sábado, 12 de septiembre de 2015

EL CAMINANTE SOLITARIO

   Caminar a campo través, sin más destino que el contacto con la Naturaleza, aupado únicamente por la sana e inquietante ilusión de ver y analizar un nuevo paisaje, constituye una de las actividades recreativa más completas, satisfactorias y formativas que puede practicar la persona humana. Para el caminante solitario, el amplio mundo que nos rodea constituye una red infinita de posibles senderos a cada cual más atractivo y tentador. Sin la menor duda, el incansable caminante cada día que se adentra por una ruta, en realidad lo que hace es comenzar la lectura de una página nueva y excitante de ese siempre nuevo e inacabable  libro que en sí es la Naturaleza.  Solo el caminante avezado, aquel que ha conseguido compenetrarse íntimamente con el mundo que le rodea, goza del bienaventurado privilegio de percibirlo con los ojos del ama y, por tanto, captar su esencia. Y es que esa maravillosa facultad anímica que hace que el hombre llegue a ser capaz de captar la belleza del mundo, se despierta solo cuando se siente verdadero amor por la Naturaleza.
Viene a ser algo así como si gozasen y caminasen provistos de unos enigmáticos y prodigiosos ojos, que en realidad existen en lo más profundo de nuestro ser humano, con los cuales, cuando se consigue abrirlos al mundo que nos rodea, se alcanza a ver y leer con cierta claridad en ese libro libro inmenso, prodigioso y sabio que en esencia es la Naturaleza en general..
   En cada curva del camino, en cada recodo, en cualquier dirección a la que dirijamos la mirada e incluso en cada instante, se nos ofrecerá una panorámica evolutiva, viva y diferente, siempre bella, atractiva y siempre sumamente interesante. Es que, indudablemente, todo paisaje natural irradia una misteriosa aureola de sublimidad propia y fruto de su divinidad creativa. Ello se aprecia en todos y cada uno de los seres que constituyen la Naturaleza, desde la pequeña florecilla, que humilde se abre a la vera del camino, como en la silueta de la tenebrosa montaña que se alza imponente allá en lejano horizonte.
  Es lógico que el caminante solitario, el vocacional, aquel que ha conseguido comunicarse con el espíritu de la Naturaleza, marche por el mundo como embriagado, sumergido en una especie de éxtasis ante la contemplación con los ojos del alma la belleza sublime de todos y cada uno de los seres de la Naturaleza. Desde la maravillosa perfección del organismo del más pequeño e insignificante insecto de vuela incansable de flor en flor, hasta la imagen añosa y deteriorada del árbol sin vida, cuya silueta aún lucha contra las acometidas del viento y demás inclemencias climáticas, Todo, ante los ojos del buen observador, presenta su encanto, su atractivo y sobre todo su aureola de belleza profunda e indescriptible.
   Y es que la Creación tanto si es analizada ser a ser  o en su totalidad se puede comprobar que es armónica, perfecta y, por tanto, bella. Nosotros, los humanos, como parte integrante de la misma, no podemos por menos que ser capaces de llegar a comprender y participar de alguna forma en su grandeza. Uno de los medios de que disponemos para dicha compenetración con la Naturaleza es a través del uso de nuestros sentidos físicos que coordinados, sincronizado y estimulados  por  la voluntad, es decir, usando directamente los los ojos del alma, podemos llegar a ser capaces de ver y leer con profunda autenticidad, la esencia y, por tanto, la belleza en todos y cada uno de sus matices de los seres del mundo que nos rodea. Es lo que empuja, alienta y subyuga al empedernido caminante solitario..                                                                

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