lunes, 9 de noviembre de 2015

LAS ENTRAÑABLES TERTULIAS DE ANTAÑO

    Para comprender en su auténtica  esencia el contenido de este modesto relato, es necesario elaborar mentalmente una especie de traslado psicológico en el tiempo e intentar situarse en la década de los cuarenta del siglo pasado. Aunque entonces mi mentalidad de niño no alcanzaba a comprender en toda su extensión  la situación especial que vivíamos en aquellos momentos como consecuencia de la cruel tragedia acaecida en España en los años inmediatamente anteriores, si que, recordando y analizando detalles,  puedo afirmar que, probablemente, uno de los pocos efectos beneficiosos que deparó semejante desastre fue la gran unión que en aquellos años llegó a reinar entre todos los miembros de las distintas familias e incluso entre todos los componentes de las pequeñas comunidades. Era como si los adultos, que habían conseguido sobrevivir al absurdo de la guerra, estupefactos y profundamente escarmentados, ahora hubiesen decidido echar pelillos a la mar  y si no olvidar, que no era posible, por lo menos crear una especie de amnesia lagunar selectiva para el horror de la gran tragedia ocurrida   y comenzar a vivir todos unidos, formando una piña humana y hasta cierto punto amorosa.  Pues es precisamente a esa época, cuando se daban dichas circunstancias en la sociedad española, en la que transcurrieron mis años infantiles y a la que se remontan los recuerdos más entrañables de mi niñez. Es que yo nací precisamente en enero del 1936.
   Asimismo considero necesario hacer constar que muchos de esos años mi familia, y naturalmente yo con ellos, residíamos en el campo, en un cortijo propiedad de mi abuelo. De aquí se deducen dos hechos que considero  trascendentes y que sin duda  debieron influir mucho en mi vida, en mi carácter e  incluso en mi forma de pensar. El primero de estos hechos es el que mi vida infantil trascurriera en el seno de  una familia, mi familia, bien avenida, donde yo me sentía querido y perfectamente integrado y amparado.  En segundo lugar el que  gran parte de mi infancia  trascurriera  en el campo, y, por tanto, en íntimo contacto con la naturaleza, lo cual, sin la menor duda de alguna manera debió influir en mi desarrollo psíquico.  Estoy absolutamente convencido que la naturaleza,  es para el hombre y, muy especialmente para el niño, una especie de gran enciclopedia donde cada día se aprende algo, pues consta de infinitas páginas todas ellas maravillosas y por descontado verdaderamente ilustrativas. Es por ello que al menos en ese aspecto (la unión familiar y el contacto con la naturaleza)  mi infancia fue muy afortunada.
    Muchos de los recuerdos de aquella maravillosa época de mi vida rememoro hoy  — a mis ochenta años de edad—, envueltos en una dulce y sentimental añoranza  cariñosa y sentida de aquellas personas tan buenas y queridas  y una nostalgia vital hacia de las vivencias que tan importantes fueron en mis primeros años de vida.
   La finca de mi abuelo, que yo llegué a conocer palmo a palmo y, por consiguiente, en todos y cada uno de sus detalles, venía a estar constituida por un rústico y viejo caserón, en cuya parte posterior estaban situadas las cabrerizas y los establos para los animales de labranza, así como para otros muchos animales domésticos, como cerdos, aves, etc. Lo que era la finca en sí la integraban tres parcelas de terreno unidas entre sí, pero de diferente uso: una era la que llamábamos «la huerta» que era tierra de riego y que se extendía a lo largo de un corto trecho de la ribera derecha del río Gudalcotón; otra consistía en una parcela de olivar, que denominábamos «la hoja» y por último una zona algo más extensa de tierra de monte, especialmente poblada con romeros, chaparros y endrinos, que en realidad era un monte llamado el cerro de la Sierrezuela. Aunque creo que no quedaría un palmo de tierra de toda aquella finca que yo no pisara y explorara, esta última suerte de tierra, la Sierrezuela o «la dehesa», era la que más me atraía, y donde yo, junto a mi perro Moro, día si y otro también realizábamos nuestras habituales excursiones. Allí era donde mi perro y yo pasábamos los días enteros y donde realizábamos nuestras más excitantes y aventuradas andanzas. Mi perro venía a ser algo más que un amigo íntimo, yo creo que llegó a constituir una parte de mi propio ser. Nos entendíamos a la perfección: con solo la mirada o el más mínimo gesto sabíamos lo que nos estábamos comunicando.  A veces, cuando nos desplazábamos por el monte, caminábamos con cautela felina, pues nos dedicábamos a observar los animales salvajes mientras cazaban  o careaban en el campo. Aunque yo lo tenía prohibido por parte de mi abuelo, a veces nos dedicábamos a explorar las grutas y las grietas que, casi inaccesibles, se abrían en los acantilados. Una día en una de aquellas grietas pétreas inaccesibles encontré dos piedras raras, perfectamente pulimentadas y con filo en uno de sus costados, que tras consultar con mi abuelo, resulto que eran nada menos  dos  cuchillo que habían dejado allí olvidados nuestros tatarabuelos sin duda hacía miles de años. De paso, en nuestras marchas por el monte, solía recolectar plantas aromáticas o aquellas que me resultaban desconocidas con el fin de que luego mi consultor, mi querido abuelo, las identificase y me instruyese sobre sus usos, sus propiedades curativas o tóxicas, conocimientos que, por cierto,  aún conservo en la memoria. No quedó cueva, acantilado, desnivel del terreno que yo, en compañía de mi perro, no explorásemos, incluso en repetidas ocasiones.
   Un recuerdo especial conservo de la vida que se hacía en el cortijo durante aquellos los días cerrados de nubes, sombríos y lluviosos que a veces se sucedían en los temporales de invierno. En dicha ocasiones sólo se salía a la calle lo imprescindible y todos los habitantes del cortijo nos veíamos obligados a permanecer prácticamente todo el  tiempo bajo teja. El campo estaba empapado y la mayoría de las faenas resultaban impracticables. Como consecuencia se imponía la ociosidad la cual no compaginaba mucho con el carácter del hombre de campo, por lo que normalmente se experimentaba  cierto grado aburrimiento y de impaciencia. Cuando a ratos escampaba salíamos al exterior para mirar al cielo y otear el horizonte buscando algún resquicio por el que se vislumbrase un asomo de la añorada y confortadora luz solar. No obstante en los cortijos no está permitido permanecer inactivo dejando que el tiempo fluya sin provecho. Esos días pasados por agua y cargados de humedad se dedicaban a realizar trabajos de mantenimiento. Además de cuidar los animales domésticos nos dedicábamos a ejecutar ciertos trabajos manuales que al menos para mí resultaban sumamente interesantes. Así, por ejemplo, se revisaban y reparaban los distintos aperos de labranza y algún miembro de la comunidad especializado, a base de esparto o mimbres flexibles, elaboraba utensilios de uso cotidiano, como cestos, cuerdas, paneros, ceberos, espuertas, serones, etc. etc.  Pero sobre todo, de lo que guardo una especial memoria y añoranza es de aquellos agradables diálogos que se mantenían, tanto a lo largo de estos días oscuros y borrascosos, como, sobre todo, durante las prolongadas veladas invernales mientras permanecíamos todos sentados formando un semicírculo frente a la amplia chimenea y reconfortados por el amable calor de una hoguera de gruesos troncos que ardía constantemente. El diálogo en aquellos lejanos tiempos era sosegado, participativo, interesante y todos le concedíamos la máxima importancia, pues, aparte de los libros, constituía el único medio de comunicación, instrucción e información a nuestro alcance. Cuando aun no se había inventado la televisión y  la inmensa  mayoría de los cortijos, por cierto normalmente habitados en aquella época, no disponían de corriente eléctrica, ni radio ni teléfono, y como la persona humana es en esencia un ser social y comunitario, se imponían y se cultivaban con gran prodigalidad las entrañables tertulias familiares. Por las noches, cuando habían concluido las faenas diarias, bien a la puerta del cortijo, bajo el emparrado si era verano, o frente al hogar, formando corro al amparo del agradable calor que desprendía la chimenea y con el ambiente iluminado por los clásicos candiles de aceite, que impartían una luminosidad aunque débil y poco apta para la lectura, sí muy cálida y acogedora y perfectamente válida para percibir los gestos y demás rasgos mímicos del interlocutor.
En estas charlas familiares se hablaba de todo: lo mismo se referían y comentaban sucesos recientes, acaecidos en las comunidades cercanas, como se relataban hechos históricos de mayor importancia que, si venía a cuento, se comentaban interesantes leyendas antiguas. Lo cierto es invariablemente, cada velada, se establecía un coloquio múltiple, diverso y sosegado, que fluía espontáneamente, en el que todos podíamos participar, preguntar, pedir aclaraciones y, si nos parecía, dar nuestra opinión. Normalmente eran los mayores, los honorables y siempre respetados patriarcas de la familia, los que llevaban la voz cantante, los que disponían de un mayor repertorio de historias y los que solían dar el veredicto definitivo en las frecuentes controversias que solían surgir. En cambio,éramos los jóvenes, y muy especialmente los niños,  los que vivíamos con mayor atención aquellos parlamentos. 
Como acabo de decir, eran las historias que contaban los abuelos las que gozaban de la mejor acogida. Ello obedecía a que resultaba sumamente sugestivo, sobre todo para los jóvenes, que seguíamos sus relatos con toda el alma, sentirnos trasladados e inmersos en sucesos acaecidos en épocas remotas. Normalmente se trataba de peripecias vividas por el abuelo en su juventud, u otras, más antiguas aún, procedentes de sus antepasados, trasmitidas por tradición oral a través de muchas generaciones. Además, también influía el consumado estilo oratorio de que habitualmente hacían galas las personas mayores. La gran maestría en el arte de comunicar que ostentaban los ancianos de aquel tiempo obedecía, sin duda, a la tradicional y arraiga práctica del relato en el círculo familiar. 
Recuerdo que se solía iniciar la exposición con una especie de introducción, en la cual se mostraban con el mayor detalle las características ambientales del escenario en que se iba a desarrollar la historia. Mi abuelo poseía una habilidad oratoria tan especial que, al menos a lo que a mí respecta, conseguía trasladarme mentalmente, yo diría que en cuerpo y alma, a aquellos años lejanos y vaporosos de su juventud. Para ello no dejaba de exponer con el mayor detalle los usos y costumbres de aquellos tiempos ya pasados e irrepetibles. Con una maestría insuperable nos hacía ver las características personales, tanto físicas como psicológicas, de los legendarios personajes, protagonistas de las historias. Así, por ejemplo, tratándose de mitos o leyendas transmitidas por tradición oral, podía comenzar con frases como ésta: «Esto me lo contó mi querido tío abuelo Joaquinico —al cual yo siempre he ví como un personaje bíblico, pues usaba de continuo un llamativo gorro rojo de lana y una amplia bufanda negra, atavíos que contrastaban con su exuberante y cuidada barba blanca—, pues bien, cuando yo era un mozalbete imberbe y él tenía ya más años que Matusalén, me contó lo que le había ocurrido a un remoto antepasado suyo...»  
Durante aquellas largas veladas invernales, frente y al calor del fuego de la gran chimenea, bajo la luz cálida de los candiles y en el íntimo y acogedor ambiente familiar, podían salían a relucir espeluznantes historias de fantasmas famosos que habitaban durante siglos los viejos caserones y las ruinas musgosas de antiguos conventos medievales. ¡Cómo me impresionaba el relato de aquellos seres incorpóreos que gozaban del poder de aparecer improvisadamente y horrorizar a las personas que imprudentemente invadían sus dominios!. Otras veces, el sitio predilecto para su aparición eran determinados cruces de caminos, los contornos de los cortijos abandonados o las o las recónditas y umbrías fuentecillas que, ocultas entre la maleza, susurraban, perseverantes su monótona plegaria, en espera de que el caminante sediento acudiese a saciar su sed.
Otras noches caía en suerte el interesantísimo tema de antiguos tesoros encantados. De cómo y de qué forma el mortal, un conocido o pariente lejano, que, normalmente, tras una especie de revelación onírica reiterativa, se había embarcado en la aventura de probar suerte e intentar ir a por el tesoro.   Para ello debía acudir al lugar indicado en sus sueños provisto de un azadón y excavar para desenterrarlo. Todo ello no era nada fácil puesto que normalmente la promesa soñada iba acompañada de unos requisitos y condiciones sine qua non. Por ejemplo, el feliz mortal que experimentaba dicha revelación y que decidía probar fortuna e ir a descubrir el tesoro, debía actuar en el más absoluto secreto; tenía que ir, por tanto, solo, sin que nadie lo viera y a altas horas de noche. Es que todo tesoro estaba custodiado durante los siglos de su existencia por un paciente duende guardián, el que, acaso cansado de tan larga espera, había decido revelar por sueños a un humano donde se encontraba el objeto de su razón de ser para liberarse de tan pesada obligación. Pero, por lo visto, al duende le desagradaba el no ser obedecido a  raja tabla y cuando no se cumplían las condiciones que él imponía o descubría que iba a ser burlado de alguna manera, no se contentaba con que el infeliz mortal, en vez de una vasijas repletas de relucientes monedas de oro y piedras preciosas, las encontrara, sí, pero llenas de cenizas. Y esto no era lo peor, sino que rabioso ante la desilusión sufrida por la torpeza del hombre elegido, el duende se convertía en genio del mal y le formulaba terribles maldiciones que recaían sobre el desdichado mortal, que habiendo tenido la mayor fortuna al alcance de sus manos, ahora, por imprudente y desobedecer al genio, se vería sumergido en la desdicha. 
Uno de los temas que más me atraían eran aquellos en los que el patriarca de la familia, con más o menos verdad y, generalmente, siempre con un alto grado de fantasía, hacían referencia a lances amorosos juveniles, tanto propios como de familiares o amigos. 
También me entusiasmaban aquellos relatos en los que el abuelo nos contaba las peripecias que vivió durante aquel largo periodo de su vida, en que estuvo prestando servicio al Rey de España, allá en nuestras posesiones del norte de África. Nos lo describía con tanto sentimiento que que nos parecía estar viéndolo vestido de soldado con su mosquetón al hombro caminando por las montañas del Atlas o enfrentado  al enemigo en alguna de aquellas escaramuzas a las que tenía que hacer frente y a las que con tanta frecuencia recurrían los moros taimados y traicioneros. 
 En otras ocasiones nos relataba historias de lucha, pero contra las fieras salvajes, sobre todo contra los lobos, cuya presencia en tiempos no muy remotos era habitual y que con frecuencia solían atacar a los rebaños de ganado, sobre todo a las ovejas. Una feroz manada de lobos hambrientos podía resultar devastadora y muchas veces enfrentarse a ellos suponía un verdadero peligro hasta para el pastor. En estos relatos siempre salía a relucir la legendaria historia de algún noble y valiente perro guardián, de aquellos perros fieros que atendían a nombres tan sugerentes como "Atila", "Anibal", etc. De estos fieles animales, que siempre iban acompañando y vigilando su rebaño. se podría decir que formaban una unidad funcional del mismo. Lo mismo tenían la misión de defender las ovejas de las alimañas que de buscar y localizar aquella res que se descarriaba y meterle por vereda. El collar del perro guardián iba erizado de puntas aceradas con la finalidad de proteger sus yugulares de las temibles dentelladas de los lobos, y adosado a cuerpo solían llevar una especie de arnés o peto de cuero en cuyo centro sobresalía una especie de puñal, para que cuando se enfrentara al lobo y lo recibiera pecho contra pecho, herirlo y hacerle huir. De determinados perros, que merecieron quedar inmortalizados en el recuerdo, se contaban tales historias y se referían sus gestas con tal sentimiento, que que se le saltaban a uno las lágrimas.
De algunos se contaba que en una escaramuza había llegado a malherir o matar a media docena de lobos. Pero, de otros se decía que a pesar de haber salido victoriosos, había quedado tan lastimosamente heridos y maltrechos que acababan por morir en brazos del pastor, en medio de las más sentidas muestras de cariño mutuo. 
En aquellas antiguas y añoradas tertulias se daba al relato mucha importancia. Era una conversación pausada, persuasiva  y convincente que conseguía estimular el interés de todos los oyentes y mantenernos en vilo. El abuelo no tenía inconveniente en atender y aclarar pacientemente cualquier duda y ampliar toda clase de detalles. Con ello se conseguía que todos participáramos en la narración y llegáramos a sentirnos inmersos en la misma en cuerpo y alma.
Hoy día, como se vive de forma tan presurosa, el dialogo entre los miembros de la familia ha quedado sensiblemente reducido. En su lugar se han introducido una serie de artificios sin alma,  que se limitan a difundir imágenes e ideas preconcebidas, carentes de calor humano, por personas ajenas a las que, desde luego, no nos une ningún lazo afectivo o familiar. Es que hoy casi se ha olvidado que la persona humana en sus verdadero origen y por tanto esencialmente es un ser tribal.
Yo al menos, no puedo por menos que manifestar, como aún hoy, a pesar del mucho tiempo transcurrido, añoro aquellas inestimables tertulias familiares y, sobre todo, los relatos de los mayores, de los abuelos. Lamento que ahora nuestros hijos y mucho más nuestros nietos, normalmente, se vean desprovistos de tan genuina fuente de conocimiento, lo cual lo considero un deplorable retroceso cultural. Parece ser que ya no se valora en su contenido cultural, afectivo y espiritual, ni se le concede la importancia que le corresponde a los relatos de los abuelos. Es más, cuando intentamos contar alguna historia a nuestros nietos, no es raro que oigamos que incluso a nuestros hijos se les escapa el consabido latiguillo: «ya está el abuelos con sus batallitas».   


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