Si con la imaginación pudiésemos retroceder suficientemente a lo largo del proceso evolutivo de la especie humana, seguramente llegaríamos a toparnos con un primario y remotísimo predecesor nuestro que aun anduviese a cuatro patas. Además, esa especie de pre-hombre, con sus cuatro extremidades dedicadas casi exclusivamente a la marcha, habría de estar dotado de una dentadura formidable y de unas mandíbulas poderosas, fuertes y musculosas, pues, a más de usarlas para comer, también le servirían para capturar las piezas de caza, para manipular los alimentos, y, con toda seguridad, realizaría con ellas otras muchas maniobras auxiliares, absolutamente necesarias en el cotidiano desarrollo de su vida. Es decir, que este posible ancestro nuestro ejecutaría con la boca muchas de las funciones que hoy hacemos con las manos.
Debemos suponer, sin temor a equivocarnos, que un buen día al mencionado eslabón evolutivo, primigenio de la especie humana, se le debió pasar por la mente una idea inaudita, a saber: por qué no liberar mis extremidades anteriores, relevarlas de la importante misión de mover mi cuerpo de un lado para otro y convertirlas en prodigiosos instrumentos manipuladores complementarios de la agotadora y deficiente función mandibular. Desde luego podemos presumir que semejante idea sólo se pudo ocurrir a un ser que ya era portador de lo más esencial de linaje humano: el constante afán de superar barreras y de experimentar.Sin lugar a duda, para conseguir tan arduo y prometedor objetivo hubo de embarcarse en un riguroso y prolongado proceso de adiestramiento. Seguro que al principio, cuando comenzara los ensayos, e intentara caminar echando todo el peso de su cuerpo sobre las extremidades posteriores - que con el tiempo llegarían a ser inferiores - ofrecería un espectáculo de lo más chusco: sus maniobras intentando desplazarse semi-erguido resultarían torpes e inseguras; hoy nos parecerían grotescas; las pérdidas del equilibrio y las consecuentes caídas debieron ser muy frecuentes. Hasta conseguir mantenerse sólo sobre los pies, y poder desplazarse erguido debieron transcurrir siglos y siglos a través de muchas generaciones. Mientras tanto lasa extremidades anterioresse fueron transformando y terminaron por constituir los utilísimo miembros superiores dotados de unas manos y unos dedos capaces no sólo de maniobrar con la mayor delicadeza, precisión y habilidad los objetos, sino casi de hablar o por lo menos de expresar con ellas los más íntimos y delicados sentimientos. Hoy hemos de admitir que aquel tan peregrino empeño de nuestro remoto antecesor iba a desencadenar un profundo proceso de transformación evolutiva que afectaría de forma integral y definitiva a la especie humana, ya que llegó a repercutir tanto en su aspecto físico como en su capacidad intelectual.
A lo largo de los siglos el obstinado hombre primitivo buscaría y ensayaría infinidad de recursos, posturas y artimañas para poder caminar sobre las extremidades posteriores, mantenerse erguido dentro de lo posible y no caerse.
La actual bipedestación y la deambulación en posición erguida de la persona humana es el resultado de una sabia evolución. En resumen, hoy podemos decir que el cuerpo humano a lo largo de siglos ha experimentado tan profunda transformación que podríamos catalogarla como una de las más perfectas y maravillosas obras de bio-ingeniería tanto en el aspecto estructural, como en el estático y en el dinámico. Baste con un somero y elemental análisis: la proyección vertical del edificio humano (o lo que es lo mismo, nuestra base de sustentación gravitacional cuando estamos erguidos) además de ser proporcionalmente muy escasa, no es constante, ni está fija, sino que tiene que cambiar en forma, dimensiones y situación con cada uno de nuestros movimientos. Puesto que la vida del hombre siempre ha requerido un continuo movimiento, también ha tenido que ser constante las maniobras necesarias para evitar la pérdida del equilibrio. Dichas maniobras, al principio de la bipedestación, las haría el hombre de forma concienzuda y voluntaria mediante esfuerzos físicos y mentales. A base de un prolongado entrenamiento durante muchas generaciones se fue automatizando el difícil equilibrio en la marcha.
Debió ocurrir que aquel bípedo implume en su fase de hombre primitivo, que día tra día y siglo tras siglo, siguió practicando sus maniobras equilibristas, cada vez con más soltura. Ello, sin duda, con el tiempo y generación tras generación, provocaría la creación de nuevas conexiones y nuevos circuitos neuronales en su cerebro, donde quedaron inscritos definitivamente sus nuevos conocimientos y estilos de marcha: la bipedestación. Es decir, las habilidades aprendidas con tanto esfuerzo para mantener el equilibrio durante la marcha en bipedestación llegaron a estructurarse físicamente en nuestro encéfalo. Dichas estructuras nerviosas, hoy perfectamente identificadas, aunque son diversas y están interconexionadas, radican principalmente en la parte de encéfalo que conocemos como cerebelo y son las encargados del equilibrio tanto estático como dinámico, manteniendo relación orgánica y funcional con la acustica. Todo aquel que ha experimentado una alteración patológica más o menos pasajera del sistema nervioso encargado de la estato-acústica, y ha sufrido, por tanto, alguna vez un vértigo súbito, nunca podrá olvidar la angustia, la gran inseguridad tanto física como espiritual y la insufrible sensación de agonía que que se siente. Es que en unos segundos queda anulada temporalmente la función de este delicado proceso evolutivo encefálico y la sensación que se experimenta es como si el mundo entero se derrumbase a su alrededor.
Vemos por tanto como el hombre, en su proceso evolutivo, desde sus más remotos orígenes, siempre se ha caracterizado por su tozudez, por su eterno empeño en alcanzar metas aparentemente inaccesibles, por superarse a sí mismo. Y, como someramente acabamos de analizar, una de esas utópicas metas consistió el conseguir liberar las extremidades anteriores y conseguir andar valiéndose únicamente de las extremidades posteriores. Y, como podemos comprobar hoy día, aunque aún con ciertas limitaciones según la edad, lo consiguió. Es más, yo estoy por asegurar que si aquel antecesor nuestro, entonces cuadrúpedo, en vez de empeñarse en poder andar sobre sus dos pies y, por consiguiente, marchar erecto, en aquel momento se hubieses propuesto poder volar, también lo habría conseguido. En tal caso hoy nuestro cuerpo y, sobre todo, nuestras extremidades serían muy diferentes; por ejemplo, en vez de disponer de competentes brazos y habilidosas manos, estaríamos dotados de unas grandes alas. Posiblemente éstas serían de tipo membranoso y plegables, como las de los murciélagos. Nuestro aspecto, por cierto, no sería muy atractivo, pero a cambio estaríamos dotados de la facultad de poder desplazarnos con la mayor facilidad a capricho por los espacios aéreos.No cabe duda que, sabiendo de lo que es capaz el hombre actual, un imaginario "hombre-aéreo", por su parte, también habrá adquirido una pericia extraordinaria en el arte de volar. Pero cabe preguntarse cómo habrían evolucionado en él sus otras facultades, sobre todo las de carácter psíquico. Es muy posible que este hombre imaginario seguramente hoy estaría capacitado para realizar en el aire, sin ayuda de artefactos mecánicos, proezas nunca vistas ni imaginables. Pero, cómo sería este imaginario hombre volador en el aspecto psíquico. ¿Sería un ángel o sería algo así como un diablo? Desde luego podemos afirmar que si hubiese optado por volar en vez de andar sobre la tierra nunca se hubiese forjado lo que hay denominamos el homo sapiens. La razón que nos asiste para realizar una tan palmaria afirmación es que resulta indudable que durante el largo proceso evolutivo de la especie humana, el progreso intelectual que el hombre ha ido alcanzando siempre ha venido siendo dependiente y paralelo al grado de habilidad y perfección que ha ido logrando con sus manos. Siempre, a lo largo del proceso evolutivo humano debe haber existido una especie de retroalimentación mutua entre la habilidad manual y la capacidad mental: a medida que fue perfeccionándose la destreza manual, su capacidad mental también fue potenciándose y viceversa. Concluimos, por tanto, que justamente cuando el hombre consiguió la bipedestación y la liberación de sus extremidades superiores, cuando, con progresiva y creciente intensidad se vio impulsado el complejo pero lógico proceso de aprendizaje deductivo y razonado, con su consiguiente desarrollo intelectual.
En este prolongado proceso evolutivo, el hombre fue adquiriendo y perfeccionando no sólo los mecanismos automáticos para la marcha en bipedestación, sino también los encargados de evitar en lo posible las caídas e incluso también aquellos otros que actúan durante la pérdida del equilibrio, y que pretenden enseñarnos a saber caer; es decir, a caer de la mejor manera para no saltarnos la crisma.
Aun hoy, el genero humano lucha por mantener este privilegio adquirido, pues la bipedestación, como hemos visto, en su aspecto filo-genético, constituye una adquisición evolutiva de tipo psico-físico, relativamente reciente y, por tanto, no lo suficiente madura y, en cierta forma, hasta vulnerable. Tal circunstancia se pone de manifiesto cuando analizamos la manera de andar del hombre a lo largo de su edad. El bebé comienza a desplazarse a gatas y solo poco a poco va consiguiendo la bipedestación conforme van madurando su estructuras nerviosas y musculares. Pero, el hombre ante un proceso de involución psico-física, como ocurre en la edad provecta y en las enfermedades consuntivas o degenerativas, experimenta un deterioro progresivo tanto de su capacidad de bipedestación como de equilibrio estático y dinámico.
Hoy el hombre se desplaza erguido y puede deambular a capricho de un lado para otro, apoyándose únicamente en las extremidades inferiores. Hoy el hombre ha conseguido convertir en realidad aquélla idea utópica que un día surgió en la primitiva mente de aquel homínido, cuadrúpedo, remotísimo antecesor nuestro. Hoy hemos de aceptar que la inveterada lucha sostenida por el hombre por conseguir y perfeccionar la deambulación bípeda ha valido la pena: gracias a su consecución hemos podido desarrollar nuestra capacidad intelectual hasta el extremo de poder proclamarnos, tal vez un tanto presuntuosamente, como los reyes de la creación. Hoy el hombre, gracias a su inteligencia y a su habilidad, ha conseguido progresos importantísimos: hemos aprendido a analizar y estudiar las cosas de la naturaleza, a descubrir sus secretos, a aprovechar sus recursos, etc. etc. No obstante, hemos de admitir que aún nos queda en este aspecto mucho camino por andar, pues aunque hemos desentrañado muchos de los misterios que entraña la madre Naturaleza, tal vez hemos dejado en el olvido y apartado un campo importantísimo: el hombre en sí, aquel bípedo implume, enigmático y ambicioso que se empeñó en andar sobre las extremidades inferiores. Hoy cabe preguntase: ¿hemos llegado a conocernos a nosotros mismos?, ¿conoce el hombre al hombre?
Es más, en muchas ocasiones, analizando nuestros actos, deberíamos preguntarnos si no se equivocaría la madre Naturaleza cuando encaminó nuestra evolución por el extraordinario derrotero que hemos venido mencionando. Pues, aunque es cierto que la evolución de la especie humana ha dotado al hombre actual de un alto nivel intelectual, ¿nos ha conferido a la misma vez de la suficiente sensatez para usar debidamente tan prodigioso atributo al servicio del bien común? La verdad es que analizando algunas de nuestras obras, surge una duda razonable: qué clase de seres inteligentes somos cuando estamos inmersos en la fabricación de armas de destrucción masiva, cuándo nos sentimos endiosados y presumimos de saber cómo destruir el mundo, nuestro mundo, el mundo que nos dio el ser y del cual dependemos en todos los aspectos.
Debemos suponer, sin temor a equivocarnos, que un buen día al mencionado eslabón evolutivo, primigenio de la especie humana, se le debió pasar por la mente una idea inaudita, a saber: por qué no liberar mis extremidades anteriores, relevarlas de la importante misión de mover mi cuerpo de un lado para otro y convertirlas en prodigiosos instrumentos manipuladores complementarios de la agotadora y deficiente función mandibular. Desde luego podemos presumir que semejante idea sólo se pudo ocurrir a un ser que ya era portador de lo más esencial de linaje humano: el constante afán de superar barreras y de experimentar.Sin lugar a duda, para conseguir tan arduo y prometedor objetivo hubo de embarcarse en un riguroso y prolongado proceso de adiestramiento. Seguro que al principio, cuando comenzara los ensayos, e intentara caminar echando todo el peso de su cuerpo sobre las extremidades posteriores - que con el tiempo llegarían a ser inferiores - ofrecería un espectáculo de lo más chusco: sus maniobras intentando desplazarse semi-erguido resultarían torpes e inseguras; hoy nos parecerían grotescas; las pérdidas del equilibrio y las consecuentes caídas debieron ser muy frecuentes. Hasta conseguir mantenerse sólo sobre los pies, y poder desplazarse erguido debieron transcurrir siglos y siglos a través de muchas generaciones. Mientras tanto lasa extremidades anterioresse fueron transformando y terminaron por constituir los utilísimo miembros superiores dotados de unas manos y unos dedos capaces no sólo de maniobrar con la mayor delicadeza, precisión y habilidad los objetos, sino casi de hablar o por lo menos de expresar con ellas los más íntimos y delicados sentimientos. Hoy hemos de admitir que aquel tan peregrino empeño de nuestro remoto antecesor iba a desencadenar un profundo proceso de transformación evolutiva que afectaría de forma integral y definitiva a la especie humana, ya que llegó a repercutir tanto en su aspecto físico como en su capacidad intelectual.
A lo largo de los siglos el obstinado hombre primitivo buscaría y ensayaría infinidad de recursos, posturas y artimañas para poder caminar sobre las extremidades posteriores, mantenerse erguido dentro de lo posible y no caerse.
La actual bipedestación y la deambulación en posición erguida de la persona humana es el resultado de una sabia evolución. En resumen, hoy podemos decir que el cuerpo humano a lo largo de siglos ha experimentado tan profunda transformación que podríamos catalogarla como una de las más perfectas y maravillosas obras de bio-ingeniería tanto en el aspecto estructural, como en el estático y en el dinámico. Baste con un somero y elemental análisis: la proyección vertical del edificio humano (o lo que es lo mismo, nuestra base de sustentación gravitacional cuando estamos erguidos) además de ser proporcionalmente muy escasa, no es constante, ni está fija, sino que tiene que cambiar en forma, dimensiones y situación con cada uno de nuestros movimientos. Puesto que la vida del hombre siempre ha requerido un continuo movimiento, también ha tenido que ser constante las maniobras necesarias para evitar la pérdida del equilibrio. Dichas maniobras, al principio de la bipedestación, las haría el hombre de forma concienzuda y voluntaria mediante esfuerzos físicos y mentales. A base de un prolongado entrenamiento durante muchas generaciones se fue automatizando el difícil equilibrio en la marcha.
Debió ocurrir que aquel bípedo implume en su fase de hombre primitivo, que día tra día y siglo tras siglo, siguió practicando sus maniobras equilibristas, cada vez con más soltura. Ello, sin duda, con el tiempo y generación tras generación, provocaría la creación de nuevas conexiones y nuevos circuitos neuronales en su cerebro, donde quedaron inscritos definitivamente sus nuevos conocimientos y estilos de marcha: la bipedestación. Es decir, las habilidades aprendidas con tanto esfuerzo para mantener el equilibrio durante la marcha en bipedestación llegaron a estructurarse físicamente en nuestro encéfalo. Dichas estructuras nerviosas, hoy perfectamente identificadas, aunque son diversas y están interconexionadas, radican principalmente en la parte de encéfalo que conocemos como cerebelo y son las encargados del equilibrio tanto estático como dinámico, manteniendo relación orgánica y funcional con la acustica. Todo aquel que ha experimentado una alteración patológica más o menos pasajera del sistema nervioso encargado de la estato-acústica, y ha sufrido, por tanto, alguna vez un vértigo súbito, nunca podrá olvidar la angustia, la gran inseguridad tanto física como espiritual y la insufrible sensación de agonía que que se siente. Es que en unos segundos queda anulada temporalmente la función de este delicado proceso evolutivo encefálico y la sensación que se experimenta es como si el mundo entero se derrumbase a su alrededor.
Vemos por tanto como el hombre, en su proceso evolutivo, desde sus más remotos orígenes, siempre se ha caracterizado por su tozudez, por su eterno empeño en alcanzar metas aparentemente inaccesibles, por superarse a sí mismo. Y, como someramente acabamos de analizar, una de esas utópicas metas consistió el conseguir liberar las extremidades anteriores y conseguir andar valiéndose únicamente de las extremidades posteriores. Y, como podemos comprobar hoy día, aunque aún con ciertas limitaciones según la edad, lo consiguió. Es más, yo estoy por asegurar que si aquel antecesor nuestro, entonces cuadrúpedo, en vez de empeñarse en poder andar sobre sus dos pies y, por consiguiente, marchar erecto, en aquel momento se hubieses propuesto poder volar, también lo habría conseguido. En tal caso hoy nuestro cuerpo y, sobre todo, nuestras extremidades serían muy diferentes; por ejemplo, en vez de disponer de competentes brazos y habilidosas manos, estaríamos dotados de unas grandes alas. Posiblemente éstas serían de tipo membranoso y plegables, como las de los murciélagos. Nuestro aspecto, por cierto, no sería muy atractivo, pero a cambio estaríamos dotados de la facultad de poder desplazarnos con la mayor facilidad a capricho por los espacios aéreos.No cabe duda que, sabiendo de lo que es capaz el hombre actual, un imaginario "hombre-aéreo", por su parte, también habrá adquirido una pericia extraordinaria en el arte de volar. Pero cabe preguntarse cómo habrían evolucionado en él sus otras facultades, sobre todo las de carácter psíquico. Es muy posible que este hombre imaginario seguramente hoy estaría capacitado para realizar en el aire, sin ayuda de artefactos mecánicos, proezas nunca vistas ni imaginables. Pero, cómo sería este imaginario hombre volador en el aspecto psíquico. ¿Sería un ángel o sería algo así como un diablo? Desde luego podemos afirmar que si hubiese optado por volar en vez de andar sobre la tierra nunca se hubiese forjado lo que hay denominamos el homo sapiens. La razón que nos asiste para realizar una tan palmaria afirmación es que resulta indudable que durante el largo proceso evolutivo de la especie humana, el progreso intelectual que el hombre ha ido alcanzando siempre ha venido siendo dependiente y paralelo al grado de habilidad y perfección que ha ido logrando con sus manos. Siempre, a lo largo del proceso evolutivo humano debe haber existido una especie de retroalimentación mutua entre la habilidad manual y la capacidad mental: a medida que fue perfeccionándose la destreza manual, su capacidad mental también fue potenciándose y viceversa. Concluimos, por tanto, que justamente cuando el hombre consiguió la bipedestación y la liberación de sus extremidades superiores, cuando, con progresiva y creciente intensidad se vio impulsado el complejo pero lógico proceso de aprendizaje deductivo y razonado, con su consiguiente desarrollo intelectual.
En este prolongado proceso evolutivo, el hombre fue adquiriendo y perfeccionando no sólo los mecanismos automáticos para la marcha en bipedestación, sino también los encargados de evitar en lo posible las caídas e incluso también aquellos otros que actúan durante la pérdida del equilibrio, y que pretenden enseñarnos a saber caer; es decir, a caer de la mejor manera para no saltarnos la crisma.
Aun hoy, el genero humano lucha por mantener este privilegio adquirido, pues la bipedestación, como hemos visto, en su aspecto filo-genético, constituye una adquisición evolutiva de tipo psico-físico, relativamente reciente y, por tanto, no lo suficiente madura y, en cierta forma, hasta vulnerable. Tal circunstancia se pone de manifiesto cuando analizamos la manera de andar del hombre a lo largo de su edad. El bebé comienza a desplazarse a gatas y solo poco a poco va consiguiendo la bipedestación conforme van madurando su estructuras nerviosas y musculares. Pero, el hombre ante un proceso de involución psico-física, como ocurre en la edad provecta y en las enfermedades consuntivas o degenerativas, experimenta un deterioro progresivo tanto de su capacidad de bipedestación como de equilibrio estático y dinámico.
Hoy el hombre se desplaza erguido y puede deambular a capricho de un lado para otro, apoyándose únicamente en las extremidades inferiores. Hoy el hombre ha conseguido convertir en realidad aquélla idea utópica que un día surgió en la primitiva mente de aquel homínido, cuadrúpedo, remotísimo antecesor nuestro. Hoy hemos de aceptar que la inveterada lucha sostenida por el hombre por conseguir y perfeccionar la deambulación bípeda ha valido la pena: gracias a su consecución hemos podido desarrollar nuestra capacidad intelectual hasta el extremo de poder proclamarnos, tal vez un tanto presuntuosamente, como los reyes de la creación. Hoy el hombre, gracias a su inteligencia y a su habilidad, ha conseguido progresos importantísimos: hemos aprendido a analizar y estudiar las cosas de la naturaleza, a descubrir sus secretos, a aprovechar sus recursos, etc. etc. No obstante, hemos de admitir que aún nos queda en este aspecto mucho camino por andar, pues aunque hemos desentrañado muchos de los misterios que entraña la madre Naturaleza, tal vez hemos dejado en el olvido y apartado un campo importantísimo: el hombre en sí, aquel bípedo implume, enigmático y ambicioso que se empeñó en andar sobre las extremidades inferiores. Hoy cabe preguntase: ¿hemos llegado a conocernos a nosotros mismos?, ¿conoce el hombre al hombre?
Es más, en muchas ocasiones, analizando nuestros actos, deberíamos preguntarnos si no se equivocaría la madre Naturaleza cuando encaminó nuestra evolución por el extraordinario derrotero que hemos venido mencionando. Pues, aunque es cierto que la evolución de la especie humana ha dotado al hombre actual de un alto nivel intelectual, ¿nos ha conferido a la misma vez de la suficiente sensatez para usar debidamente tan prodigioso atributo al servicio del bien común? La verdad es que analizando algunas de nuestras obras, surge una duda razonable: qué clase de seres inteligentes somos cuando estamos inmersos en la fabricación de armas de destrucción masiva, cuándo nos sentimos endiosados y presumimos de saber cómo destruir el mundo, nuestro mundo, el mundo que nos dio el ser y del cual dependemos en todos los aspectos.


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