viernes, 1 de mayo de 2015

FUENTE DE FELICIDAD

FUENTE DE FELICIDAD


Entre todos mis amigos me precio de tener uno al cual no puedo por menos que aplicarle el calificativo de "amigo excepcional". Y, al menos a mi forma de ver, este amigo mío tiene bien merecido tal calificativo, y ello es así debido a que la más importante y llamativa de sus características o cualidades consiste en en que viene a representar con la mayor propiedad la imagen del «hombre feliz». 
Siempre y en cualquier circunstancia mi amigo da la sensación de estar sumamente satisfecho y agradecido a la vida; nunca, a lo largo de los muchos años en que nos conocemos y nos hemos tratado, he visto en su rostro un signo de desagrado, ni un mal gesto, nunca le visto contrariado y siempre está de buen humor. Además tiene la virtud de que su trato resulta siempre sumamente agradable. Es correcto y amable y, sobre todo, parece respirar felicidad. Tanto yo, como los otros compañeros, hemos de reconocer que lo admiramos y hasta —por qué negarlo— más de uno sentimos algo de envidia al verlo siempre rebosante de optimismo e ilusión.
En la actualidad, este buen amigo mio y yo nos vemos de tarde en tarde, pues él vive recluido en un cortijo bastante alejado, allá en el seno de Sierra Morena. Como nos hemos tratado desde que eramos niños y hemos vivido juntos y amigablemente las muchas peripecias de la infancia, la adolescencia y la juventud, nuestra  amistad mutua quedó fraguada en nuestras almas de una forma auténtica y consistente. Tan es así que puedo asegurar que este maravilloso sentimiento forma parte consustancial con nuestras respectivas personalidades.
Este buen amigo, que actualmente es pastor de cabras por verdadera vocación, pudo haberse dedicado a cualquier otra actividad en la vida, pues, aparte de gozar de una buena capacidad física e intelectual. recibió una excelente preparación cultural. Pero, desde niño había sentido un profundo amor y admiración por la naturaleza y, sin duda, guiado por este profundo sentimiento, a la hora de decidir definitivamente su camino en la vida, optó por irse a vivir a una propiedad que su familia tiene en la sierra y allí dedicarse en cuerpo y alma a la de explotar una ganadería de cabras. En realidad, dicho propósito ya lo venía madurando desde hacía años. Así nos lo había confesado a los amigos, pero nosotros nunca llegamos a tomar en serio semejante propósito, que considerábamos bastante extravagante, hasta que, efectivamente, lo vimos confirmado con nuestros propios ojos.
Para él. desde que tenía uso de razón, el deambular y vivir en el campo siempre había sido su afición predilecta. Ya de niño se empeñaba en afirmar y convencernos a los amigos que el respirar el aire de la sierra y contemplar sus bellos paisajes silvestres constituía el mayor de los placeres a que uno puede aspirar. Fue así que, como acabo de afirmar, dada su natural afición, cuando fue mayor y se vio en necesidad de dedicarse a hacer algo provechoso, pensó que cuidar una ganadería en plena Sierra Morena venía a ser la actividad que mejor se compaginaba con su forma de pensar y que más cuadraba con su sentir íntimo. Es por ello por lo que un día nos enteramos que había fijado su residencia definitiva en su cortijo,  situado en un paradisiaco lugar en plena sierra. 
Con lo que respecta a mí, desde entonces nos vemos con demasiada poca frecuencia: no disponemos de tiempo para ello. Tanto su profesión como la mía, sobre todo la suya, son bastante absorbentes y requieran plena dedicación. No obstante nuestra amistad ni mucho menos se ha enfriado ni resentido, sino que sigue tan firme como siempre. Tanto es así que no hace mucho, mi magnánimo y buen amigo me invitó a pasar unas cortas vacaciones en su casa. Y yo acepté la invitación con la mayor ilusión y alegría. En primer lugar  me resultaba agradable y muy interesante volver a convivir, aunque fuese sólo unos días, con mi excelente amigo. Sería sumamente gratificante para ambos recordar los viejos tiempos de nuestra juventud. Además, se da la circunstancia de que yo también soy un profundo admirador de la naturaleza y unas vacaciones en tan grata compañía y en tan privilegiado lugar constituía para mí el mejor regalo que podía esperar.
Desde el primer día de aquellas cortas vacaciones me propuse acompañar a mi amigo en su jornada laboral y colaborar con él mientras cuidaba su ganado. Nos levantábamos con las primeras luces del alba, nos dirigíamos a las cabrerizas  y un tras un rato de briega separando los chotos lactantes de las madres, atendíamos a las cabras recién paridas y acto seguido dábamos suelta al numeroso hato caprino, que salía retozando en medio de una agradable melodía de cencerros y campanillas y se dirigían en tropel hacia la dehesa. Acto seguido, nosotros, junto a su fiel e inseparable perro Moro, a paso lento, iniciábamos la marcha tras el ganado. De vez en cuando mi amigo subía a lo más alto de alguna peña, desde donde dominaba un amplio panorama,  y emitía algún silbido o determinados monosílabos, que en realidad consistían en verdaderas órdenes para los animales,  que además eran entendidas a la perfección por las cabras y por el perro. Si las cabras no obedecían, para eso estaba el Moro, que, siempre pendiente de la más mínima insinuación de su amo, se encargaba de ir a toda velocidad y meterlas por vereda. Cuando alguna cabra —y esto solía ocurrir con las más jóvenes y revoltosas— se separaba de la manada y se alejaba peligrosamente, era el perro el primero que se percataba de la anomalía y avisaba a mi amigo. Entonces éste la reprendía mediante determinadas voces y silbidos y si no obedecía y volvía a la manada, enviaba a su perro que, partiendo como un rayo, iba y la obligaba a reincorporarse al rebaño con la mayor urgencia. 
Así solía transcurrir la jornada: a ratos caminábamos en amigable charla, siempre distraídos vigilando y contemplando el deambular por la dehesa de los animales, mientras pactaban; otras veces yo me desviaba de la comitiva y emprendía una ruta por mi cuenta, dedicándome a explorar y contemplar paisajes nuevos para mí, a examinar detenidamente las plantas, sus flores y sus aromas, a intentar determinar el tipo, la estructura y la composición de las rocas, a identificar los insectos y, en resumidas cuentas, a leer y aprender en el inacabable y riquísimo libro que tan bellamente nos ofrece la naturaleza palpitante en el seno de la sierra. Invariablemente a eso del mediodía coincidíamos mi amigo y yo en una especie de chamizo que éste había construido en la entrada de una caverna. Según me contó, era allí donde él solía refugiarse durante las aparatosas tormentas que en ocasiones descargaban sobre la sierra. También lo había adecuado con asientos y una rústica mesa para comer. Precisamente nosotros acudíamos allí a esa hora con la sana intención de echar mano a la mochila para reponer fuerzas. Solíamos degustar con gran apetito  las provisiones que la noche anterior nos habían preparado en el cortijo. Normalmente éstas consistían, entre otros selectos manjares,  en queso, embutidos, jamón y pan, todo ello de origen casero. De postre solíamos llevar frutos secos. Además, no faltaba la presencia de una buena bota de un exquisito vino del terreno que mi amigo guardaba en un recoveco en el interior de la cueva y a la que durante la comida propinábamos  nuestros buenos tientos. 
A esa hora tranquila y apacible del mediodía, cuando el sol gravita sobre el punto más alto de su órbita, el ganado solía sosegarse y cada animal buscaba una sombra para echarse un rato. Entonces se producía en el amplio entorno serrano un profundo silencio, solo interrumpido de vez en cuando por el ligero tintineo de alguna campanilla, producido por el ganado mientras rumiaba o se espantaba alguna mosca que le andaba molestando. Después de la comida, mi amigo y yo, solíamos echar un rato de charla, recordar viejos tiempos y contarnos los avatares respectivos de nuestra vida.
Recuerdo que un día, durante la sobremesa, cuando más satisfechos y tranquilos nos encontrábamos, le dije:
—Amigo mío, no sabes, ni creo que puedas imaginarte, lo mucho que te envidio. Durante estos días he podido comprobar el gran bienestar que se experimenta y se disfruta llevando la clase de vida que tu has elegido. Aunque siempre he sido un profundo admirador de la naturaleza, nunca había gozado tan directamente las satisfacciones y la sensación de felicidad que ésta nos puede proporcionar.
A lo cual me contestó:
—En primer lugar, no creo que tú tengas motivo para envidiar mi sistema de vida. Cada cual debe sentirse feliz ejerciendo la profesión que ha elegido o que la vida le ha deparado. Me consta que tú ejerces tu profesión con gran entusiasmo y eficiencia, lo cual sólo puede indicar que a ti también te complace  tu trabajo. Seguramente lo que te está ocurriendo es que durante estos días, en que disfrutas unas bucólicas vacaciones en plena naturaleza, te sientes un tanto entusiasmado y agradablemente sorprendido mientras analizas los misterios y la belleza de este mundo silvestre. Pero lo más probable es que cuando llevases más tiempo dedicado a un menester como el mio, te fuese invadiendo un sentimiento de monotonía y poco a poco se fuese atenuando en ti esa inquietud y, por consiguiente, el interés que hoy te invade por penetrar en la belleza de la naturaleza y desentrañar sus misterios. Por experiencia propia te puedo asegurar que el hombre capaz de llegar a compartir toda su vida en íntima relación con la naturaleza, sólo puede conseguirlo bajo un impulso imperioso que ha nacer y ser consustancial su alma; es decir, que para considerarse un auténtico amante de la naturaleza hasta el punto de dedicarle su propia vida, tiene que sentir una profunda vocación. Este es mi caso, esta es la circunstancia por la que yo, que sólo soy un sencillo pastor que se pasa la vida alejado de la civilización y deambulando día tras día por estos apartados parajes de la sierra, en gran forma, me sienta bastante feliz. Aparentemente, en todo caso y por simple lógica, debería ser yo el envidioso. Pero, como tú bien sabes, eso de la envidia no va con mi forma de ser y de pensar ni, en resumidas cuentas, con mi filosofía sobre la forma de entender la vida. Con respecto a la vida que libremente he escogido, estoy convencido de no haberme equivocado, más bien me siento absolutamente seguro de haber elegido la profesión que más me satisface y que, al menos en lo que mí respecta,  más me acerca a esa inalcanzable felicidad a la que todo hombre aspira. Muchas veces he pensado que, tanto tú como los otros amigos, me consideraréis un ser raro y extravagante, desde el momento en que he decidido apartarme del bullicio de la ciudad y me he escondido en este apartado lugar. Tu eres uno de mis amigos más íntimos y creo que tenías derecho a conocer lo que me ha motivado para tomar esta decisión. No sé si lo estoy consiguiendo, pero yo, he de confesarte que como todo ser humano, aspiro a acercarme lo máximo posible a la verdad, a la perfección y, en resumidas cuentas, a la felicidad. Recuerdo que muchos días, siendo niño, mientras jugaba, retozando alegremente por estos contornos, me sentía tan feliz que llegué a estar convencido que aquí, en el seno de la sierra, se encontraba algo así como el paraíso terrenal. Esta idea, al parecer lógicamente extravagante para la mayoría de las personas, para mí en aquella época se convirtió en una obsesión. Cuando me encontraba en el pueblo, en el colegio o con la familia, sólo aspiraba  volver al cortijo para dedicarme a realizar largas excursiones por la dehesa y explorar nuevos paisajes, cada uno de los cuales me parecía más encantador. Creía firmemente que un día habría de encontrar el mítico edén, el paraíso, que sin dudarlo un momento debía estar por aquí cerca, en el seno más recóndito de esta sierra. Y aun sigo buscándolo, cada día más convencido de que lo encontraré. 
Y no soy yo solo el busca la felicidad en la naturaleza. Puedo ponerte numerosos ejemplos: 
— ¿Qué ha pretendido siempre el ermitaño que aislándose en una solitaria caverna, lejos de la civilización, dedica su vida a la meditación? El ermitaño también busca la verdad, acercarse a la perfección y en resumidas cuentas su felicidad. El ermitaño está convencido de que sólo podrá encontrarla uniéndose en cuerpo y alma con la naturaleza. 
— ¿Qué busca, tal vez inconscientemente, el senderista solitario que camina incansable, empujado por un un gran entusiasmo incontrolable, a través de tortuosos senderos?. Sin duda busca algo muy importante para él, descubrir el lugar más bello de la naturaleza, para compartirlo y en cierta forma sentirse feliz.
— Y lo mismo ocurre con el obstinado alpinista, que se juega la vida en su afán por llegar a lo más alto, o el incansable explorador que se pasa la vida recorriendo inhóspitos y apartados parajes. Pues bien es esta misma pretensión, la búsqueda de la verdad, de la perfección y de la felicidad, la que mueve al pastor vocacional, que es el caso de  tu amigo, aquí presente.






  

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