sábado, 22 de agosto de 2015

EL VIEJO CORTIJO ABANDONADO

EL VIEJO CORTIJO ABANDONADO



Cortijo abandonado
Siempre me había llamado la atención aquella vieja construcción. Por su aspecto debía estar abandonada desde hacía mucho tiempo. Tanto sus ventanas como la puerta principal siempre las había visto
herméticamente cerradas. Además, todos sus contornos estaban colonizados por una abundante vegetación silvestre de tipo herbáceo y arbustivo, constituida a base de especies propias del lugar que, sin duda, año tras año había ido ocupando el terreno, creciendo y muriendo sin que la mano humana hubiera limpiado y controlado semejante invasión. El resultado era que en torno al cortijo se había formado una verdadera jungla de plantas que, entrelazadas unas con otras, constituían una verdadera maraña espinosa difícil de franquear. Yo, que soy un entusiasta amante de la naturaleza, y que suelo realizar frecuentes excursiones por rutas alternativas o a campo través, solía pasar por las inmediaciones de aquella finca con relativa frecuencia y más de una vez me había detenido en un determinado collado desde el cual se le podía contemplar perfectamente la mencionada finca. Allí, cerrando los ojos, muchas veces me la había imaginado con sus muros blanqueados —que hoy estaban sucios y desconchados—, con sus ventanas y la entrada adornada con macetas floridas; también, mentalmente, había visto una familia que bullía en su contorno y se afanaba cuidando los animales domésticos, regando las plantas; también me imaginaba niños corriendo y jugando, gallinas cloqueando y picoteando la hierba, palomas arrullándose y revolando sobre el tejado, perros echados junto a la puerta aparentemente adormilados, pero avizores...En fin, me resultaba fácil cerrar los ojos e imaginar aquel cortijo con la efervescencia normal, que, sin duda, algún día lejano debió gozar. Tenía el propósito de algún día merodear por las inmediaciones de la finca para explorarla con mayor detenimiento e intentar descubrir vestigios o signos de esa vida campestre que yo tan vivamente imaginaba. 
Una mañana, cuando apenas había despuntado el alba, encontrándome yo sentado en un altozano y  mientras contemplaba extasiado el maravilloso concierto de luces y colores que armónicamente se compaginan en un claro amanecer, me pareció percibir una especie de nubecilla que se contorneaba sobre la caperuza de la chimenea del viejo cortijo. En un principio creí que se trataba de eso, de un pequeño cúmulo de niebla que llevado por la suave brisa matutina, había quedado aposentado junto a la chimenea. Pero después, cuando lo observé más atentamente, llegué a la conclusión de que no era niebla, de que, en realidad, se trataba de humo y que éste indudablemente salía a ráfagas por los oscuros orificios de la vieja caperuza de la chimenea del abandonado cortijo. Naturalmente, este hecho me resultó raro y hasta un tanto inexplicable, pues siempre había estado seguro de que aquel cortijo estaba deshabitado. Lógicamente me pregunté: ¿Cómo era posible que saliera humo de aquella chimenea? ¿Quién había encendido el hogar de aquel cortijo que se encontraba deshabitado y prácticamente en ruinas? Entre mis hipótesis incluso llegué a pensar que pudiera tratarse un fuego espontáneo que, por alguna causa desconocida, se hubiese iniciado en el interior del inmueble y —lo que era más grave—,  que dicho fuego pudiese extenderse y afectar a la gran estructura del edificio y acabase destruyéndolo.
La vieja puerta
Tanto me preocupó dicho fenómeno que me dirigí hacia la finca y como buenamente pude fui atravesando la maleza hasta que conseguí llegar a vieja puerta de la casa. Entonces pude comprobar de cerca el alto grado de deterioro que en general presentaba toda la edificación. La fachada presentaba grandes desconchones, trozos enteros del revestimiento se había desprendido y, sobre todo, la puerta principal, ante la que yo me encontraba, mostraba un alto grado de deterioro. Desde todos los puntos de vista se notaba la falta de cuidados y, sobre todo, los efectos deletéreos del paso del tiempo. Como la puerta estaba cerrada y yo estaba convencido de que el humo tenia que proceder de una hoguera del interior de la finca y de que dicha lumbre, lo más probable es que la hubiese encendido alguien que se encontrase también en el interior de la casa, decidí llamar. Primero toqué con los nudillos repetidamente sobre los viejos tablones de la puerta. Como no me contestó nadie, golpeé con mayor fuerza con la palma de la mano y como tampoco me obtenía respuesta, lo hice con una piedra que cogí del suelo, produciendo entonces unos ruidos que semejaban tiros de pistola. Pero, nada: ni contestaba el supuesto habitante, ni salía ninguna persona a abrir la puerta para ver quien llamaba de forma tan contundente. En vista del fracaso de mi intentona, y bastante extrañado, cuando ya había decidido desistir y alejarme de allí, ante la posibilidad de un fuego destructor, opté, como última opción, por dar un fuerte empujón en una de las banderas de la puerta. Y, aquello sí que surtió efecto: ante mi sorpresa la puerta cedió y se abrió lo suficiente para permitirme la entrada. Tras meditarlo despacio, me fui adentrando con la mayor cautela y penetré en una especie de amplio zaguán, gritando: ¡eh de la casa, quién vive! ¿se puede?. Así penetré hasta situarme en el dintel de otra puerta que comunicaba la habitación de entrada con un amplio salón. Mi sorpresa fue mayúscula cuando vislumbre al fondo de aquella gran sala no solo el resplandor de la llameante hoguera que iba buscando y que ardía en el centro de una gran chimenea, sino también la silueta de un hombre que estaba tranquilamente sentado sobre un sillón a la vera del fuego. Fue entonces cuando tuve completa conciencia de la impertinente osadía que había cometido y no me quedó otra alternativa que intentar justificarme ante aquel hombre.
La hoguera
—Buen hombre, perdóneme usted -dije-. Como he visto que salía humo del cortijo, temiendo que pudiese tratarse de un fuego...
Pero no me dejó continuar, en aquel momento — en el que por lo visto se percató de mi presencia —el hombre se incorporó un tanto sobresaltado y se dirigió hacia mí, a la misma vez que se llevaba ambas manos a los oídos. Enseguida comprendí que aquel gesto quería darme a entender que su grado de audición era bastante limitado. Entonces, forzando mi voz cuanto pude y ayudándome de gestos complementarios conseguí comunicarle el porqué había allanado su insólita morada.
—No se preocupe usted —me contestó—. Su acto de solidaridad es digno de elogio y no tiene usted que justificarse: yo hubiera hecho lo mismo. Puede usted contar con mi agradecimiento. Efectivamente podía haberse tratado de un peligroso fuego que amenazase con acabar con éste mi viejo y para mí querido cortijo. Puede usted considerarse en su casa. Yo soy el dueño de esta humilde y abandonada finca a la que profeso un cariño especial y de la que guardo los más entrañables recuerdos. Aquí nací yo, aquí nació mi padre y aquí viví los años más felices de mi vida en unión mis queridos abuelos. Después de muchos años he vuelto a mi vieja casa llevado por una añoranza cultivada durante casi toda mi vida y para encontrarme con mis raíces y, con toda sinceridad, siento necesidad de comunicar a todo el mundo que me siento feliz.
A todo esto me acompañó hasta la salida y tras despedirnos, cuando yo iniciaba mi marcha dificultosa a través de los matojo, me llamó y me dijo:
— No, por favor, venga usted por aquí. Este camino resulta más asequible.

Gran zarzalón
Me condujo por una vereda que se internaba entre encinas y matorrales, pero cuyo piso, seguramente por su uso frecuente del ganado, estaba más despejado. Al pasar ante un gran zarzalón que cubría todo un desnivel, señalándolo con la mano, me dijo:
— ¿Ve usted esa zarza-mora tan fértil y frondosa? Pues, su verdor y el gran vigor que muestra se debe a que encierra en su seno un pequeño venero de agua. Recuerdo perfectamente que aquí, junto a la fuentecilla que hay bajo esa maraña de zarzas, es donde jugábamos mis primos y yo cuando éramos niños. Otro día, si tiene usted paciencia para escuchar relatos de viejo, le contaré una pequeña, pero para mí entrañable historia relacionada con esta finca.
Me acompañó hasta el camino vecinal y allí nos despedimos tras, a instancias suyas, haberle prometido que volvería a visitarle.

Habrían transcurrido un par de semanas, cuando acerté a pasar por las inmediaciones del mencionado lugar y decidí cumplir mi promesa de volver a visitar al nuevo y extraño inquilino del viejo cortijo. Ya, cuando me iba acercando comprobé que algo había cambiado: el acceso principal se veía despejado, había sido desbrozado y —lo que más me llamó la atención— el zarzalón había sido podado: de sus entrañas, como aseguró el dueño, había surgido una pequeña pileta de piedra sobre la que, a través de una teja que servía de caño, manaba un pequeño chorro de agua cristalina.
Fuentecilla
 Estaba yo abstraído contemplando la belleza del pequeño manantial, cuando vino a mi encuentro el dueño del cortijo y me dijo:
— Bienvenido amigo. No sabe usted cuánto le agradezco que se haya usted acordado de mi y acercado de nuevo por ésta su casa.
 — Mas, como debió haberse percatado del interés con que yo miraba la funtecita, continuó— No crea que he sido yo solo, mis fuerzas ya no llegan a tanto. Contraté una cuadrilla de hombres jóvenes para que realizaran una limpieza general. Han eliminado la mayor parte parte de las brozas secas y muchas de aquellas plantas invasoras que resultaban superfluas. Naturalmente, como está usted viendo, ante todo se imponía descubrir el venero de agua, esa pequeña fuente de la que siempre se ha abastecido el cortijo. Esta es la fuentecilla de que le hablé el otro día que, abandonada pero fiel, ha permanecido durante más de cuarenta años manando oculta en el seno de una gran maraña vegetal. Pero yo, que guardaba su imagen nítida en mi alma, lo primero que he procurado ahora, cuando he vuelto, ha sido sacarla de nuevo a la luz y he de confesarle que el reencontrarla de nuevo ha supuesto para mí una inmensa alegría.
Tras una larga pausa, mientras marchábamos apaciblemente  por el sendero que circundaba el edificio  que ya había sido despejado de matorral, continuo::
—Puedo asegurarle que guardo en la memoria la añorada imagen de cada piedra y cada rincón de esta finca. Y lo que es más importante, también soy capaz de rememorar y evocar con toda nitidez infinidad de vivencias de mi infancia, todas ellas vividas aquí junto a mis abuelos y mis primos. Es como si las viera y casi como si las volviera a vivir en la actualidad. Indiscutiblemente, aquellos años de mi infancia fueron los más felices de mi vida. Para los adultos aquella fue una época difícil. El cultivo de estos terruños ya no rentaban lo suficiente para vivir decentemente, por lo que mis padres y mis tíos se vieron obligados a emigrar para trabajar y ganarse la vida en zonas industriales. Nosotros, mis primos y yo, quedamos aquí, en este cortijo familiar, a cargo y bajo la protección de mis queridos abuelos. Entre todos constituíamos una pandilla fraternal que el abuelo bautizó con el nombre de "los cinco magníficos". El jefe del clan y el mejor compañero de la tribu era el abuelo, bajo cuya sabia dirección funcionaba todo. Él programaba las tareas que debíamos realizar cada día. Recuerdo, por ejemplo, que un día a la semana debíamos ir de excursión por el campo y provistos cada uno de un saquito, recoger determinadas plantas herbáceas destinadas a alimentar a una piara de conejos que criábamos en una corraliza. Así fue como aprendimos a  conocer los nombres de las plantas y a distinguir las que eran comestibles  para los animales y las que no lo eran. Recuerdo que los conejos a las que más fiestas le hacían era a las amapolas, la corrigüela, las borrajas, las lechuguetas y las mergas, entre otras. Cuando volvíamos, cargados cada uno con su saco de hierba, nos apresurábamos en ir al establo para ofrecérselas a los conejos, y ver como las recibían con el mayor júbilo. El abuelo, mientras tanto,aprovechaba para informarnos de lo importante que es para conservar la salud añadir a la dieta, tanto a la humana como a la de cualquier ser herbívoro e incluso omnívoro, alimentos vegetales frescos por su riqueza en vitaminas. También nos enseñó a conocer y a recolectar plantas silvestres apropiadas para el consumo humano, como son las collejas, los cardillos, los espárragos trigueros, las setas de chopo y de cardo, etc.
Collejas
Todos los días, provistos de un cesta acompañábamos a la abuela hasta los nidos de las gallinas para recoger los huevos del día, los cuales iban destinados a confeccionar sabrosas tortillas, de las que todos los primos a porfía dábamos buena cuenta. Cuando íbamos a buscar setas, estábamos sometidos a un control especial: cuando encontrábamos alguna, antes de echarla al cesto, era obligatorio que el abuelo le diera el visto bueno. No se cansaba de insistir en lo peligroso que resulta el envenenamiento por ingerir setas tóxicas, especialmente por la amanita phaloides de cuyo tipo él decía haber encontrado algún ejemplar por estas tierras.
Pero él era experto conocedor de las mismas y sólo después de que las examinara detenidamente las podíamos incorporar a la cesta con toda tranquilidad. Teníamos dos perros que siempre, por donde quiera que fuésemos, nos solían acompañar. Uno de color negro con manchas blancas, llamado Moro era mi preferido, me seguía constantemente, siempre estaba pendiente de mí y me obedecía a pie juntillas. Moro y yo éramos uña y carne. El otro, de color gris claro que obedecía al nombre de Canela y se llevaba mejor con mis primos. 
— Perdóneme usted —me dijo, tras una pausa— seguramente le estoy aburriendo con las historias de mi infancia, pero es que en este momento el recuerdo de aquéllos tiempos tan felices para mí, acaparan por completo mis pensamientos con tal intensidad que no sé si podría hablar de otra cosa. Ya le he dicho con anterioridad que, después de tantos años, si he vuelto a esta finca ha sido únicamente para poder contemplar de nuevo los queridos lugares que he añorado durante todo mi vida.
— No se preocupe, por favor —le contesté— No me aburre ni mucho menos; al contrario, me resultan muy interesante escuchar de su boca vivencias de un tiempo tan lejano. Siempre me he preguntado cómo sería la vida campestre en aquellos tiempos de los cuales sólo van quedando, cual ajados testigos, vestigios semidestruidos. 
Entonces el hombre prosiguió:
—Todas las tardes, una vez que habíamos terminado la faena laboral bajo la dirección del abuelo, llegaba la hora de instrucción: el abuelo se convertía en nuestro maestro —aunque de hecho lo era la veinticuatro horas del día— y con toda la paciencia del mundo se dedicaba a enseñarnos a leer, a escribir, las cuatro reglas matemáticas y, sobre todo, hacía especial hincapié el buen comportamiento en sociedad, el respeto a los demás, el compañerismo y, en general, el urbanismo.  Para ello él disponía de una pizarra negra y grande colgada en la pared y a nosotros nos había comprado a cada uno una pizarra mas pequeña y manejable en la que doliéndonos de nuestros pizarrines hacíamos los ejercicios que él nos iba indicando. Precisamente, si no tiene usted inconveniente, me gustaría mostrarle lo que encontré ayer mientras rebuscaba en el fondo de un viejo arcón. 
Acto seguido me condujo al interior del viejo cortijo, y sobre una rústica mesa de madera estaba lo que, con lágrimas en los ojos,  no dudó en llamar un tesoro.  En primer lugar, me mostró una de aquellas pizarras, que tomándola con sumo cuidado en su mano la abrazó contra su corazón.  Después, también, con delicadeza aunque con cierto temblor, me mostró una cartilla  cuyas páginas amarilleaban y que seguramente temiendo que se fueran a deshacer 





   palpó con la mayor suavidad. 



—Esta es la cartilla —continuó—en la que yo aprendí los maravillosos secretos de la lectura. Todos los días, tanto mis primos como yo, debíamos leer una carta manuscrita de esta gran libro manuscrito cuyo recuerdo guardo grabado en mi memoria, que se llama "Países y mares" y no sabe usted la gran alegría que he experimentado al encontrarlo de nuevo.

Finalmente, dejando "Países y mares" sobre la mesa tomó otro tomo de pastas una tanto estropeadas, diciendo, y este es "El Quijote", del que afirmaba mi abuelo que en sus páginas se encierra todo lo que un buen entendedor debe conocer de la vida. Y abriéndolo con  

sumo cuidado por su primera página, dijo: pero fue aquí, en la lectura cotidiana y en los comentarios que iba haciendo el abuelo donde aprendí todo lo que hay que saber sobre la vida, a valorar la importancia de la decencia y la honradez.
Seguramente, como notara que yo lo escuchaba con el mayor interés, quiso hacerme partícipe de su estado de animo, por lo que me dijo:
—Hijo, ya ves, como una persona de mi edad puede alcanzar el sentirse feliz sumergiéndose en la añoranza de ciertos recuerdos de su niñez. Ya veo que has comprendido la justificación de extravagancia  de este viejo al volver a vivir en este viejo cortijo semidestruido y abandonado.


















































   












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