martes, 3 de septiembre de 2019

El cielo de los cielos

 

   Posiblemente debí haberme dormido sin darme cuenta, aunque yo no lo recuero ni tengo conciencia de haberme dormido. De lo que si estoy bien seguro es de que, sin saber cómo, tuve la absoluta y cierta sensación de encontrarme flotando ingrávido en el cielo, pero no en un cielo cualquiera. Aquel cielo que se ofrecía a mi vista era distinto a nuestro cielo estrellado. No se trataba de ese cielo limpio y transparente sembrado de minúsculas estrellas parpadeantes que estamos acostumbrados a contemplar desde un paraje solitario de la alta montaña y que tanto placer nos proporciona durante una noche serena. El cielo de mi extraña vivencia era distinto, se mostraba más próximo y sus astros más nítidos y asequibles. Se mostraban como si estuviesen al alcance de la mano.
    Ante vivencia tan peculiar no pude evitar pensar en si estaría soñando.Pero mi sensación era estar despierto y bien despierto. No obstante, recuerdo que  me preocupé de comprobar mi estado de vigilia y cerciorarme a ciencia cierta de que no estaba soñando. También quedé convencido de que efectivamente gozaba de ingravidez, que flotaba en el espacio y podía desplazarme a voluntad por un entorno ilimitado. Y no he de negar que tan prodigiosa facultad  me producía un goce supremo.
    Mientras deambulaba a voluntad por aquel espacio extraño, naturalmente, fui analizando todo cuanto se ofrecía a mi vista y muy pronto llegué a la conclusión de que efectivamente aquel cielo en me movía y al que, sin saber cómo, me había visto transportado no era el cielo de nuestro mundo. Por ello, deduje que yo debía encontrarme en un punto del universo muy lejano de nuestra Tierra, un lugar de nuestro universo tan remoto y con un campo de observación tan amplio que desde el cual yo podía contemplar con la mayor nitidez infinidad de galaxias, todas ellas maravillosas  y diferentes entre si..
    También me sorprendió agradablemente que además de gozar de ingravidez y de la capacidad para desplazarme a voluntad y con la rapidez del pensamiento, gozaba de agudeza visual penetrante y prodigiosa.
    Haciendo uso de mis maravillosas y sobrehumanas capacidades físicas y sensoriales se me ocurrió que sería bueno intentar orientarme en el espacio dentro de lo posible. Para ello se me ocurrió recurrir, lo mismo que suele hacer cualquier ser humano cuando se encuentra  perdido en una ciudad desconocida;  que se vale de la gran torre de la catedral o de tal rascacielos, para que le sirva de punto de referencia y desde el mismo situar los puntos cardinales. Pues bien, yo decidí localizar y fijar un punto de referencia que me resultara más o menos conocido o familiar, y pensé en localizar la Vía Láctea, cuya imagen me era conocida y familiar. Y sin mucha esperanza me dediqué a buscarla. Por fin, gracias a mi gran agudeza visual y tras mucho otear y tal vez casualmente pude localizarla e identificarla. Me sorprendió verla con la mayor nitidez, aunque de un tamaño minúsculo, como una Vía Láctea de juguete imitativo pero  perfecto. La encontré perdida entre infinidad de otras galaxias y en una localización enormemente lejana. Más, la reconocí con seguridad por sus características figurativas especiales, sus brazos espirales que tan familiares me resultaban. Pero, por su tamaño aparente, o se había alejado mucho de nuestro mundo, la Tierra, o más factible y lógico,  era yo, sin saber cómo, me encontraba fuera de nuestro mundo, muy lejos de Vía Láctea, tal vez en los lejanos límites del universo.
    Una vez localizada e identificada la Vía Láctea me dediqué, gracias a mi privilegiada capacidad visual a recorrer sus brazos espirales y finalmente en el llamado brazo de Orión pude localizar, entre otras muchas estrella, algunas, la mayoría mucho más brillantes y luminosas, a nuestro Sol. También pude observar con suma curiosidad un minúsculo puntito azul que se movía a gran velocidad en torno a su estrella y que debía ser  precisamente nuestro planeta, la Tierra, nuestro mundo, mi mundo del que, sin saber cómo, me encontraba en aquellos momento infinitamente alejado.
    Pero ahí no terminó ni mi afán analítico, ni mi tendencia exploratoria, por lo que de forma un tanto irreflexiva, no conforme con los prodigios que ya había podido observar y vivir, sentí una imperiosa necesidad de alejarme a través del espacio infinito y haciendo uso de la velocidad extraordinaria a voluntad de que disponía  me fui sumergiendo en el espacio infinito y pronto, por lo que pude comprobar, me encontraba en los límites de nuestro universo, o,  mas bien fuera del mismo, en un punto indeterminado desde donde pude vislumbrar y descubrí que en realidad existían  infinidad de universos todos los cuales se expandían poderosos por un espacio ilimitado.
Fue entonces cuando por primera vez, durante mi extraña vivencia, sentí una especie de angustia vital y la necesidad de volver a mi casa. Finalmente, gracias a mis especiales facultades psicofísicas, conseguí localizar y volver a esta partícula de polvo cósmico que llamamos Tierra y que es nuestro mundo.

miércoles, 14 de agosto de 2019

MISTERIOS

EL GRAN MISTERIO
Este maravilloso mundo en el que habitamos el género humano y que hemos dado en llamar nuestro mundo, en realidad lo compartimos con infinidad de seres, que,  si bien hemos acordado en admitir que no tan prodigiosos y perfectos como nosotros, los humanos, sí hemos de aceptar que están plenos de vida y que incluso gozan de ciertas facultades y privilegios con las que, en muchos aspectos, nos superan con creces.   Una y otra vez nos resulta fácil comprobar, mediante la simple inspección concienzuda o, incluso, recurriendo a los más sofisticados medios o artificios científicos, que el fondo de de esa vida palpitante que se ofrece a nuestra observación hay algo superior, algo esencial y misterioso que escapa y supera nuestra capacidad de comprensión. Es ese principio, siempre misterioso y de génesis inexplicable que conocemos como el principio de la vida.  

Aunque hoy la humanidad alardea de gozar de una cultura avanzada y en realidad es cierto, sobre todo en el aspecto científico, pues podemos demostrar que  hemos alcanzado a descifrar algunos de los hasta ahora grandes enigmas del universo. No obstante, lo cierto es que  si nos paramos a meditar tranquilamente, cuando por ejemplo, en una noche estrellada  miramos al cielo y nos atrevemos a lanzar nuestra imaginación a través del espacio infinito con fines exploratorios, sistemáticamente acabamos por experimentar una gran desilusión.  Y es que, aunque hagamos uso de los "avanzados conocimientos" de la ciencia moderna, cuando intentamos hacernos una idea del origen, de la función y de la finalidad de los astros que tachonan ese inmenso y maravillosos cielo que nos cubre, irremisiblemente,  terminamos por llegar a la conclusión de nuestra total incapacidad para comprender esos términos. Ni el origen, llamémosle creación; ni su perfecto funcionamiento o evolución a lo largo del tiempo ilimitado; ni, por supuesto, el superior razonamiento de una mente suprema, que sin duda debe existir como ente creador y conocedor de la finalidad de esta creación tan colosal que escapa a toda comprensión humana.
   una insignificancia, una pequeña partícula perdida den el  Universo infinito. Pero es más, también, a pesar de las muchas hipótesis que nos hemos formulado acerca del origen, funcionamiento y destino  de ese universo infinito que nos rodea, terminamos por tener que admitir que en realidad todo es un gran misterio.
Camino pausadamente ensimismado con mis pensamientos. Voy meditando y he llegado a la conclusión de que yo, este ser insignificante pero que goza de vida propia se halla caminando apaciblemente por un sendero sobre la superficie de un pequeño planeta llamado Tierra. También pienso que  La Tierra, lo que para mí es un gran mundo,  en realidad  sólo viene a constituir  una pequeña e insignificante partícula que forma parte de algo tan grande, complejo  e inmenso como es el universo; algo tan misterioso que la razón humana no alcanza a comprender, ni siquiera a imaginar en su conjunto. Pienso que ante la limitación de nuestra capacidad de análisis y raciocinio los humanos hemos acordado a catalogar el universo como infinito.
Para el hombre el mundo en que vive es un cúmulo de misterios.

martes, 5 de marzo de 2019

AQUEL BÍPEDO IMPLUME

  Si con la imaginación pudiésemos retroceder suficientemente a lo largo del proceso evolutivo de la especie humana, seguramente llegaríamos a toparnos con un primario y remotísimo predecesor nuestro que aun anduviese a cuatro patas. Además, esa especie de pre-hombre, con sus cuatro extremidades dedicadas casi exclusivamente a la marcha, habría de estar dotado de una dentadura formidable y de unas mandíbulas poderosas, fuertes y musculosas, pues, a más de usarlas para comer, también le servirían para capturar las piezas de caza, para manipular los alimentos, y, con toda seguridad, realizaría con ellas otras muchas maniobras auxiliares, absolutamente necesarias en el cotidiano desarrollo de su vida. Es decir, que este posible ancestro nuestro ejecutaría con la boca muchas de las funciones que hoy hacemos con las manos.
Debemos suponer, sin temor a equivocarnos, que un buen día al mencionado eslabón evolutivo, primigenio de la especie humana, se le debió pasar por la mente una idea inaudita, a saber: por qué no liberar mis extremidades anteriores, relevarlas de la importante misión de mover mi cuerpo de un lado para otro y convertirlas en prodigiosos instrumentos manipuladores complementarios de la agotadora y deficiente función mandibular. Desde luego podemos presumir que semejante idea sólo se pudo ocurrir a un ser que ya era portador de lo más esencial de linaje humano: el constante afán de superar barreras y de experimentar.Sin lugar a duda, para conseguir tan arduo y prometedor objetivo hubo de embarcarse en un riguroso y prolongado proceso de adiestramiento. Seguro que  al principio, cuando comenzara los ensayos, e intentara caminar echando todo el peso de su cuerpo sobre las extremidades posteriores - que con el tiempo llegarían a ser inferiores - ofrecería un espectáculo de lo más chusco: sus maniobras intentando desplazarse semi-erguido resultarían torpes e inseguras; hoy nos parecerían grotescas; las pérdidas del equilibrio y las consecuentes caídas debieron ser muy frecuentes. Hasta conseguir mantenerse sólo sobre los pies, y poder desplazarse erguido debieron transcurrir siglos y siglos a través de muchas generaciones. Mientras tanto lasa extremidades anterioresse fueron transformando y terminaron por constituir los utilísimo miembros superiores dotados de unas manos y unos dedos capaces no sólo de maniobrar con la mayor delicadeza, precisión y habilidad los objetos, sino casi de hablar o por lo menos de expresar con ellas los más íntimos y delicados sentimientos. Hoy hemos de admitir que aquel tan peregrino empeño de nuestro remoto antecesor iba a desencadenar un profundo proceso de transformación evolutiva que afectaría de forma integral y definitiva a la especie humana, ya que llegó a repercutir tanto en su aspecto físico como en su capacidad intelectual.

  A lo largo de los siglos el obstinado hombre primitivo buscaría y ensayaría infinidad de recursos, posturas y artimañas para poder caminar sobre las extremidades posteriores, mantenerse erguido dentro de lo posible y no caerse. 
  La actual bipedestación y la deambulación en posición erguida de la persona humana es el resultado de una sabia evolución. En resumen, hoy podemos decir que el cuerpo humano a lo largo de siglos ha experimentado tan profunda transformación que podríamos catalogarla como una de las más perfectas y maravillosas obras de bio-ingeniería tanto en el aspecto estructural, como en el estático y en el dinámico. Baste con un somero y elemental análisis: la proyección vertical del edificio humano (o lo que es lo mismo, nuestra base de sustentación gravitacional cuando estamos erguidos) además de ser proporcionalmente muy escasa, no es constante, ni está fija, sino que tiene que cambiar en forma, dimensiones y situación con cada uno de nuestros movimientos. Puesto que la vida del hombre siempre ha requerido un continuo movimiento, también ha tenido que ser constante las maniobras necesarias para evitar la pérdida del equilibrio. Dichas maniobras, al principio de la bipedestación, las haría el hombre de forma concienzuda y voluntaria mediante esfuerzos físicos y mentales. A base de un prolongado entrenamiento durante muchas generaciones se fue automatizando el difícil equilibrio en la marcha.
  Debió ocurrir que aquel bípedo implume en su fase de hombre primitivo, que día tra día y siglo tras siglo, siguió practicando sus maniobras equilibristas, cada vez con más soltura. Ello, sin duda, con el tiempo y generación tras generación, provocaría la creación de nuevas conexiones y nuevos circuitos neuronales en su cerebro, donde quedaron inscritos definitivamente sus nuevos conocimientos y estilos de marcha: la bipedestación. Es decir, las habilidades aprendidas con tanto esfuerzo para mantener el equilibrio durante la marcha en bipedestación llegaron a estructurarse físicamente en nuestro encéfalo. Dichas estructuras nerviosas, hoy perfectamente identificadas, aunque son diversas y están interconexionadas, radican principalmente en la parte de encéfalo que conocemos como cerebelo y son las encargados del equilibrio tanto estático como dinámico, manteniendo relación orgánica y funcional con la acustica. Todo aquel que ha experimentado una alteración patológica más o menos pasajera del sistema nervioso encargado de la estato-acústica, y ha sufrido, por tanto, alguna vez un vértigo súbito, nunca podrá olvidar la angustia, la gran inseguridad tanto física como espiritual y la insufrible sensación de agonía que que se siente. Es que en unos segundos queda anulada temporalmente la función de este delicado proceso evolutivo encefálico y la sensación que se experimenta es como si el mundo entero se derrumbase a su alrededor.   
  Vemos por tanto como el hombre, en su proceso evolutivo, desde sus más remotos orígenes, siempre se ha caracterizado por su tozudez, por su eterno empeño en alcanzar metas aparentemente  inaccesibles, por superarse a sí mismo. Y, como someramente acabamos de analizar, una de esas utópicas metas consistió el conseguir liberar las extremidades anteriores y conseguir andar valiéndose únicamente de las extremidades posteriores. Y, como podemos comprobar hoy día, aunque aún con ciertas limitaciones según la edad, lo consiguió. Es más, yo estoy por asegurar que si aquel antecesor nuestro, entonces cuadrúpedo, en vez de empeñarse en poder andar sobre sus dos pies y, por consiguiente, marchar erecto, en aquel momento se hubieses propuesto poder volar, también lo habría conseguido. En tal caso hoy nuestro cuerpo y, sobre todo, nuestras extremidades serían muy diferentes; por ejemplo, en vez de disponer de competentes brazos y habilidosas manos, estaríamos dotados de unas grandes alas. Posiblemente éstas serían de tipo membranoso y plegables, como las de los murciélagos. Nuestro aspecto, por cierto, no sería muy atractivo, pero a cambio estaríamos dotados de la facultad de poder desplazarnos con la mayor facilidad a capricho por los espacios aéreos.No cabe duda que, sabiendo de lo que es capaz el hombre actual, un imaginario "hombre-aéreo", por su parte, también habrá adquirido una pericia extraordinaria en el arte de volar. Pero cabe preguntarse cómo habrían evolucionado en él sus otras facultades, sobre todo las de carácter psíquico. Es muy posible que este hombre imaginario seguramente hoy estaría capacitado para realizar en el aire, sin ayuda de artefactos mecánicos, proezas nunca vistas ni imaginables. Pero, cómo sería este imaginario hombre volador en el aspecto psíquico. ¿Sería un ángel o sería algo así como un diablo? Desde luego podemos afirmar que si hubiese optado por volar en vez de andar sobre la tierra nunca se hubiese forjado lo que hay denominamos el homo sapiens. La razón que nos asiste para realizar una tan palmaria  afirmación es que resulta indudable que durante el largo proceso evolutivo de la especie humana, el progreso intelectual que el hombre ha ido alcanzando siempre ha venido siendo dependiente y paralelo al grado de habilidad y perfección que ha ido logrando con sus manos. Siempre, a lo largo del proceso evolutivo humano debe haber existido una especie de retroalimentación mutua entre la habilidad manual y la capacidad mental: a medida que fue perfeccionándose la destreza manual, su capacidad mental también fue potenciándose y viceversa. Concluimos, por tanto, que justamente cuando el hombre consiguió la bipedestación y la liberación de sus extremidades superiores, cuando, con progresiva y creciente intensidad  se vio impulsado el complejo pero lógico proceso de aprendizaje deductivo y razonado, con su consiguiente desarrollo intelectual. 
En este prolongado proceso evolutivo, el hombre fue adquiriendo y perfeccionando no sólo los mecanismos automáticos para la marcha en bipedestación, sino también los encargados de evitar en lo posible las caídas e incluso también aquellos otros que actúan durante la pérdida del equilibrio, y que pretenden enseñarnos a saber caer; es decir, a caer de la mejor manera para no saltarnos la crisma.  
Aun hoy, el genero humano lucha por mantener este privilegio adquirido, pues la bipedestación, como hemos visto, en su aspecto filo-genético, constituye una adquisición evolutiva de tipo psico-físico, relativamente reciente y, por tanto, no lo suficiente madura y, en cierta forma, hasta vulnerable. Tal circunstancia se pone de manifiesto cuando analizamos la manera de andar del hombre a lo largo de su edad. El bebé comienza a desplazarse a gatas y solo poco a poco va consiguiendo la bipedestación conforme van madurando su estructuras nerviosas y musculares. Pero, el hombre ante un proceso de involución psico-física, como ocurre en la edad provecta y en las enfermedades consuntivas o degenerativas, experimenta un deterioro progresivo tanto de su capacidad de bipedestación como de equilibrio estático y dinámico.
Hoy el hombre se desplaza erguido y puede deambular a capricho de un lado para otro, apoyándose únicamente en las extremidades inferiores. Hoy el hombre ha conseguido convertir en realidad aquélla idea utópica que un día surgió en la primitiva mente de aquel homínido, cuadrúpedo, remotísimo antecesor nuestro. Hoy hemos de aceptar que la inveterada lucha sostenida por el hombre por conseguir y perfeccionar la deambulación bípeda ha valido la pena: gracias a su consecución hemos podido desarrollar nuestra capacidad intelectual hasta el extremo de poder proclamarnos, tal vez un tanto presuntuosamente, como los reyes de la creación. Hoy el hombre, gracias a su inteligencia y a su habilidad,  ha conseguido progresos importantísimos: hemos aprendido a analizar y estudiar las cosas de la naturaleza, a descubrir sus secretos, a aprovechar sus recursos, etc. etc. No obstante, hemos de admitir que aún nos queda en este aspecto mucho camino por andar, pues aunque hemos desentrañado muchos de los misterios que entraña la madre Naturaleza, tal vez hemos dejado en el olvido y apartado un campo importantísimo: el hombre en sí, aquel bípedo implume, enigmático y ambicioso que se empeñó en andar sobre las extremidades inferiores. Hoy cabe preguntase: ¿hemos llegado a conocernos a nosotros mismos?, ¿conoce el hombre al hombre?
Es más, en muchas ocasiones, analizando nuestros actos, deberíamos preguntarnos si no se equivocaría la madre Naturaleza cuando encaminó nuestra evolución por el extraordinario derrotero que hemos venido mencionando. Pues, aunque es cierto que la evolución de la especie humana ha dotado al hombre actual de un alto nivel intelectual, ¿nos ha conferido a la misma vez de la suficiente sensatez para usar debidamente tan prodigioso atributo al servicio del bien común? La verdad es que analizando algunas de nuestras obras, surge una duda razonable: qué clase de seres inteligentes somos cuando estamos inmersos en la fabricación de armas de destrucción masiva, cuándo nos sentimos endiosados y presumimos de saber cómo destruir el mundo, nuestro mundo, el mundo que nos dio el ser y del cual dependemos en todos los aspectos.




martes, 26 de febrero de 2019

LA SERPIENTE DE ESCULAPIO

  Seguramente el hombre primitivo, por ejemplo, ante el zarpazo de la enfermedad, debió preguntarse la causa y la procedencia de aquella alteración que tanto sufrimiento le ocasionaba. También resulta absolutamente lógico y comprensible que, desde el principio de los tiempos, el hombre cuando se encuentra enfermo se haya dedicado a buscar por todos los medios la manera de recuperar la salud perdida. Pero como en época tan remota, en la mayoría de las ocasiones, no llegara a identificar la causa, ni la procedencia de la enfermedad, ni tampoco, en muchas ocasiones lograra recuperar la salud, el hombre primitivo, ante la enfermedad se debió sentir profundamente confuso y desorientado.
  Indudablemente, aquel hombre primitivo enfermo, sumido en un mar de conjeturas,  haciendo uso de su imaginación, un día supuso que aquello que le aquejaba y que tanto le limitaba y le causaba sufrimiento, debía ser una especie de castigo que le imponía alguien, algún ser superior y desconocido que existiese. También pudo llegar a la conclusión, por tanto, que el, el hombre, no estaba solo en el mundo, que seguramente coexistían otros seres desconocidos, sin duda de capacidad superior, capaces de mortificarlo con la enfermedad y por qué no, con otros males y catástrofes. Este mismo racionamiento también le condujo a la suposición, y tal vez al convencimiento, de que dichos seres superiores también tendrían potestad para socorrerlo y ampararlo en sus desdichas.
  Fue así como a estos entes fabulosos, nacidos en la imaginación de la mente humana, a los que no podía ver, un día se les llamó dioses y mentalmente, en muchas ocasiones, los imaginó con forma humana y en otras se los representaba con figura de animales portentosos. Además, como nunca había conseguido verlos, pero estaba convencido de que esos seres superiores existían, considerando que estaban fuera de nuestro alcance, los situó en la amplia, inmensa e ilimitada esfera etérea, tal vez aposentados sobre esos mundos luminosos que gravitaban sobre nuestras cabezas.
  Tras este preámbulo hemos de admitir el hecho real  e histórico en el que la humanidad, a través de las múltiples civilizaciones que han existido, ha venido admitiendo que allá arriba, en algún punto del infinito espacio celeste, debía existir un lugar privilegiado donde, entre los dioses creadores del universo y encargados de su correcto funcionamiento, debía encontrarse también el menos un dios con capacidad para sanar al hombre enfermo. Por eso, siempre el hombre al enfrentarse al azote de la enfermedad, ha vuelto los ojos hacia arriba buscando un dios sanador. Históricamente, que sepamos, a ese  dios se le ha designado con diversos nombres. Así, por ejemplo, sabemos que los babilónicos le llamaban Mardut  y los egipcios Thot. En la mitología griega, que es las más próxima a nuestros y la que de una forma más directa afecta a nuestra civilización, existió un trío de divinidades relacionadas con la salud y por tanto con la Medicina. Dentro de esta trilogía,  en el lugar más relevante estaba situado el gran dios Apolo, que además de ser el dios del fuego solar y de la belleza, era la divinidad suprema de la Medicina. Para este dios la salud venía a estar fundamentada en una perfecta armonía psíquica y por tanto, para Apolo, la salud no era ni más ni menos que una manifestación que dimanaba directamente de la plenitud del alma. El segundo miembro del trío era Asclepio, que, aunque hijo de Apolo, estaba más ligado al mundo terreno por ser también hijo de una mortal (Corónide), y éste, en lo respecta a la salud humana, concedía mayor importancia al buen funcionamiento de la parte somática de la persona, aunque sin olvidar la parte psíquica.
 Asclepio
Apolo y Eurídice
Quirón

Asclepio (Esculapio para los romanos) venía a considerar la salud como el resultado de una perfecta conjunción entre la parte psíquica y la somática del ser humano, pero, siempre, concediendo mayor importancia a la parte orgánica. Por último estaba Quirón que, como centauro que era, prácticamente no alcanzaba a considerar el alma y se limitaba al estudio científico de la Medicina y, por tanto desde el punto de vista puramente orgánico.Quirón era el gran erudito, el científico, el sabio académico poseedor de una cultura enciclopédica que dedicó su vida a instruir a los héroes.
  Han sido tantos los siglos que que han reinado en Medicina este trío de dioses y que, por consiguiente, han permanecido vívidos en la mente y en la imaginación del pueblo, que necesariamente han dejado una profunda huella en nuestra cultura. En la actualidad no sólo vemos sus mitografías representadas en las obras artística clásicas, sino también en muchas de nuestras revistas científicas, y, sobre todo, resulta especialmente significativo que, siguiendo la tradición de nuestros antepasados, aún, hoy día, cuando se formula el juramento hipocrático, se comienza diciendo: "Juro por Apolo, médico, por Esculapio, Hygia y por Panacea y por todos los dioses y diosas..."
  Pero es la historia de Asclepio (el Esculapio de los romanos) la que hoy nos interesa  y la que sin duda merece una atención especial. Cuenta la tradición mitológica que en los albores de la civilización griega, allá en un lugar de la costa oriental de Gracia, concretamente en la batalladora y mítica región alpina de Tesalia, existió un legendario rey, hijo de Ares, llamado Flegias. Este rey era padre de una princesa que se llamaba Corónide. La tal Corónide estaba dotada de una belleza tan extraordinaria que llegó a enamorar al mismo dios Apolo. Pero ocurrió que la encantadora princesa, tras sus encuentros con el dios de la corona resplandeciente, quedó en cinta. Mas, para desventura de la princesa, no pasó mucho tiempo, tras conceder sus favores al altísimo dios, ocurrió que que éste, posiblemente debido a sus múltiples ocupaciones, se fue mostrando un tanto olvidadizo y dejó de acudir a sus citas amorosas.
    La princesa como humana que era, ante el abandono por parte del poderoso dios, se refugió en los brazos de un congénere mortal llamado Isquis, que aunque menos resplandeciente y poderoso que Apolo, por lo menos era más constante y con él mantuvo un escondido y pasional idilio. Como suele ser frecuente hasta las lechuzas conocían las andanzas de la princesa y también llegaron a oídos del poderoso dios, lo cual le causó tan profundo enfado que decidió castigarla. No obstante Apolo no fue capaz de dar la cara personalmente y encomendó a su hermana gemela, la diosa Artemisa (la diosa de la castidad y de la caza: la Diana de los romanos) para que le aplicase en su nombre un castigo ejemplar por su infidelidad a un dios. Artemisa aceptó la encomienda de su hermano y no se anduvo por las ramas, pues lanzó contra Corónide una flecha de oro que la mató de forma fulminante. Pero, cuando el cuerpo de la desdichada princesa ya se encontraba ya sobre la pira funeraria, el dios Apolo recapacitó y cayó en la cuenta de que en las entrañas del cadáver de la princesa se encontraba el fruto de sus propios devaneos amorosos y, ni corto ni perezoso, apareció en todo su esplendor y gracias a su gran poder extrajo vivo a un niño del vientre de la madre y que con el tiempo llegaría a ser un dios sanador: Asclepio. Históricamente ésta fue la primera cesárea post mortem realizada con éxito, aunque aún dentro del terreno mitológico.
  Una vez realizada tan prodigiosa operación quirúrgica, el hijo de Zeus se elevó de nuevo a las alturas dejando a su hijo y de la princesa Corónide en el monte Titeion. Allí, por designio divino, el recién nacido cayó bajo la protección del centauro llamado Quirón, gran sabio que dedicaba su vida a educar y adiestrar a los héroes. Este gran sabio acogió con cariño a Asclepio y lo instruyó en muchas ramas de su saber enciclopédico Pero Asclepio demostró especial dedicación en arte de la práctica de la Medicina.
  Pasado el tiempo, Asclepio, habiendo superado en conocimientos médicos a su preceptor, se emancipó de Quirón y se fue a recorrer el mundo. Fue entonces cuando Asclepio, además de adquirir merecida fama como médico prestigioso, también pasó a la fabulosa historia mitológica de Grecia, por haber participado, junto a Jasón y Orfeo, en la aventurada expedición de los Argonautas hasta la ciudad de Eea en el Ponto Euxino, en busca del bellocino de Oro. Más tarde, cuando regresó de tan prolongada y audaz andanza, siendo ya soberano de Tesalia, dedicó su vida a la práctica de la Medicina y al gobierno de su reino. Literalmente cuenta la leyenda que él "curaba mediante el cuchillo y que también recomendaba como remedio terapéutico escuchar música y cantos". También se cuenta que fue tanta la pericia y la maña adquirida por Asclepio en el arte de la Medicina que incluso llegó a resucitar muertos, como fue el caso del belicoso Hipólito, hijo del famoso vencedor del Minotauro, el rey Teseo. La leyenda sigue afirmando que Ascepio disponía de un remedio milagroso que le había regalado su protectora Atenea, la Minerva romana, diosa de la guerra y del conocimiento. Dicha pócima milagrosa era nada menos que sangre extraída del lado derecho de Medusa, la cual tenía el poder de devolver la salud e incluso la vida a los mortales. Al contrario ocurría con la sangre procedente del flanco izquierdo de esta espantosa y terrible Gorgona, que constituía un potentísimo veneno. Es curioso, interesante y digno de una reflexión especial, los efectos que atribuían a este remedio prodigioso, la sangre de la Medusa, dado que la misma sustancia podía conducir  a consecuencias totalmente opuestas y paradójicas, exactamente igual que ocurre actualmente con la mayoría de los medicamentos: curar o dañar; cuando se usan correctamente, curan, y cuando su uso es incorrecto o inadecuado pueden resultar lesivos.
  Viene a concluir este relato mitológico en que Asclepio, en el ejercicio de la medicina, incluso llegó a excederse, pues olvidó un precepto elemental que viene a marcar que todo cometido o actividad profesional humana tiene un campo propio y delimitado en el que actuar el cual no debe ni puede sobrepasar. Fue así que cuando Asclepio osó resucitar a Hipólito, Zeus se sintió disgustado: no le pareció muy conveniente al dios supremo que el prestigioso sanador se hubiese atrevido a devolver la vida a un mortal. Consideró Zeus que tales actos sobrepasan el campo propio de la medicina e invaden el ámbito de lo milagroso y que si las resucitaciones llegasen a prodigarse podría alterarse el orden natural del mundo. Ante tan grave amenaza para el armónico y sincronizado funcionamiento del mundo humano, Zeuz fue tajante y,  haciendo uso de sus potentes rayos, fulminó instantáneamente tanto al médico rey como al resucitado Hipólito.
  Pero hasta en el Olimpo, la cristalina morada de los dioses, surgían ciertos antagonismos y desavenencias. Fue así que a Apolo no le sentó nada bien que el dios supremo, Zeus, hubiese acabado con la vida de su esclarecido hijo Esculapio y decidió vengarse. Para ello no se le ocurrió mejor medio que ir matando uno por uno a los numerosos y gigantescos cíclopes, hijos de Zeus, que eran, precisamente, los encargados de fabricar  al dios de los dioses sus poderosisimos rayos. Lógicamente la desavenencia no acabó aquí, pues el dios supremo respondió a tan grave insulto castigando a Apolo, al que le hizo trabajar como esclavo durante un largo año, concretamente lo envió como boyero al servicio del rey Admeto de Tesalia.
  Lo cierto es que la prematura y fulminante muerte de Asclepio fue causa de la sublimación del médico rey, pues, como suele ocurrir, es precisamente tras la muerte de un famoso, cuando su fama más se enaltece. Asclepio, incluso después de su muerte, llegó a representar para los humanos no solo la figura máxima de la medicina, sino que tanto se enalteció su figura y tan alta su gloria, que su recuerdo fue proyectado al mundo de los dioses y, desde entonces y durante toda la antigüedad, fue objeto de un culto fervoroso. Se erigieron santuarios en su honor a los cuales acudían en inacabable peregrinación enfermos en busca de la salud perdida procedentes de los lugares más apartados. Especial notoriedad adquirió el templo erigido en su honor en la ciudad de Epidauro -su ciudad natal- donde Asclepio -al que los romanos habían de llamar Esculapio- estaba representado por una gran estatua hecha de oro y marfil, portando un báculo en el que aparecía enroscada un serpiente. Se cree que el bastón viene a representar una característica de la profesión médica, la de ser una profesión itinerante por la necesidad que el médico tenía de caminar de un lado para otro para llegar al paciente que necesitaba su ayuda. La serpiente, con su periódico cambio de piel, simbolizaba la constante y necesaria renovación de la Medicina, que, como bien nos consta, persiste en nuestros días. Junto a este gran templo había una dependencia llamada tholos, que era una especie de archivo médico, repleto de tablillas inscritas en las que se detallaban los divinos y acertados consejos del dios médico y también donde se describían el tratamiento a debían someterse los pacientes para curar sus distintas dolencias.
  De cuándo y cómo  pasó Asclepios a Roma, cambiando su nombre por el de Esculapio, se cuenta que, con ocasión de una terrible y gran peste que afligió a Italia, fueron enviados mensajeros al oráculo de Delfos para suplicar ante el dios Apolo un remedio que atajase la epidemia. También consta que la respuesta del dios, por medio de su pitonisa fue literalmente la siguiente: "No has menester de Apolo, dice el dios, pueblo, Esculapio puede salvarte de tu trance". Entonces el Senado Romano, envió otra embajada al templo de Esculapio, en Epidauro con el firme propósito de incluso, si fuese necesario, de secuestrar y traer hasta Roma nada menos que la colosal y apreciadisima escultura del dios sanador. Naturalmente los encargados del templo se opusieron y como el tiempo transcurría si que llegasen a un acuerdo, el embajador romano, desesperado, aprovechando la noche, penetró en el templo y se postró suplicante ante a imagen de Esculapio. Semejante gesto conmovió al dios y su santa lengua se movió para hablar así: "No temas. He de ir con vosotros a Roma, pero no en mi figura, sino en la de esta culebra que tengo enroscada en mi báculo" Acto seguido la serpiente se desprendió del bastón, bajó al pavimento y, ante el estupor del embajador, se encaminó con el resplandor de sus relucientes ojos, y terminó embarcándose en la nave de los romanos.
  Una vez que llegaron a Italia, mientras remontaban el Tiber, al pasar frente a una isleta, la culebra se lanzó al agua y se dirigió e la mencionada isla, donde desapareció. El cónsul romano, intuyendo el deseo del dios sanador, dispuso que allí mismo se debía alzar un tempo en honor a Esculapio. Lo cierto es que en ese momento cesó la gran epidemia que afligía a la península itálica y desde entonces el pueblo de Roma gozó de la protección del gran dios sanador.