, lo cual lo considero un deplorable retroceso cultural. Parece ser que ya no se valora en su contenido cultural, afectivo y espiritual, ni se le concede la importancia que le corresponde a los relatos de los abuelos. Es más, cuando intentamos contar alguna historia a nuestros nietos, no es raro que oigamos que incluso a nuestros hijos se les escapa el consabido latiguillo: «ya está el abuelos con sus batallitas».   


lunes, 19 de octubre de 2015

CIPO EL ENCORNADO

      Según el Diccionario de la  Lengua Española el vocablo cipo significa algo así como columna, mojón o monolito erigido por el hombre para conmemorar situaciones o hechos importantes. Es decir, un cipo venía y aun viene a constituir un documento pétreo, y por lo tanto de larga duración, mediante el cual  el hombre se propone dejar constancia perdurable de la memoria de un personaje famoso, de un suceso trascendente o de una fecha memorable. Mas hoy, como la lengua es algo vivo que evoluciona con el tiempo, a la palabra cipo se le ha asignado el significado casi exclusivo de hito o mojón, ese que se coloca en las lindes de de las fincas para marcar sus límites o aquellos que se sitúan a lo largo de los caminos o carreteras para marcar direcciones o distancias. No obstante, por la curiosidad que encierra, intento exponer las raíces etimológicas de dicho vocablo, que, como veremos, se remontan en la antigüedad hasta tiempos mitológico.
   Precisamente es Ovidio en su magistral obra "Metamórfisis", en el libro decimoquinto de la misma, donde, hablando de las prodigiosas transformaciones que según la mitología clásica pueden experimentar en su naturaleza las personas y las cosas, nos relata la historia de un ciudadano romano llamado Cipo. Y es que, justamente, es muy posible que a partir del nombre de esta persona derive el vocablo que hoy nos ocupa.
   Ovidio consideró la historia de Cipo digno de verse reflejada en su obra no solo porque éste, Cipo, fuera un antiguo y legendario rey de Roma allá en los primeros años de su fundación, sino, muy especialmente por la curiosa e inexplicable transformación física que el mencionado personaje experimentó en su organismo a lo largo de su vida.
Ocurrió, según refiere en su obra el eximio y famoso poeta latino, que en aquellos remotos tiempos un día cuando el mencionado rey, Cipo, se miró sobre una superficie plateada, quedó estupefacto. No podía creérselo: sobre su frente habían crecido unos apéndices duros, puntiagudos y al parecer de naturaleza córnea. Desde el primer momento Cipo comprendió que se trataba de algo insólito, pues, por mucho que se esforzaba, no conseguía recordar haber visto algo parecido sobre la cabeza de un semejante a lo largo de su vida. No obstante, sabía que en alguna ocasión un dios, un semidiós, un héroe o incluso una persona normal, siempre por designio divino y con una finalidad subyacente de premio o castigo, habían experimentado una profunda transformación física en su organismo. Así, seres humanos habían sido trasformados en animales, en árboles e incluso hasta en un fuente. Tales mutaciones, aunque extraordinarias y poco frecuentes, habían ocurrido ante el capricho y el irresistible poder y siempre por voluntad de los dioses. 
   Pero en su caso, por lo menos hasta aquel momento, era diferente. Él no mantenía ninguna discrepancia con los poderosos seres del Olimpo. Al menos, estos jamás le había apercibido o recriminado ni amenazado con algún castigo. En resumidas cuentas, Cipo no alcanzaba a explicarse el motivo por el cual su cabeza se había visto poblada de cuernos. Por muchas vueltas que daba al problema no encontraba una justificación divina ni humana. 
   Lo cierto era que día tras día no solo persistía sino que incluso aumentaba la extraordinaria y llamativa anomalía que había crecido sobre su cabeza.   Cipo, con la mayor vehemencia, seguía preguntándose por qué, entre todos los pobladores de Roma, había tenido que ser precisamente a él, el rey, al que le ocurriera tan extraordinaria e insólita mudanza física, de la que no alcanzaba a conocer ni su causa ni su significado y que venía a confrontar directamente con su alta responsabilidad. Sintiéndose desdichado sólo le quedó al mítico rey de Roma dirigirse a los dioses en un tono un tanto riguroso, increpándolos en los siguientes términos: «¡ Oh dioses! si este prodigio es un feliz presagio, yo deseo que lo sea en beneficio del pueblo romanos; si, por el contrario, es un mal augurio deseo que lo sea únicamente para mí».
   Y mientras esperaba que los dioses le revelaran la respuesta a su imploración, iba comprobando que su aspecto físico cada día era más y más imponente. Nos cuenta Ovidio, que Cipo, sumido en una profunda duda, como último recurso, decidió acudir a consultar con un viejo arúspice etrusco, que vivía en un apartado refugio de un reino vecino y que gozaba de cierta fama por sus muchos aciertos al interpretar y adivinar signos esotéricos.Efectivamente,  Cipo se presentó ante el adivino y descubriéndose la cabeza le suplicó que si le era posible le desentrañase el enigma que encerraba la extraña transformación que había sufrido su figura.  El augur, que, lo que se deduce de su repuesta no sabía quien era Cipo, profundamente impresionado por el singular y hasta agresivo aspecto de la testa de su interlocutor, tras recurrir a la inspiración que normalmente le proporcionaban su muy irascibles y nada bondadosos dioses,  solo acertó  a contestar: 
   —«¡Sálvate dios, oh Cipo... porque serás rey! Te ha de obedecer Roma entera después de abrirte solemnemente sus puestas. Y tu reinado será largo y tranquilo»
   Ante semejante augurio, el pobre rey encornado, tampoco se sintió muy confortado ni satisfecho, sino que, por el contrario, vio incrementado su abatimiento. En realidad ya sabía él que era rey y que hasta la fecha actual era apreciado por sus súbditos, pues siempre se había esforzado en ser justo. Pero todo eso ocurría cuando su figura era una figura normal y tenía una cabeza como la de todo el mundo. Pero ahora, cuando su aspecto había cambiado tan profundamente y se había convertido en un ser extravagante, dudaba mucho que todo siguiese igual.  Es así que Cipo volvió a Roma muy triste y deprimido y según Ovidio se lamentaba en los siguientes términos:
   —«¡Ah, cuan funesto presagio para mí! ¡Ojalá los dioses se arrepientan de su acuerdo! Preferiría estar lejos de Roma, desterrado de mi patria, solo así podría sentirme más feliz...»
   Pero como el poder de disimulo siempre ha sido una cualidad muy humana, incluso entre los reyes, Cipo siguió, como hasta entonces, ocultando a todo el mundo su alteración física y guardando su congoja para sí mismo. Primero se valía de gorros, cada vez de mayor tamaño, para ocultar los apéndices óseos que habían crecido sobre su cabeza, después, cuando ya los gorros resultaron insuficientes,  optó por portar siempre una colosal corona de ramas laurel, lo cual fue considerado por el pueblo romano como un respetable capricho real. Pero, en realidad, tampoco el mencionado artificio satisfizo al buen monarca y aquellos cuernos, sobre su real frente, sirviendo de percha a la colosal corona vegetal, seguían obsesionandole y martirizándole. Fue así que llegó un momento en que Cipo, habiendo agotado toda su paciencia, cansado de tanto disimulo y desesperado, decidió buscar una solución definitiva para acabar de una vez con tan inhumano tormento. Para ello, después de meditarlo detenidamente, decidió franquearse ante su amado pueblo, al cual convocó en la gran plaza y,  le habló de esta guisa: 
   —«Os diré, mi noble pueblo, que existe un hombre que amenaza con entrar en Roma y proclamarse rey. Ese hombre tiene cuernos en la frente. ¡Oh pueblo! ¡Oh senado! ¡No consistáis que os gobierne! ¡Que vuestro amor a Roma acabe con su vida!
   Ante semejante revelación por parte del rey, preguntó el representante del pueblo: 
   — «¿ Quién es aquel que se ha de poner donde está Cipo?»
   Acto seguido Cipo se despojo de su gran corona de laurel, dejando al descubierto ante sus súbditos su frente cubierta por ostentosos pitones y contestó: 
   — «Yo soy»
   Tras el inesperado gesto por parte de su buen rey, el pueblo a la vez que sobrecogido, se explicó la manía de Cipo de portar la gran corona de laurel, pero, sobre todo, todos comprendieron el gran suplicio que había atravesado su bien amado monarca. En medio de un profundo silencio, en la gran plaza, en un principio, solo se oyeron suspiros.
   Cipo, expectante, comprobó que su pueblo estaba compungido y que ni se reían ni le quitaban la vida, como él había esperado e incluso deseado. Entonces, conmovido, les abrió su corazón y les comunicó que en aquel momento renunciaba al poder y abdicaba. Que había decidido expatriarse e iniciar una peregrinación solitaria por la parte más desierta del mundo donde nadie pudiese contemplar su metamorfosis.
   Fue entonces cuando el portavoz de los senadores, dirigiéndose al rey hablo en nombre del pueblo en los siguientes términos: 
   « Tú eres ¡oh Cipo! el único que te estorbas para entrar en Roma, en esta tierra que tú mismo cercaste un día con el arado y un par de novillos.»
   Según nos ha trasmitido el gran poeta Ovidio, para conmemorar aquel extraordinario acontecimiento, se acordó erigir en la puerta de la ciudad, por la que debía hacer su entrada triunfante el rey redivivo, un monolito que, naturalmente representaba al rey Cipo encornado.
   He aquí, por tanto, como a partir del nombre de aquel legendario monarca, y, sobre todo, del monumento erigido en su honor, ha derivado el vocablo cipo, hito e incluso cipote. 

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jueves, 15 de octubre de 2015

AYER CUANDO AMANECÍA

   Las primeras claridades crepusculares de la mañana comenzaban a introducirse e iluminar tenuamente aquel cálido habitáculo pétreo. En su interior, sobre mullidos lechos de aromáticas hierbas dormían aquella mañana plácidamente todos los miembros de una familia cavernaria. La puerta de la gruta se encontraba disimulada, protegida con una pared de piedras y prácticamente oculta tras una bien tejida puerta de ramas vegetales. Eff, que por lo visto por este nombre atendía el que sin duda era el jefe de aquella familia, tras percibir la incipiente luz matutina que se colaba por los pequeños resquicios que dejaban las ramas, había sido el primero abrir los ojos. Acto seguido, tras desperezarse ruidosamente,  se incorporó con toda rapidez. Acaso su despertar fue efecto de la luz, o, más bien, su perfecto, exacto y siempre vigilante reloj biológico que genéticamente estaba sincronizado con los astros de su mundo natural y le mantenía constantemente informado de la evolución del día y de la noche y, por tanto, de lo que podríamos denominar la hora del día que estaba trascurriendo en cada momento. Junto a su rústico lecho depositó la tosca cobija que lo había abrigado durante la noche, consistente en una especie de amplia y gruesa manta que presentaba la particularidad de haber sido cuidadosamente tejida y elaborada a base de estopa y flexibles fibras vegetales.  
   Tras haberse levantado del lecho, lo primero que hizo aquel hombre primitivo fue envolver cuidadosamente su pies en unas piezas de suave piel de gamuza y acto seguido, sobre éstas, calzarse una especie de abarcas,  confeccionadas a medida con una fuerte y resistente piel de búfalo, las cuales afianzó a sus piernas meticulosamente atándolas con tiras de cuero. También se protegió sus partes más íntimas con un taparrabos de gamuza que afianzó a su cintura. Acto seguido echo mano a una especie de sayo que tenía colgado de una estaca en la pared de la cueva. Se trataba de una sola pieza rectangular, una sobada piel de caballo en cuyo centro presentaba un orificio por el que introdujo su cabeza. Dicha piel le cubría hasta las rodillas. Como dicha vestimenta le quedaba bastante holgura, también se la ajustó a la cintura mediante un cinturón de piel trenzada. Acto seguido se colocó al hombro una especie de alforja de cuero y tomó en su mano una larga vara de madera que era aproximadamente de su estatura y que daba la impresión de ser bastante fuerte y pesada, tal vez procedente de uno de aquellos árboles que crecían en la vaguada próxima por la que discurría un riachuelo y que seguramente eran fresnos, cuya madera es dura y resistente. Uno de los extremos de dicha especie de lanza estaba a afilada y ennegrecida. Probablemente había sido flameada para aumentar su dureza. Efectivamente se trataba nada menos que de una potente y temible arma ofensiva-defensiva. 
   Pertrechado de esta guisa el hombre se abrió paso apartando las breñas que cubrían y ocultaban la entrada de su caverna y salió a campo abierto. Ya en exterior, donde los albores del amanecer plateado iban esfumando las sombras de la noche, se respiraba un aire purísimo. En el templado interior de la caverna habían quedado los demás componente de la familia, confiados, echados sobre  sus balsámico lecho de sedosas hierbas resecas, sabiendo que Eff, el todopoderoso jefe, andaba por los alrededores y los vigilaba y los protegía.
   Eff miró atentamente el cielo donde a aquellas horas ya sólo se vislumbraban las estrellas más luminosas, contempló la línea luminosa del horizonte que ya se iba dibujando brillante sobre la cresta de las lejanas montañas de levante. Después oteó detenidamente el brumoso valle que se extendía a sus pies y con un sigilo propio de felino se fue deslizando entre los salientes rocosos e irregulares de la cornisa pétrea que coronaba su montaña. Aquel era su territorio, allí se encontraba enclavada su cueva y, por tanto, Eff conocía a la perfección todos y cada uno de los pormenores de su terruño. Hasta con los ojos cerrados era capaz de desplazarse con la mayor agilidad por todas y cada una de las innumerables veredas que los animales silvestres habían trazado sabiamente en su cotidiano deambular en busca de alimentos y que él usaba y conocía a la perfección. Mientras amanecía, Eff fue caminando sigilosamente, bordeando peligrosos desfiladeros, deslizándose sobre el filo de acantilados y explorando una por una las conocidas madrigueras de los animales con los que compartía territorio. Eff, como era habitual en él, caminaba con todos sus sentidos aguzados y en estado de máxima alerta. Su marcha era silenciosa, ágil y elástica. Podríamos decir que había aprendido a imitar perfectamente la forma de desplazarse de los animales depredadores, con los que convivía,   cuando estos exploraban el campo en busca de alguna presa.  Es que Eff, día tras día, tenía la sagrada misión de procurarse alimento para él y para su familia y aquel día acababa de iniciar su jornada de caza. Por todos los medios a su alcance procuraba pasar desapercibido, que nadie detectase su presencia, que su figura y sus movimientos quedasen  desvanecidos en aquel su entorno, que tan conocido, íntimo y familiar le era. Durante esta marcha matutina, nuestro personaje lo mismo aparecía que desaparecía entre las rocas y el matorral. Lo mismo divisábamos su silueta momentáneamente haciendo un viso transitorio sobre un desnivel, como desaparecía totalmente confundido con el paisaje.
   En este momento nuestro cazador había cesado su deambular, había quedado absolutamente inmóvil con la espalda apoyada sobre una gran roca. Sin duda permanecía en máxima expectación. Seguramente su agudísimo y entrenado  oído debía haber percibido algún estímulo extraordinario: tal vez el ligero roce de unas pisadas sobre el césped, el jadeo contenido de una respiración, el tenue chasquido que se produce al romperse alguna reseca brizna vegetales, o acaso lo que le hubiese puesto en sobreaviso  hubiese sido un ramalazo de un olor determinado y característico trasportado por la leve brisa de la mañana. Lo cierto es que Eff permaneció en esta actitud de absoluta quietud, hasta que ocurrió algo que sin duda él había presentido: el silencio y la quietud reinantes se vieron rotos. Las ramas de una floresta que se erguía verde y lustrosa frente a nuestro cazador, fueron abatidas bruscamente y sobre ellas apareció primero la ostentosa cornamenta  y  después la cabeza y el esbelto cuello de un hermoso ciervo. Sus grandes ojos,a la vez tiernos y avizores, parecían emitir una mirada recelosa.  Efectivamente aquel animal no marchaba aquel día pactando apaciblemente; su marcha era cautelosa y miraba a un lado y a otro como buscando una salida segura, como si fuera huyendo de algún peligro. Cuando avanzó y salió a campo abierto se pudo comprobar que su normalmente elegante marcha dejaba mucho que desear: caminaba renqueando y apoyaba con dificultad una de sus patas delanteras. No obstante, haciendo uso de su natural brío y destreza fue avanzando por un agreste sendero rocoso con la clara intención de coronar un pequeño altozano para ocultarse y buscar refugio en la vertiente opuesta.
 Mas, repentinamente ocurrió algo inesperado: el animal emitió un berrido atroz, tan profundo y estridente que retumbó en todos los contornos de aquel bello paisaje silvestre. Pero no quedó ahí la novedad: simultáneamente, como si hubiese sido alcanzado por un rayo, realizó una espectacular pirueta y cayó desmantelado sobre el suelo peñascoso. Clavado en su costado se podía ver un largo palo que se movía de forma acompasada  con los estertores agónicos del animal. Sin duda se trataba de la larga y puntiaguda lanza de nuestro cazador. Inmediatamente se dejó ver la figura del diestro cazador, que no era ni más ni menos que nuestro amigo Eff, el cual con toda rapidez avanzó hacía donde estaba la res caída. Ahora esgrimía en su mano derecha un puntiagudo cuchillo de pedernal. Una vez llagado a su presa solo tardó segundos en apuntillarla en la región cervical y acabar definitivamente con la vida del malhadado cérvido. 
   Tan enfrascado estaba Eff trajinando sobre la pieza cazada que no se había percatado de que tras la res que acababa de abatir había aparecido a todo correr un congénere suyo, es decir, otro ser humano. Sin duda se trataba de otro cazador solitario, que también venía armado de la misma guisa, pues portaba una lanza en ristre. Por lo gestos que hicieron uno y otro se deducía que el nuevo visitante, que por cierto se llamaba Ruff, reclamaba la pieza que acaba de ser abatida por Eff. Ruff, por lo que se pudo deducir, alegaba que él había sido el primeros en herir aquella res, a la que venía persiguiendo, y para demostrarlo mostraba una y otra vez el extremo de su lanza manchada de sangre.  En cambio Eff señalaba su lanza que aun permanecía clavada en el costado del pobre ciervo.  Tras semejante intercambio de juicios y opiniones entre ambos cazadores pareció que debieron llegar a un acuerdo y decidieron que lo mejor era colaborar. Así pues, extrajeron la lanza del cuerpo del animal muerto y asiéndolo por las extremidades probaron a sopesarlo. Tras varios intentos, debieron llagar a la conclusión de que la pieza era demasiado pesada para poder transportarla entre dos personas.
 En vista de la avenencia se separaron y asomándose cada uno a un promontorio, haciendo una especie de bocina con ambas manos, empezaron a emitir, uno tras otro, unos prolongados y cadenciosos sonidos cuyos ecos retumbaron de montaña en montaña a través de los confines de aquel bello paisaje. Tras una pausa no demasiado prolongada, como si de una retardada y renacida resonancia se tratara, empezaron a llegar hasta aquel lugar una serie de sonidos parecidos a los emitidos por nuestros cazadores y que procedían de distintos puntos periféricos. Desde ese momento quedó establecido un intercambio de señales acústicas, que sólo concluyó con la llegada progresiva de varios nuevos miembros de lo que sin duda era una comunidad de humanos primitivos. Todos y cada uno fueron contemplando la res abatida, formaron un corro en torno a la misma y tras un intercambio de gestos y muchos monosílabos debieron llegar a un acuerdo, pues todos se pusieron a la obra. Un cuestión de minutos y con gran destreza, valiéndose de ramas de árboles y usando instrumentos pétreos cortantes, fabricaron una especie de parihuela sobre la que colocaron la res muerta. Varios hombres, los más jóvenes y fornidos, la cargaron  sobre sus hombros e iniciaron la marcha. Los restantes miembros de la tribu marcharon tras ellos, gesticulando, riendo alegremente a grandes carcajadas y blandiendo sus respectivas lanzas. 
   Tras una larga caminata, ya a media mañana, cuando, por lo visto, se acercaban a su destino, todos al unísono, comenzaron a emitir una especie de cántico un tanto gutural y rumoroso, que indudablemente debía tener un carácter ritual.  Es como si dieran gracias a la naturaleza o sus dioses por la magnífica pieza conseguida. Por fin se detuvieron en una gran explanada, totalmente lisa y desprovista de vegetación, donde se erigían algunos menhires gigantescos, firmemente anclados en el suelo, que formaban parte de un círculo constituido a su vez a base de bloques pétreos algo más pequeños. Al observar aquella suntuosa terraza, rodeada de naturaleza virgen, ahora repleta de seres humanos que no cesaban de hablar, moverse y demostrar un gran alborozo, daba la sensación de que allí se estaba celebrando un gran festejo. Es más, cualquiera que lo observara desde una atalaya privilegiada no dudaría en considerar que allí, en el seno de aquella reunión de seres humanos, en el seno de aquella suntuosa y gran obra propia de la mano humana, también se respiraba un sentimiento sobrehumano, algo que enlazaba con una realidad superior y trascendente. Yo diría que experimentaría algo así como esa sensación de respeto y admiración que todos hemos vivido cuando nos adentramos por los claustros de una gran catedral.
   Los portadores colocaron ceremoniosamente la parihuela con el venado en el centro del círculo y, acto seguido, todos los componentes de la comitiva iniciaron una especie de danza en torno a la misma, saltando y haciendo diversas contorsiones a la misma vez que se iban desplazando, girando en torno al centro, siguiendo el sentido de las agujas del reloj. Todo esto sin cesar de entonar un extraño cántico. Por fin, Ruff, que al parecer era el que daba órdenes y llevaba la voz cantante, quedó quieto con el brazo derecho en alto. En ese momento todos se detuvieron expectantes. Ruff señaló hacia la pieza cazada y varios hombres, obedeciendo sus órdenes, tomaron la red  de las extremidades y la llevaron a un extremo de la explanada, y la colocaron sobre una especie de mesa de piedra que a tal fin allí existía. En otra mesa auxiliar se encontraban, perfectamente ordenados, los más diferentes útiles de pedernal necesarios para poder despiezar cualquier pieza de caza. Así allí había varias hachas, algunos triedros, cuchillos de diferentes tamaños y formas, con empuñaduras redondeadas y filos convergentes. Había diferentes tipos de lascas de sílex, con las que gracias a su talla laminar resultaba fácil desgarrar la dura piel de cualquier animal. Tampoco faltaban las rascaderas transversales cóncavas, las bifaciales y las rectas, todas ellas talladas en durísimo pedernal.  Lo cierto es que valiéndose y haciendo un uso ágil de tan excelente instrumental la intervención sobre la presa fue rapidísima. Tres hombres haciendo gala de una maestría inusitada desollaron la res en menos que canta un gallo. La valiosa piel, tras tensarla cuidadosamente, la tendieron para que se orease sobre las ramas de un matorral. Acto seguido despiezaron la pieza. Daba gusto verlos trabajar: conocían perfectamente las maniobras que debía realizar para luxar las distintas articulaciones, sabían cuales eran los puntos exactos donde debía incidir la punta o el filo del cuchillo para cortar y extraer enteros los resistentes y para ellos valiosos tendones y cómo y por donde desgarrar las fascias musculares. Una vez finalizado el despiece uno de los operarios tomó el hígado del animal y se lo entregó a Ruff, el cual, tomándolo en sus manos, respetuosamente se encaminó al centro del circulo ceremonial y allí procedió a enterrarlo mientras los demás miembros de la tribu guardaban un profundo silencio y se inclinaban rodilla en tierra como si oraran con profunda reverencia  mientras tocaban con sus manos aquella tierra donde se asentaba lo que para ellos sin duda era un altar sagrado. 
   Cuando, por fin, la ceremonia religiosa concluyó, todos hicieron corro en torno a rústica mesa de despiece. Ruff se coloco junto a la misma y fue tomando porciones de carne de la res las cuales fue entregando a ordenadamente a cada uno de los concurrentes. Cada cual tomó, sin rechistar, el lote que Ruff le ofreció y se encaminó hacia su caverna.
   Ruff fue el último en irse, pero al menos aparentemente iba demasiado cargado con su botín. Acaso, como siempre ha ocurrido, el que parte y reparte se suele llevar la mejor y mayor parte o lo más probable es que Ruff fuese nada menos que el cacique de aquella agrupación humana.  

martes, 6 de octubre de 2015

LA TORMENTA

   El cielo estaba totalmente cubierto por un inmenso velo sucio y negruzco. Por momentos tuve la impresión de  que aquella gran nube, que había llegado a atenuar de forma tan manifiesta la  luz solar, se iba aproximando más y más a nuestras cabezas. Parecía como si una inmensa  túnica  oscura se  fuese desprendiendo a grandes jirones desde las alturas y fuese cayendo sobre nosotros y sobre nuestro entorno, Aunque ninguno de los componentes de la comitiva comentase nada, todos caminábamos presurosos y expectantes mirando con cierto recelo aquel cielo que en pocos minutos había cambiado tan profundamente su aspecto. Llegó un momento en que comprobé que aquellas nubes oscuras se apoyaban directamente en tierra y  nos habían envuelto totalmente. Pronto tuvimos la sensación de ir caminando a través una especie de túnel de niebla densa y húmeda.  Aunque conocíamos a la perfección nuestra ruta, para no terminar desorientados, de vez en cuando nos veíamos obligados a detenernos para confirmar nuestra situación,  identificando de las características puntuales de la vereda por la por la que avanzábamos que, afortunadamente, nos eran conocidas de antemano y que teníamos perfectamente grabadas en la memoria. Más que que luz nos alumbraba una tímida penumbra que con dificultad conseguía filtrarse a través los espesos nubarrones. Hasta el aire que respirábamos debía estar tan cargado de vapor de agua que en cada inspiración que hacía experimentábamos la sensación de recibir una ducha fría a lo largo de los trayectos bronquiales.
   A lo largo de mis años, yo, que habitaba en una casa de campo y estaba acostumbrado a vivir en contacto íntimo con la Naturaleza, había vivido muchas tempestades, pero nunca me había visto marchando por el seno de una nube tan densa. Aunque he de admitir que siempre había experimentado cierto placer al contemplar el       desarrollo de una tormenta en campo abierto, aquel día, tal vez por la rapidez con que se instauró y lo imprevisto de semejante meteoro, a pesar de que no dejaba de comprender que se trataba de un fenómeno meteorológico natural, me sentía un tanto sobrecogido. No obstante, en mi fuero interno me repetía que en realidad se trataba de un fenómeno necesario y bienhechor y que de alguna forma también venia a demostrar la grandiosidad, el misterio y la belleza de la Naturaleza. Yo siempre las había vivido confiado, sin temor, incluso disfrutando durante su desarrollo. Pero ésta, la que intento relatar, que nos había sorprendido de forma imprevista durante una larga caminata por un camino tortuoso que discurría a través de una montaña, me resultó muy especial.
   Los excursionistas éramos tres compañeros y en aquellas circunstancias caminábamos a toda prisa, uno tras otro, en fila india, atentos al piso del camino y sin pronunciar palabra. A mí me llamó la atención el gran silencio que reinaba en el ambiente. Todo parecía estático, hasta la niebla que nos envolvía estaba quieta y no se notaba la más leve brisa y solo se escuchaba ruido el sordo y acompasado sonido de nuestras pisadas sobre el piso de la vereda. Tuve la sensación de que el mundo hubiese contenido la respiración y la convicción íntima de que se avecinaba algo extraordinario. Efectivamente, bruscamente, mi presentimiento se hizo realidad: una luz intensa y fulgurante penetró a través de la niebla e iluminó repetidamente nuestra senda y todo el contorno con destellos sucesivos; a la misma vez, sobre nuestras cabezas sonó un estruendo imponente, como si se estuviese desplomando la cúpula del mundo. Todos percibimos un  intenso olor a ozono. Tanto los relámpagos como los truenos se sucedieron sin descanso durante un tiempo indeterminado, al cabo del cual y también bruscamente, como si se hubiesen abierto las compuertas de una gran presa en el cielo, comenzó a llover de forma torrencial. Pronto nuestra vereda se vio a trechos anegada y cuando no convertida en un torrente de agua cenagosa. Pronto se fue haciendo cada vez más  penosa la marcha, hasta el extremo que optamos por abandonar la vereda y, en vista de la intensidad de la lluvia, decidimos ponernos a salvo de un posible torrente que pudiese arrastrarnos. A la luz de los relámpagos buscamos, y por fin localizamos, un altozano pétreo, el cual, agarrándonos con pies y manos, conseguimos escalar y allí nos aposentamos resignados y expectantes bajo la lluvia, mientras soportábamos la mayor ducha de nuestra vida.

   Transcurrido un periodo psicológicamente prolongado de tiempo, durante el cual el cielo descargó sobre nuestras personas un auténtico diluvio,  la frecuencia de los rayos se fue espaciando, los truenos fueron disminuyendo tanto en intensidad como en frecuencia, se levantó una ligera brisa que  poco a poco fue arrastrando la niebla y, finalmente, la lluvia, tras varios cambios de intensidad, que nosotros bien que pudimos comprobar sobre nuestra piel, cesó totalmente. Sólo quedó un olor intenso a tierra mojada y el ruido de las torrenteras de agua cenagosa que corrían tumultuosas hacia las vaguadas. Pero, pronto cambió toda la fisionomía del maravilloso entorno de la sierra: los verdes pinos,antes difuminados entre la niebla y que habían recibido aquella abundante ducha de agua cristalina,  ahora se veían  mas brillantes y lustrosos, los pájaros que durante la tormenta había permanecido ocultos,inmóviles y callados, refugiados en algún recoveco de las rocas o del tronco de algún árbol, comenzaron a revolotear de rama en rama y hasta emitir alegres trinos como dando gracias  a la naturaleza por haberles devuelto de nuevo su maravilloso hábitat.
   Con ciertas dificultades a causa de la humedad y el barro que se producía sobre la tierra que íbamos pisando, esquivando los torrentes que aun seguían discurriendo sierra abajo, continuamos nuestra marcha, mientras comentábamos con entusiasmo el inolvidables y extraordinario espectáculo que nos había ofrecido la madre y sabia naturaleza.

lunes, 21 de septiembre de 2015

VER AMANECER

 Con escasa frecuencia —acaso contadas veces a lo largo de la vida— disponemos de tiempo y, sobre todo, de la templanza de espíritu necesaria para poder llegar a sentirnos totalmente libres y ajenos a toda clase de limitaciones. Solo entonces, cuando nos encontramos en esas circunstancias excepcionales, gozando de un total y verdadero sosiego anímico, podemos encontrarnos íntima y totalmente compenetrados con la Naturaleza, de la que, indudablemente y por derecho propio, formamos parte como seres humanos. Y sólo entonce, cuando conseguimos identificarnos y palpitar al unísono con la Naturaleza,   conseguimos percibir y vivir íntegramente y desde muy adentro la belleza de los grandes y portentosos fenómenos que día tras día ésta nos ofrece.
Es lo que nos puede suceder, por ejemplo, durante la contemplación de un amanecer, cuando percibimos la luz del alaba que, cada vez más intensa, se va extendiendo sobre la faz de la tierra y, poco a poco, y bajo tonos cromáticos múltiples y siempre maravillosos, va transformando la imagen del el mundo que nos rodea. O durante un tranquilo crepúsculo vespertino, cuando el sol se va ocultando tras el lejano horizonte y nosotros extasiados notamos como simultáneamente el alma se expande por maravillosos y soñadores espacios ocultos a la vista.
Y es que la Naturaleza es esencialmente bella en todas y cada una de sus manifestaciones.
Contemplar el sublime y grandioso espectáculo que no ofrece el cielo estrellado en la noche, supera con creces cualquier decorado, por suntuoso que la mente humana pueda imaginarse. Cada uno de los incontables astros que gravitan y lucen sobre nuestra cabeza, flotando milagrosamente en un espacio infinito, y que resplandecen, brillan y palpitan cada uno con un carácter propio, pero que a su vez todos lo hacen como consecuencia de ese fuego común, milagroso y eterno que anima todos los seres de la Creación. 
Incluso, cuando vamos caminando por el campo, al mirar al margen de la vereda, puede que, si nos detenemos a analizar con detenimiento lo que se ofrece a nuestra vista, nos percatemos de un espectáculo subyugador por su perfección y belleza. Así, por ejemplo, una pequeña y preciosa mariposa multicolor que hace equilibrio sobre los frágiles estambres de una florecilla silvestre, mientras absorbe su dulce néctar e impregna su abdomen con el polen fertilizante.     

                                             

sábado, 12 de septiembre de 2015

EL CAMINANTE SOLITARIO

   Caminar a campo través, sin más destino que el contacto con la Naturaleza, aupado únicamente por la sana e inquietante ilusión de ver y analizar un nuevo paisaje, constituye una de las actividades recreativa más completas, satisfactorias y formativas que puede practicar la persona humana. Para el caminante solitario, el amplio mundo que nos rodea constituye una red infinita de posibles senderos a cada cual más atractivo y tentador. Sin la menor duda, el incansable caminante cada día que se adentra por una ruta, en realidad lo que hace es comenzar la lectura de una página nueva y excitante de ese siempre nuevo e inacabable  libro que en sí es la Naturaleza.  Solo el caminante avezado, aquel que ha conseguido compenetrarse íntimamente con el mundo que le rodea, goza del bienaventurado privilegio de percibirlo con los ojos del ama y, por tanto, captar su esencia. Y es que esa maravillosa facultad anímica que hace que el hombre llegue a ser capaz de captar la belleza del mundo, se despierta solo cuando se siente verdadero amor por la Naturaleza.
Viene a ser algo así como si gozasen y caminasen provistos de unos enigmáticos y prodigiosos ojos, que en realidad existen en lo más profundo de nuestro ser humano, con los cuales, cuando se consigue abrirlos al mundo que nos rodea, se alcanza a ver y leer con cierta claridad en ese libro libro inmenso, prodigioso y sabio que en esencia es la Naturaleza en general..
   En cada curva del camino, en cada recodo, en cualquier dirección a la que dirijamos la mirada e incluso en cada instante, se nos ofrecerá una panorámica evolutiva, viva y diferente, siempre bella, atractiva y siempre sumamente interesante. Es que, indudablemente, todo paisaje natural irradia una misteriosa aureola de sublimidad propia y fruto de su divinidad creativa. Ello se aprecia en todos y cada uno de los seres que constituyen la Naturaleza, desde la pequeña florecilla, que humilde se abre a la vera del camino, como en la silueta de la tenebrosa montaña que se alza imponente allá en lejano horizonte.
  Es lógico que el caminante solitario, el vocacional, aquel que ha conseguido comunicarse con el espíritu de la Naturaleza, marche por el mundo como embriagado, sumergido en una especie de éxtasis ante la contemplación con los ojos del alma la belleza sublime de todos y cada uno de los seres de la Naturaleza. Desde la maravillosa perfección del organismo del más pequeño e insignificante insecto de vuela incansable de flor en flor, hasta la imagen añosa y deteriorada del árbol sin vida, cuya silueta aún lucha contra las acometidas del viento y demás inclemencias climáticas, Todo, ante los ojos del buen observador, presenta su encanto, su atractivo y sobre todo su aureola de belleza profunda e indescriptible.
   Y es que la Creación tanto si es analizada ser a ser  o en su totalidad se puede comprobar que es armónica, perfecta y, por tanto, bella. Nosotros, los humanos, como parte integrante de la misma, no podemos por menos que ser capaces de llegar a comprender y participar de alguna forma en su grandeza. Uno de los medios de que disponemos para dicha compenetración con la Naturaleza es a través del uso de nuestros sentidos físicos que coordinados, sincronizado y estimulados  por  la voluntad, es decir, usando directamente los los ojos del alma, podemos llegar a ser capaces de ver y leer con profunda autenticidad, la esencia y, por tanto, la belleza en todos y cada uno de sus matices de los seres del mundo que nos rodea. Es lo que empuja, alienta y subyuga al empedernido caminante solitario..                                                                

sábado, 5 de septiembre de 2015

CREPÚSCULO VESPERTINO

  Es una tarde serena de finales del mes de agosto. Camino distraído a campo través, y miro al suelo que piso con cierto grado de pesadumbre: las pequeñas plantas ya se ven  agostadas y resecas. Yo pienso que en realidad parece que se debaten  entre la vida y la muerte. No cabe duda  que esperan con la mayor ansiedad las primeras lluvias estacionales para poder sobrevivir. No obstante, ante el más mínimo roce con mis zapatos, magnánimas, me obsequian con sus aromáticos efluvios.  
   Es que este año el verano, además ser excesivamente caluroso, se está prolongando demasiado. Dicen que tal vez sea consecuencia del tan cacareado "cambio climático". Lo cierto es que a estas alturas, tras un verano más caluroso de lo normal, aun no ha caído una gota y la desértica tierra que voy pisando cruje y se quebranta como si se quejase  por la falta de humedad.
  Cuando la tarde ya va bastante avanzada consigo alcanzar un altozano rocoso y allí, aposentado en su punto más alto, puedo contemplar una gran extensión de este terreno sumamente árido, pero que no por eso deja de presentar un atractivo y una belleza especial.
  Aquí, sentado sobre una roca, en medio de un gran silencio, respirando un aire inmaculado y bajo un cielo azul inmenso no puedo resistir la tentación de abstraerme en la contemplación de un maravilloso crepúsculo vespertino.
  Los encantadores matices que se van sucediendo durante esta tarde estival resultan inenarrables. Puedo apreciar que lentamente, pero a un paso seguro y perfectamente cronometrado, como ocurren todos los fenómenos en el universo, esta tarde, en que el sol ha terminado por sumergirse y ocultarse tras la línea del horizonte, aun se percibe allá, sobre una amplia zona de la cresta de la lejana cordillera una especie lecho incandescente por donde acaba de irse  hoy el astro del día. Ha dejado tras sí una especie de aureola ígnea y brillante  que emite luminosas irradiaciones, perfectamente armonizadas y teñidas por todos y cada uno de los colores del espectro solar. En este momento todo  mi entorno, así como el gran paisaje que puedo contemplar parece estático, inmóvil, como si perteneciera a un maravilloso mundo encantado. Yo me siento envuelto por una atmósfera mágica. Ante la grandeza del espectáculo sólo puedo quedarme  anonadado y muy quieto. No me atrevo a mover un músculo de mi cuerpo, mientras insaciable quiero captar y guardar tan maravilla exhibición de belleza en lo más profundo de mi alma. Para ello, instintivamente aguzo todos mis sentidos. Es como si automáticamente se abrieran todos los sensores físicos y espirituales con que la naturaleza ha dotado a mi  humilde e insignificante persona, escondida en este inmenso paraje, para que pueda disfrutar de los incontables prodigios que continuamente se suceden en el maravilloso mundo que en este momento me envuelve.

sábado, 29 de agosto de 2015

SER Y SENTIRSE MUNDO

Carta estelar
¿Hasta qué punto somos conscientes los hombres de que somos universo? Muchas veces me he hecho esta pregunta y por convicción propia puedo asegurar que rara vez en mi vida me he parado a considerar un hecho evidente: que nosotros los hombres, la humanidad, lo mismo que todos los seres existentes, tanto terrestres como extraterrestres, tanto vivos como inertes, en el fondo y en esencia, constituimos una unidad y esa unidad no es ni más ni menos que el universo. Nada más que el hombre, posiblemente el único ser vivo dotado de un alto grado de poder intelectivo y de consciencia y, por tanto, con determinada capacidad analítica y deductiva, presumiendo de su supuesta superioridad sobre los demás seres, erróneamente, no suele sentirse mundo, universo.  Y sin embargo, es evidente que aunque sólo representemos una partícula insignificante en comparación inmensidad prácticamente infinita del universo —o tal vez de los universos—, los hombres, al menos mientras existamos, es decir, hoy por hoy, constituimos una parte, aunque ínfima, de dicho universo, por lo que, como miembros del mismo, y por tanto por derecho propio, tenemos que admitir que somos universo. Otra cosa es que en la práctica, normalmente, nos sintamos como tal.
En realidad sabemos que nos encontramos aquí, asentados sobre esta minúscula partícula del universo que llamamos Tierra, de la cual nos consta que gira sin descanso sobre su eje y se traslada a una velocidad asombrosa alrededor de su estrella, a la que llamamos Sol. También parece haberse demostrado que nuestro planeta, lo mismo que los demás astros que constituyen nuestro universo, experimentan un continuo movimiento de expansión, como si se alejara de un centro único o posible punto  original de todos los componentes astrales de nuestro universo y marcharan sin cesar en el espacio y en el tiempo hacia un infinito incierto.
 Así se ve la Tierra a una distancia de 6.000 km.


No obstante, nosotros los humanos, como hemos dicho posiblemente los únicos seres vivos dotados de conciencia y tal vez debido a ello, sentimos en nuestro interior un cierto complejo de superioridad y nos consideramos dueños de todo cuanto nos rodea en nuestro pequeño mundo llamado planeta Tierra. Estamos convencidos de que somos dueños y señores de todo cuanto existe sobre la faz de la misma. Tanto es así que prácticamente presumimos de haber dominado a todos los demás seres vivos que existe a nuestro alrededor: y es cierto. Prueba de ello es que, abusando de nuestra superioridad, hemos conseguido extinguir algunas especies de animales y plantas.  Es más, también disponemos hoy de medios para acabar con nuestra propia especie, la humana; e incluso,  para eliminar la vida sobre la Tierra.
No sería malo que el hombre, en todo momento, se sintiese lo que en verdad es: mundo, una pequeñísima, microscópica e insignificante parte del mundo. Entonces,  cuando su mirada se perdiese en el lejano horizonte o en la inmensidad del cielo estrellado, tal vez se sintiese menos ufano, menos prepotente y bastante más humilde.

sábado, 22 de agosto de 2015

EL VIEJO CORTIJO ABANDONADO

EL VIEJO CORTIJO ABANDONADO



Cortijo abandonado
Siempre me había llamado la atención aquella vieja construcción. Por su aspecto debía estar abandonada desde hacía mucho tiempo. Tanto sus ventanas como la puerta principal siempre las había visto
herméticamente cerradas. Además, todos sus contornos estaban colonizados por una abundante vegetación silvestre de tipo herbáceo y arbustivo, constituida a base de especies propias del lugar que, sin duda, año tras año había ido ocupando el terreno, creciendo y muriendo sin que la mano humana hubiera limpiado y controlado semejante invasión. El resultado era que en torno al cortijo se había formado una verdadera jungla de plantas que, entrelazadas unas con otras, constituían una verdadera maraña espinosa difícil de franquear. Yo, que soy un entusiasta amante de la naturaleza, y que suelo realizar frecuentes excursiones por rutas alternativas o a campo través, solía pasar por las inmediaciones de aquella finca con relativa frecuencia y más de una vez me había detenido en un determinado collado desde el cual se le podía contemplar perfectamente la mencionada finca. Allí, cerrando los ojos, muchas veces me la había imaginado con sus muros blanqueados —que hoy estaban sucios y desconchados—, con sus ventanas y la entrada adornada con macetas floridas; también, mentalmente, había visto una familia que bullía en su contorno y se afanaba cuidando los animales domésticos, regando las plantas; también me imaginaba niños corriendo y jugando, gallinas cloqueando y picoteando la hierba, palomas arrullándose y revolando sobre el tejado, perros echados junto a la puerta aparentemente adormilados, pero avizores...En fin, me resultaba fácil cerrar los ojos e imaginar aquel cortijo con la efervescencia normal, que, sin duda, algún día lejano debió gozar. Tenía el propósito de algún día merodear por las inmediaciones de la finca para explorarla con mayor detenimiento e intentar descubrir vestigios o signos de esa vida campestre que yo tan vivamente imaginaba. 
Una mañana, cuando apenas había despuntado el alba, encontrándome yo sentado en un altozano y  mientras contemplaba extasiado el maravilloso concierto de luces y colores que armónicamente se compaginan en un claro amanecer, me pareció percibir una especie de nubecilla que se contorneaba sobre la caperuza de la chimenea del viejo cortijo. En un principio creí que se trataba de eso, de un pequeño cúmulo de niebla que llevado por la suave brisa matutina, había quedado aposentado junto a la chimenea. Pero después, cuando lo observé más atentamente, llegué a la conclusión de que no era niebla, de que, en realidad, se trataba de humo y que éste indudablemente salía a ráfagas por los oscuros orificios de la vieja caperuza de la chimenea del abandonado cortijo. Naturalmente, este hecho me resultó raro y hasta un tanto inexplicable, pues siempre había estado seguro de que aquel cortijo estaba deshabitado. Lógicamente me pregunté: ¿Cómo era posible que saliera humo de aquella chimenea? ¿Quién había encendido el hogar de aquel cortijo que se encontraba deshabitado y prácticamente en ruinas? Entre mis hipótesis incluso llegué a pensar que pudiera tratarse un fuego espontáneo que, por alguna causa desconocida, se hubiese iniciado en el interior del inmueble y —lo que era más grave—,  que dicho fuego pudiese extenderse y afectar a la gran estructura del edificio y acabase destruyéndolo.
La vieja puerta
Tanto me preocupó dicho fenómeno que me dirigí hacia la finca y como buenamente pude fui atravesando la maleza hasta que conseguí llegar a vieja puerta de la casa. Entonces pude comprobar de cerca el alto grado de deterioro que en general presentaba toda la edificación. La fachada presentaba grandes desconchones, trozos enteros del revestimiento se había desprendido y, sobre todo, la puerta principal, ante la que yo me encontraba, mostraba un alto grado de deterioro. Desde todos los puntos de vista se notaba la falta de cuidados y, sobre todo, los efectos deletéreos del paso del tiempo. Como la puerta estaba cerrada y yo estaba convencido de que el humo tenia que proceder de una hoguera del interior de la finca y de que dicha lumbre, lo más probable es que la hubiese encendido alguien que se encontrase también en el interior de la casa, decidí llamar. Primero toqué con los nudillos repetidamente sobre los viejos tablones de la puerta. Como no me contestó nadie, golpeé con mayor fuerza con la palma de la mano y como tampoco me obtenía respuesta, lo hice con una piedra que cogí del suelo, produciendo entonces unos ruidos que semejaban tiros de pistola. Pero, nada: ni contestaba el supuesto habitante, ni salía ninguna persona a abrir la puerta para ver quien llamaba de forma tan contundente. En vista del fracaso de mi intentona, y bastante extrañado, cuando ya había decidido desistir y alejarme de allí, ante la posibilidad de un fuego destructor, opté, como última opción, por dar un fuerte empujón en una de las banderas de la puerta. Y, aquello sí que surtió efecto: ante mi sorpresa la puerta cedió y se abrió lo suficiente para permitirme la entrada. Tras meditarlo despacio, me fui adentrando con la mayor cautela y penetré en una especie de amplio zaguán, gritando: ¡eh de la casa, quién vive! ¿se puede?. Así penetré hasta situarme en el dintel de otra puerta que comunicaba la habitación de entrada con un amplio salón. Mi sorpresa fue mayúscula cuando vislumbre al fondo de aquella gran sala no solo el resplandor de la llameante hoguera que iba buscando y que ardía en el centro de una gran chimenea, sino también la silueta de un hombre que estaba tranquilamente sentado sobre un sillón a la vera del fuego. Fue entonces cuando tuve completa conciencia de la impertinente osadía que había cometido y no me quedó otra alternativa que intentar justificarme ante aquel hombre.
La hoguera
—Buen hombre, perdóneme usted -dije-. Como he visto que salía humo del cortijo, temiendo que pudiese tratarse de un fuego...
Pero no me dejó continuar, en aquel momento — en el que por lo visto se percató de mi presencia —el hombre se incorporó un tanto sobresaltado y se dirigió hacia mí, a la misma vez que se llevaba ambas manos a los oídos. Enseguida comprendí que aquel gesto quería darme a entender que su grado de audición era bastante limitado. Entonces, forzando mi voz cuanto pude y ayudándome de gestos complementarios conseguí comunicarle el porqué había allanado su insólita morada.
—No se preocupe usted —me contestó—. Su acto de solidaridad es digno de elogio y no tiene usted que justificarse: yo hubiera hecho lo mismo. Puede usted contar con mi agradecimiento. Efectivamente podía haberse tratado de un peligroso fuego que amenazase con acabar con éste mi viejo y para mí querido cortijo. Puede usted considerarse en su casa. Yo soy el dueño de esta humilde y abandonada finca a la que profeso un cariño especial y de la que guardo los más entrañables recuerdos. Aquí nací yo, aquí nació mi padre y aquí viví los años más felices de mi vida en unión mis queridos abuelos. Después de muchos años he vuelto a mi vieja casa llevado por una añoranza cultivada durante casi toda mi vida y para encontrarme con mis raíces y, con toda sinceridad, siento necesidad de comunicar a todo el mundo que me siento feliz.
A todo esto me acompañó hasta la salida y tras despedirnos, cuando yo iniciaba mi marcha dificultosa a través de los matojo, me llamó y me dijo:
— No, por favor, venga usted por aquí. Este camino resulta más asequible.