martes, 6 de octubre de 2015

LA TORMENTA

   El cielo estaba totalmente cubierto por un inmenso velo sucio y negruzco. Por momentos tuve la impresión de  que aquella gran nube, que había llegado a atenuar de forma tan manifiesta la  luz solar, se iba aproximando más y más a nuestras cabezas. Parecía como si una inmensa  túnica  oscura se  fuese desprendiendo a grandes jirones desde las alturas y fuese cayendo sobre nosotros y sobre nuestro entorno, Aunque ninguno de los componentes de la comitiva comentase nada, todos caminábamos presurosos y expectantes mirando con cierto recelo aquel cielo que en pocos minutos había cambiado tan profundamente su aspecto. Llegó un momento en que comprobé que aquellas nubes oscuras se apoyaban directamente en tierra y  nos habían envuelto totalmente. Pronto tuvimos la sensación de ir caminando a través una especie de túnel de niebla densa y húmeda.  Aunque conocíamos a la perfección nuestra ruta, para no terminar desorientados, de vez en cuando nos veíamos obligados a detenernos para confirmar nuestra situación,  identificando de las características puntuales de la vereda por la por la que avanzábamos que, afortunadamente, nos eran conocidas de antemano y que teníamos perfectamente grabadas en la memoria. Más que que luz nos alumbraba una tímida penumbra que con dificultad conseguía filtrarse a través los espesos nubarrones. Hasta el aire que respirábamos debía estar tan cargado de vapor de agua que en cada inspiración que hacía experimentábamos la sensación de recibir una ducha fría a lo largo de los trayectos bronquiales.
   A lo largo de mis años, yo, que habitaba en una casa de campo y estaba acostumbrado a vivir en contacto íntimo con la Naturaleza, había vivido muchas tempestades, pero nunca me había visto marchando por el seno de una nube tan densa. Aunque he de admitir que siempre había experimentado cierto placer al contemplar el       desarrollo de una tormenta en campo abierto, aquel día, tal vez por la rapidez con que se instauró y lo imprevisto de semejante meteoro, a pesar de que no dejaba de comprender que se trataba de un fenómeno meteorológico natural, me sentía un tanto sobrecogido. No obstante, en mi fuero interno me repetía que en realidad se trataba de un fenómeno necesario y bienhechor y que de alguna forma también venia a demostrar la grandiosidad, el misterio y la belleza de la Naturaleza. Yo siempre las había vivido confiado, sin temor, incluso disfrutando durante su desarrollo. Pero ésta, la que intento relatar, que nos había sorprendido de forma imprevista durante una larga caminata por un camino tortuoso que discurría a través de una montaña, me resultó muy especial.
   Los excursionistas éramos tres compañeros y en aquellas circunstancias caminábamos a toda prisa, uno tras otro, en fila india, atentos al piso del camino y sin pronunciar palabra. A mí me llamó la atención el gran silencio que reinaba en el ambiente. Todo parecía estático, hasta la niebla que nos envolvía estaba quieta y no se notaba la más leve brisa y solo se escuchaba ruido el sordo y acompasado sonido de nuestras pisadas sobre el piso de la vereda. Tuve la sensación de que el mundo hubiese contenido la respiración y la convicción íntima de que se avecinaba algo extraordinario. Efectivamente, bruscamente, mi presentimiento se hizo realidad: una luz intensa y fulgurante penetró a través de la niebla e iluminó repetidamente nuestra senda y todo el contorno con destellos sucesivos; a la misma vez, sobre nuestras cabezas sonó un estruendo imponente, como si se estuviese desplomando la cúpula del mundo. Todos percibimos un  intenso olor a ozono. Tanto los relámpagos como los truenos se sucedieron sin descanso durante un tiempo indeterminado, al cabo del cual y también bruscamente, como si se hubiesen abierto las compuertas de una gran presa en el cielo, comenzó a llover de forma torrencial. Pronto nuestra vereda se vio a trechos anegada y cuando no convertida en un torrente de agua cenagosa. Pronto se fue haciendo cada vez más  penosa la marcha, hasta el extremo que optamos por abandonar la vereda y, en vista de la intensidad de la lluvia, decidimos ponernos a salvo de un posible torrente que pudiese arrastrarnos. A la luz de los relámpagos buscamos, y por fin localizamos, un altozano pétreo, el cual, agarrándonos con pies y manos, conseguimos escalar y allí nos aposentamos resignados y expectantes bajo la lluvia, mientras soportábamos la mayor ducha de nuestra vida.

   Transcurrido un periodo psicológicamente prolongado de tiempo, durante el cual el cielo descargó sobre nuestras personas un auténtico diluvio,  la frecuencia de los rayos se fue espaciando, los truenos fueron disminuyendo tanto en intensidad como en frecuencia, se levantó una ligera brisa que  poco a poco fue arrastrando la niebla y, finalmente, la lluvia, tras varios cambios de intensidad, que nosotros bien que pudimos comprobar sobre nuestra piel, cesó totalmente. Sólo quedó un olor intenso a tierra mojada y el ruido de las torrenteras de agua cenagosa que corrían tumultuosas hacia las vaguadas. Pero, pronto cambió toda la fisionomía del maravilloso entorno de la sierra: los verdes pinos,antes difuminados entre la niebla y que habían recibido aquella abundante ducha de agua cristalina,  ahora se veían  mas brillantes y lustrosos, los pájaros que durante la tormenta había permanecido ocultos,inmóviles y callados, refugiados en algún recoveco de las rocas o del tronco de algún árbol, comenzaron a revolotear de rama en rama y hasta emitir alegres trinos como dando gracias  a la naturaleza por haberles devuelto de nuevo su maravilloso hábitat.
   Con ciertas dificultades a causa de la humedad y el barro que se producía sobre la tierra que íbamos pisando, esquivando los torrentes que aun seguían discurriendo sierra abajo, continuamos nuestra marcha, mientras comentábamos con entusiasmo el inolvidables y extraordinario espectáculo que nos había ofrecido la madre y sabia naturaleza.

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