"Suele ocurrir que el hombre deja transcurrir tanto la tan risueña juventud como la laboriosa edad madura y un día, sin apenas percatarse de ello, se encuentra ya dentro de la tercera edad. Precisamente es en esta última etapa de la vida cuando con más fuerza y constancia se pone de manifiesto el nostálgico sentimiento de la añoranza"
Mientras dura la maravillosa edad de la ilusión, que es la juventud, el hombre no suele dedicar su precioso tiempo a meditar ni mucho menos en valorar su breve y apasionante pasado y presente. Tampoco sería lógico que lo hiciera, pues en dicha época de la vida el joven sólo ansía, con toda su alma, avanzar, que el tiempo transcurra deprisa para aventurarse en un futuro ilusionante que considera cercano, casi al alcance de su mano.
Cuando quiere acordar, sin apenas percatarse de ello, el hombre ya se encuentra inmerso en esos años afanosos de la edad laboral y aquel empuje íntimo y arrollador, un tanto irreflexivo, propio de la juventud se va atenuando, a la vez que la persona dedica su mayor afán a cumplir lo mejor que puede la actividad laboral y profesional que le ha caído en suerte. Es ésta última una época de la vida en la que el hombre suele embarcarse en una labor un tanto rutinaria y repetitiva que, en resumidas cuentas, viene a constituir una lucha cotidiana en a que cada uno intenta superarse y adquirir mayor pericia en la profesión social que ha elegido.
Ya, en esta fase, más o menos rutinaria y monótona de la vida, es frecuente que el hombre alguna vez recapacite y vaya adquiriendo conciencia de que el futuro, además de encerrar siempre un cierto grado de incertidumbre, no resulta tan feliz y prometedor como él esperaba. Sobre todo, se va percatando de que la vida humana fluye sin sentir y transcurre con celeridad. También va viendo que, por tanto, el en un principio más o menos prometedor futuro es breve por naturaleza. Pero son momentos de meditación a los que o no queremos ni tenemos tiempo de concederle la mucha importancia ni la atención que tema tan trascendente merece. Es que como durante la edad adulta el hombre suele vivir sumamente afanado, dedicado cada cual a cumplir con sus obligaciones y el cometido social que le corresponde, no es lógico que nos detengamos en semejantes reflexiones.
Mientras tanto indefectiblemente ocurre que un día, casi inesperadamente, se ve uno sorprendido al comprobar que ya es una persona mayor, o, incluso, que ya es lo que hemos dado en llamar una persona vieja. Al principio, un tanto estupefacto, ni se atreve ni quiere admitir tal realidad. Mas, pronto, cada vez de una forma más palpable, va descubriendo en su organismo los inconfundibles síntomas premonitorios propios de la vejez. Precisamente somos los médicos los que más capacitados estamos para descubrir e identificar dichos signos y síntomas. En realidad se trata del deterioro fisiológico que se produce, de una forma progresiva, de todos y cada uno de los distintos órganos y sistemas de nuestro organismo, tanto en el aspecto físico como en el psíquico. Poco a poco nos vemos obligados a aceptar que aquella maravillosa constelación de mecanismos biológicos vitales que animaban y hacían funcionar a la perfección y con armonía todo nuestro ser psico-físico van empezando a trabajar en un ralentí cada vez más perezoso.
Cuando quiere acordar, sin apenas percatarse de ello, el hombre ya se encuentra inmerso en esos años afanosos de la edad laboral y aquel empuje íntimo y arrollador, un tanto irreflexivo, propio de la juventud se va atenuando, a la vez que la persona dedica su mayor afán a cumplir lo mejor que puede la actividad laboral y profesional que le ha caído en suerte. Es ésta última una época de la vida en la que el hombre suele embarcarse en una labor un tanto rutinaria y repetitiva que, en resumidas cuentas, viene a constituir una lucha cotidiana en a que cada uno intenta superarse y adquirir mayor pericia en la profesión social que ha elegido.
Ya, en esta fase, más o menos rutinaria y monótona de la vida, es frecuente que el hombre alguna vez recapacite y vaya adquiriendo conciencia de que el futuro, además de encerrar siempre un cierto grado de incertidumbre, no resulta tan feliz y prometedor como él esperaba. Sobre todo, se va percatando de que la vida humana fluye sin sentir y transcurre con celeridad. También va viendo que, por tanto, el en un principio más o menos prometedor futuro es breve por naturaleza. Pero son momentos de meditación a los que o no queremos ni tenemos tiempo de concederle la mucha importancia ni la atención que tema tan trascendente merece. Es que como durante la edad adulta el hombre suele vivir sumamente afanado, dedicado cada cual a cumplir con sus obligaciones y el cometido social que le corresponde, no es lógico que nos detengamos en semejantes reflexiones.
Mientras tanto indefectiblemente ocurre que un día, casi inesperadamente, se ve uno sorprendido al comprobar que ya es una persona mayor, o, incluso, que ya es lo que hemos dado en llamar una persona vieja. Al principio, un tanto estupefacto, ni se atreve ni quiere admitir tal realidad. Mas, pronto, cada vez de una forma más palpable, va descubriendo en su organismo los inconfundibles síntomas premonitorios propios de la vejez. Precisamente somos los médicos los que más capacitados estamos para descubrir e identificar dichos signos y síntomas. En realidad se trata del deterioro fisiológico que se produce, de una forma progresiva, de todos y cada uno de los distintos órganos y sistemas de nuestro organismo, tanto en el aspecto físico como en el psíquico. Poco a poco nos vemos obligados a aceptar que aquella maravillosa constelación de mecanismos biológicos vitales que animaban y hacían funcionar a la perfección y con armonía todo nuestro ser psico-físico van empezando a trabajar en un ralentí cada vez más perezoso.
Gracias a la resignación que suele conferirnos la edad y la experiencia que nos proporciona el paso de la vida y el ejercicio de nuestra profesión, poco a poco vamos adaptándonos a la nueva situación y, sobre todo, procuramos sobrellevar las consiguientes limitaciones orgánicas y psíquicas con el mayor disimulo o, por lo menos, lo mejor que Dios nos da a entender. No obstante, ante el progresivo declive orgánico, no puede uno dejar de pensar que, lógicamente, todo ello acabará por conducirnos indefectiblemente, más pronto que tarde, a una situación limite de tipo catastrófica.
A nadie le resulta fácil aceptar que ha entrado en la última fase de su vida. Naturalmente, el reconocerlo, resulta un tanto desalentador. Tanto es así que quizá por primera vez en su vida el hombre suele frenar los briosos corceles que han venido empujando su existencia y se detiene para intentar situarse en la autenticidad de su transcurso vital. Es cuando solemos mirar hacia atrás, hacia el pasado, y vemos y rememoramos con mayor claridad el trayecto recorrido, toda esa época de nuestra vida ya consumada y que, por tanto se esfumó y no volverá a repetirse. También en esos momentos solemos mirar hacia adelante, intentamos otear y valorar nuestro futuro incógnito. Entonces tenemos la sensación de haber recorrido un largo sendero, lleno de peripecias, que nos ha conducido hasta situarnos en la cúspide de una alta cima desde la que ya no se vislumbran posibles objetivos ni, por tanto, nuevos itinerarios asequibles a nuestro alcance. Es entonces, cuando tras analizar todos los puntos cardinales y otear en todos los sentidos, terminamos convencidos de que ya, para nosotros, no hay ningún camino factible y, por primera vez en nuestra vida, experimentamos la deprimente sensación de encontrarnos verdaderamente solos y sin saber hacia dónde dirigirnos. Comprobamos que todas las sendas posibles ya están ocupadas por derecho natural, legítimo y propio por una nueva y palpitante juventud que ha venido a reemplazarnos. Nosotros, los que ya hemos sobrepasado gran parte del ciclo vital, al sentirnos en esa situación, un tanto desconectados, desorientados y bastante perplejos, miramos hacia el vacío y nos sorprende percibir allá arriba, aunque aparentemente fuera de nuestro alcance, un cielo inmenso sembrado de infinidad de mundos,centelleantes.
Por otro lado es normal que en esta época de la vida el hombre dedique gran parte de su tiempo en intentar aclarar ideas y descifrar en lo posible lo que en realidad somos y el verdera sentido de nuestra vida. Es en esos momento cuando nos percatamos de la extraordinaria brevedad relativa de la vida del ser humano sobre la tierra. Sólo basta mirar al cielo y comparar nuestro tiempo efímero con la presencia aparentemente infinita y eterna del mundo cósmico. Es entonces cuando ante el recuerdo y el análisis del tiempo pasado, que lleno de ilusiones se nos escapó sin sentir,se experimenta a la vez un inevitable sentimiento de añoranza seguido de un profundo desencanto y frustración. Y es normal que lleguemos a lamentemos y a recriminarnos por no haber vivido más intensamente nuestra vida y haber aprovechado cada minuto de nuestro precioso tiempo pasado. Ahora, si mentalmente intentamos medir el tiempo pasado y el que presumiblemente nos quede por vivir, hemos de admitir que matemáticamente el segundo término tiene que mucho más corto. Es decir que, aunque recordemos con toda claridad remotas vivencias de nuestra infancia y nos parezca que fue ayer cuando éramos niños, en realidad han transcurrido ya muchos años, precisamente los más floridos de nuestra vida, y, por tanto, prácticamente la mayor parte de nuestra existencia.
A nadie le resulta fácil aceptar que ha entrado en la última fase de su vida. Naturalmente, el reconocerlo, resulta un tanto desalentador. Tanto es así que quizá por primera vez en su vida el hombre suele frenar los briosos corceles que han venido empujando su existencia y se detiene para intentar situarse en la autenticidad de su transcurso vital. Es cuando solemos mirar hacia atrás, hacia el pasado, y vemos y rememoramos con mayor claridad el trayecto recorrido, toda esa época de nuestra vida ya consumada y que, por tanto se esfumó y no volverá a repetirse. También en esos momentos solemos mirar hacia adelante, intentamos otear y valorar nuestro futuro incógnito. Entonces tenemos la sensación de haber recorrido un largo sendero, lleno de peripecias, que nos ha conducido hasta situarnos en la cúspide de una alta cima desde la que ya no se vislumbran posibles objetivos ni, por tanto, nuevos itinerarios asequibles a nuestro alcance. Es entonces, cuando tras analizar todos los puntos cardinales y otear en todos los sentidos, terminamos convencidos de que ya, para nosotros, no hay ningún camino factible y, por primera vez en nuestra vida, experimentamos la deprimente sensación de encontrarnos verdaderamente solos y sin saber hacia dónde dirigirnos. Comprobamos que todas las sendas posibles ya están ocupadas por derecho natural, legítimo y propio por una nueva y palpitante juventud que ha venido a reemplazarnos. Nosotros, los que ya hemos sobrepasado gran parte del ciclo vital, al sentirnos en esa situación, un tanto desconectados, desorientados y bastante perplejos, miramos hacia el vacío y nos sorprende percibir allá arriba, aunque aparentemente fuera de nuestro alcance, un cielo inmenso sembrado de infinidad de mundos,centelleantes.
Por otro lado es normal que en esta época de la vida el hombre dedique gran parte de su tiempo en intentar aclarar ideas y descifrar en lo posible lo que en realidad somos y el verdera sentido de nuestra vida. Es en esos momento cuando nos percatamos de la extraordinaria brevedad relativa de la vida del ser humano sobre la tierra. Sólo basta mirar al cielo y comparar nuestro tiempo efímero con la presencia aparentemente infinita y eterna del mundo cósmico. Es entonces cuando ante el recuerdo y el análisis del tiempo pasado, que lleno de ilusiones se nos escapó sin sentir,se experimenta a la vez un inevitable sentimiento de añoranza seguido de un profundo desencanto y frustración. Y es normal que lleguemos a lamentemos y a recriminarnos por no haber vivido más intensamente nuestra vida y haber aprovechado cada minuto de nuestro precioso tiempo pasado. Ahora, si mentalmente intentamos medir el tiempo pasado y el que presumiblemente nos quede por vivir, hemos de admitir que matemáticamente el segundo término tiene que mucho más corto. Es decir que, aunque recordemos con toda claridad remotas vivencias de nuestra infancia y nos parezca que fue ayer cuando éramos niños, en realidad han transcurrido ya muchos años, precisamente los más floridos de nuestra vida, y, por tanto, prácticamente la mayor parte de nuestra existencia.
Es esa edad en que se nos hace evidente, y nos vemos obligados a reconocer y aceptar -a regañadientes-, el declive de nuestro vigor físico, el aumento de nuestras limitaciones funcionales; las cuales,poco a poco, nos van convirtiendo en seres cada vez más lentos y mas inseguros físicamente. Un día, aunque nos cueste sudores, terminamos por aceptar que no hay vuelta atrás, que, sin duda, hemos entrado de lleno en esa penosa época de la vida humana llamada vejez y que para nosotros, como es lógico, está cada día más próximo un final y un más allá ignoto.Ante semejante perspectiva es lógico que a las personas mayores, sobre todo a las bastante mayores, nos agrade rememorar determinados momentos y episodios más o menos felices de nuestra lejana vida pasada.
Es que el hombre durante la vejez suele sentirse inmerso en un mundo bastante tenebroso, lleno de incógnitas e interrogaciones trascendentes, por lo que no tiene nada de extraño que, de vez en cuando, sienta la necesidad y el alivio de evadirse y volver mentalmente, por la vereda de la memoria, a épocas remotas de la vida pasada. Es una especie de válvula de escape por la que revivimos en medio de una profunda añoranza aquella juventud ilusionada y palpitante que se esfumó sin sentir, y, lo que es peor, que transcurrió, como un suspiro, sin apreciarla y aprovecharla como se merecía; sin darnos cuenta, en aquella un tanto atolondrada edad, que estábamos dejando escapar de nuestra vida. Por ello es natural que el viejo disfrute de una forma un tanto onírica rememorando y reviviendo mentalmente irrepetibles episodios risueños y momentos felices de su juventud que, por algo, quedaron grabados de una forma imborrable, en el fondo de su alma.
Nosotros sabemos que el fluir de la vida, a semejanza del río que se pierde y difumina en la mar inmensa, también nuestra vida, siendo efímera por naturaleza, tiene un único fin y su último sentido se dirige y camina infaliblemente hacia la inmensidad del cosmos infinito.
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