A lo largo de mis años, yo, que habitaba en una casa de campo y estaba acostumbrado a vivir en contacto íntimo con la Naturaleza, había vivido muchas tempestades, pero nunca me había visto marchando por el seno de una nube tan densa. Aunque he de admitir que siempre había experimentado cierto placer al contemplar el desarrollo de una tormenta en campo abierto, aquel día, tal vez por la rapidez con que se instauró y lo imprevisto de semejante meteoro, a pesar de que no dejaba de comprender que se trataba de un fenómeno meteorológico natural, me sentía un tanto sobrecogido. No obstante, en mi fuero interno me repetía que en realidad se trataba de un fenómeno necesario y bienhechor y que de alguna forma también venia a demostrar la grandiosidad, el misterio y la belleza de la Naturaleza. Yo siempre las había vivido confiado, sin temor, incluso disfrutando durante su desarrollo. Pero ésta, la que intento relatar, que nos había sorprendido de forma imprevista durante una larga caminata por un camino tortuoso que discurría a través de una montaña, me resultó muy especial.Los excursionistas éramos tres compañeros y en aquellas circunstancias caminábamos a toda prisa, uno tras otro, en fila india, atentos al piso del camino y sin pronunciar palabra. A mí me llamó la atención el gran silencio que reinaba en el ambiente. Todo parecía estático, hasta la niebla que nos envolvía estaba quieta y no se notaba la más leve brisa y solo se escuchaba ruido el sordo y acompasado sonido de nuestras pisadas sobre el piso de la vereda. Tuve la sensación de que el mundo hubiese contenido la respiración y la convicción íntima de que se avecinaba algo extraordinario. Efectivamente, bruscamente, mi presentimiento se hizo realidad: una luz intensa y fulgurante penetró a través de la niebla e iluminó repetidamente nuestra senda y todo el contorno con destellos sucesivos; a la misma vez, sobre nuestras cabezas sonó un estruendo imponente, como si se estuviese desplomando la cúpula del mundo. Todos percibimos un intenso olor a ozono. Tanto los relámpagos como los truenos se sucedieron sin descanso durante un tiempo indeterminado, al cabo del cual y también bruscamente, como si se hubiesen abierto las compuertas de una gran presa en el cielo, comenzó a llover de forma torrencial. Pronto nuestra vereda se vio a trechos anegada y cuando no convertida en un torrente de agua cenagosa. Pronto se fue haciendo cada vez más penosa la marcha, hasta el extremo que optamos por abandonar la vereda y, en vista de la intensidad de la lluvia, decidimos ponernos a salvo de un posible torrente que pudiese arrastrarnos. A la luz de los relámpagos buscamos, y por fin localizamos, un altozano pétreo, el cual, agarrándonos con pies y manos, conseguimos escalar y allí nos aposentamos resignados y expectantes bajo la lluvia, mientras soportábamos la mayor ducha de nuestra vida.
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Con ciertas dificultades a causa de la humedad y el barro que se producía sobre la tierra que íbamos pisando, esquivando los torrentes que aun seguían discurriendo sierra abajo, continuamos nuestra marcha, mientras comentábamos con entusiasmo el inolvidables y extraordinario espectáculo que nos había ofrecido la madre y sabia naturaleza.


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