lunes, 21 de septiembre de 2015

VER AMANECER

 Con escasa frecuencia —acaso contadas veces a lo largo de la vida— disponemos de tiempo y, sobre todo, de la templanza de espíritu necesaria para poder llegar a sentirnos totalmente libres y ajenos a toda clase de limitaciones. Solo entonces, cuando nos encontramos en esas circunstancias excepcionales, gozando de un total y verdadero sosiego anímico, podemos encontrarnos íntima y totalmente compenetrados con la Naturaleza, de la que, indudablemente y por derecho propio, formamos parte como seres humanos. Y sólo entonce, cuando conseguimos identificarnos y palpitar al unísono con la Naturaleza,   conseguimos percibir y vivir íntegramente y desde muy adentro la belleza de los grandes y portentosos fenómenos que día tras día ésta nos ofrece.
Es lo que nos puede suceder, por ejemplo, durante la contemplación de un amanecer, cuando percibimos la luz del alaba que, cada vez más intensa, se va extendiendo sobre la faz de la tierra y, poco a poco, y bajo tonos cromáticos múltiples y siempre maravillosos, va transformando la imagen del el mundo que nos rodea. O durante un tranquilo crepúsculo vespertino, cuando el sol se va ocultando tras el lejano horizonte y nosotros extasiados notamos como simultáneamente el alma se expande por maravillosos y soñadores espacios ocultos a la vista.
Y es que la Naturaleza es esencialmente bella en todas y cada una de sus manifestaciones.
Contemplar el sublime y grandioso espectáculo que no ofrece el cielo estrellado en la noche, supera con creces cualquier decorado, por suntuoso que la mente humana pueda imaginarse. Cada uno de los incontables astros que gravitan y lucen sobre nuestra cabeza, flotando milagrosamente en un espacio infinito, y que resplandecen, brillan y palpitan cada uno con un carácter propio, pero que a su vez todos lo hacen como consecuencia de ese fuego común, milagroso y eterno que anima todos los seres de la Creación. 
Incluso, cuando vamos caminando por el campo, al mirar al margen de la vereda, puede que, si nos detenemos a analizar con detenimiento lo que se ofrece a nuestra vista, nos percatemos de un espectáculo subyugador por su perfección y belleza. Así, por ejemplo, una pequeña y preciosa mariposa multicolor que hace equilibrio sobre los frágiles estambres de una florecilla silvestre, mientras absorbe su dulce néctar e impregna su abdomen con el polen fertilizante.     

                                             

sábado, 12 de septiembre de 2015

EL CAMINANTE SOLITARIO

   Caminar a campo través, sin más destino que el contacto con la Naturaleza, aupado únicamente por la sana e inquietante ilusión de ver y analizar un nuevo paisaje, constituye una de las actividades recreativa más completas, satisfactorias y formativas que puede practicar la persona humana. Para el caminante solitario, el amplio mundo que nos rodea constituye una red infinita de posibles senderos a cada cual más atractivo y tentador. Sin la menor duda, el incansable caminante cada día que se adentra por una ruta, en realidad lo que hace es comenzar la lectura de una página nueva y excitante de ese siempre nuevo e inacabable  libro que en sí es la Naturaleza.  Solo el caminante avezado, aquel que ha conseguido compenetrarse íntimamente con el mundo que le rodea, goza del bienaventurado privilegio de percibirlo con los ojos del ama y, por tanto, captar su esencia. Y es que esa maravillosa facultad anímica que hace que el hombre llegue a ser capaz de captar la belleza del mundo, se despierta solo cuando se siente verdadero amor por la Naturaleza.
Viene a ser algo así como si gozasen y caminasen provistos de unos enigmáticos y prodigiosos ojos, que en realidad existen en lo más profundo de nuestro ser humano, con los cuales, cuando se consigue abrirlos al mundo que nos rodea, se alcanza a ver y leer con cierta claridad en ese libro libro inmenso, prodigioso y sabio que en esencia es la Naturaleza en general..
   En cada curva del camino, en cada recodo, en cualquier dirección a la que dirijamos la mirada e incluso en cada instante, se nos ofrecerá una panorámica evolutiva, viva y diferente, siempre bella, atractiva y siempre sumamente interesante. Es que, indudablemente, todo paisaje natural irradia una misteriosa aureola de sublimidad propia y fruto de su divinidad creativa. Ello se aprecia en todos y cada uno de los seres que constituyen la Naturaleza, desde la pequeña florecilla, que humilde se abre a la vera del camino, como en la silueta de la tenebrosa montaña que se alza imponente allá en lejano horizonte.
  Es lógico que el caminante solitario, el vocacional, aquel que ha conseguido comunicarse con el espíritu de la Naturaleza, marche por el mundo como embriagado, sumergido en una especie de éxtasis ante la contemplación con los ojos del alma la belleza sublime de todos y cada uno de los seres de la Naturaleza. Desde la maravillosa perfección del organismo del más pequeño e insignificante insecto de vuela incansable de flor en flor, hasta la imagen añosa y deteriorada del árbol sin vida, cuya silueta aún lucha contra las acometidas del viento y demás inclemencias climáticas, Todo, ante los ojos del buen observador, presenta su encanto, su atractivo y sobre todo su aureola de belleza profunda e indescriptible.
   Y es que la Creación tanto si es analizada ser a ser  o en su totalidad se puede comprobar que es armónica, perfecta y, por tanto, bella. Nosotros, los humanos, como parte integrante de la misma, no podemos por menos que ser capaces de llegar a comprender y participar de alguna forma en su grandeza. Uno de los medios de que disponemos para dicha compenetración con la Naturaleza es a través del uso de nuestros sentidos físicos que coordinados, sincronizado y estimulados  por  la voluntad, es decir, usando directamente los los ojos del alma, podemos llegar a ser capaces de ver y leer con profunda autenticidad, la esencia y, por tanto, la belleza en todos y cada uno de sus matices de los seres del mundo que nos rodea. Es lo que empuja, alienta y subyuga al empedernido caminante solitario..                                                                

sábado, 5 de septiembre de 2015

CREPÚSCULO VESPERTINO

  Es una tarde serena de finales del mes de agosto. Camino distraído a campo través, y miro al suelo que piso con cierto grado de pesadumbre: las pequeñas plantas ya se ven  agostadas y resecas. Yo pienso que en realidad parece que se debaten  entre la vida y la muerte. No cabe duda  que esperan con la mayor ansiedad las primeras lluvias estacionales para poder sobrevivir. No obstante, ante el más mínimo roce con mis zapatos, magnánimas, me obsequian con sus aromáticos efluvios.  
   Es que este año el verano, además ser excesivamente caluroso, se está prolongando demasiado. Dicen que tal vez sea consecuencia del tan cacareado "cambio climático". Lo cierto es que a estas alturas, tras un verano más caluroso de lo normal, aun no ha caído una gota y la desértica tierra que voy pisando cruje y se quebranta como si se quejase  por la falta de humedad.
  Cuando la tarde ya va bastante avanzada consigo alcanzar un altozano rocoso y allí, aposentado en su punto más alto, puedo contemplar una gran extensión de este terreno sumamente árido, pero que no por eso deja de presentar un atractivo y una belleza especial.
  Aquí, sentado sobre una roca, en medio de un gran silencio, respirando un aire inmaculado y bajo un cielo azul inmenso no puedo resistir la tentación de abstraerme en la contemplación de un maravilloso crepúsculo vespertino.
  Los encantadores matices que se van sucediendo durante esta tarde estival resultan inenarrables. Puedo apreciar que lentamente, pero a un paso seguro y perfectamente cronometrado, como ocurren todos los fenómenos en el universo, esta tarde, en que el sol ha terminado por sumergirse y ocultarse tras la línea del horizonte, aun se percibe allá, sobre una amplia zona de la cresta de la lejana cordillera una especie lecho incandescente por donde acaba de irse  hoy el astro del día. Ha dejado tras sí una especie de aureola ígnea y brillante  que emite luminosas irradiaciones, perfectamente armonizadas y teñidas por todos y cada uno de los colores del espectro solar. En este momento todo  mi entorno, así como el gran paisaje que puedo contemplar parece estático, inmóvil, como si perteneciera a un maravilloso mundo encantado. Yo me siento envuelto por una atmósfera mágica. Ante la grandeza del espectáculo sólo puedo quedarme  anonadado y muy quieto. No me atrevo a mover un músculo de mi cuerpo, mientras insaciable quiero captar y guardar tan maravilla exhibición de belleza en lo más profundo de mi alma. Para ello, instintivamente aguzo todos mis sentidos. Es como si automáticamente se abrieran todos los sensores físicos y espirituales con que la naturaleza ha dotado a mi  humilde e insignificante persona, escondida en este inmenso paraje, para que pueda disfrutar de los incontables prodigios que continuamente se suceden en el maravilloso mundo que en este momento me envuelve.