
UNA ESQUINA DEL PARAIS
Como era mi costumbre, me levanté al amanecer y tras otear el ambiente a través de la ventana de la habitación de aquella pensión, quedé convencido de que en realidad no parecía avecinarse un día muy apropiado para realizar una excursión. Aunque el cielo se veía limpio de nubes y se extendía inmenso como una pulida lámina de zinc, sobre los tejados próximos se apreciaban algunos pegotes de nieve congelada restos de una nevada reciente y, sobre todo, lo que con mayor seguridad indicaba que hacía un frío considerable es que los gorriones, tan aficionados a empezar a buscarse la vida con las primeras luces del alba, aquel día ni se les veía revolotear ni se oían aun sus trinos, prueba de que, conscientes de la inclemencia del tiempo, no se habían atrevido a abandonar sus recónditos refugios en los recovecos más ocultos y en las canales más protegidas. Era evidente de que fuera debía reinar un frío espantoso. No obstante, como de ninguna manera estaba dispuesto a renunciar a mi proyectada excursión por la montaña, tras abrigarme convenientemente, me lancé con toda ilusión a explorar los desconocidos contornos de aquella, mi nueva residencia temporal. Se trataba de un apartado lugar, de una aldea escondida en un pequeño pero fértil valle entre montañas que un buen amigo, también aficionado a la naturaleza, y conocedor de mis aficiones, me había recomendado insistentemente.
Sin pensarlo más, provisto de mi bastón y cargando la mochila inicié la marcha sin prisas por un terreno desconocido y totalmente a la ventura. Tras abandonar la pequeña aldea tomé una tortuosa vereda que bastante empinada ascendía entre la maleza hacia una altura rocosa próxima al poblado. Me alentaba la ilusión que desde arriba iba a poder disfrutar explorando visualmente un panorama nuevo para mí y sin duda interesante. Mientras caminaba por aquel sendero de cabras, de vez en cuando me detenía para descansar y de paso contemplar entusiasmado algunas de las pequeñas maravillas de la naturaleza, como eran, por ejemplo, las plantas que crecían al borde del camino, cuyas hojas, cubierta de rocío, brillaban como preciosas gemas.
Cuando, por fin terminé la ascensión y alcance la cúspide rocosa, ya la clara luz del amanecer iluminaba con profusión todo el entorno. Poco tardé en localizar una atalaya apropiada donde poder aposentarme con cierta comodidad. Hube que parpadear varias veces y frotarme los ojos para convencerme que aquello que veía era real, que no estaba soñando Mi aventura matutina se había visto pródigamente recompensada. Creo que nunca antes ni siquiera en el campo de la fantasía había vislumbrado un paisaje tan idílico. Bajo un cielo intensamente azul, que allá en la lejanía se fundía con la línea gris e irregular de los altos picos y crestas rocosas, se extendía una amplia panorámica en la que se armonizaban con suma perfección, todos y cada uno de los más bellos tonos del verde. Desde el verde oscuro de la espesa florestas boscosa hasta el verde luminoso de la suave pradera se iban sucediendo los distintos tonos de color sin solución de continuidad. Cuando, admirado, entornaba los párpados me sentía convencido de estar contemplando la acuarela más sublime que había podido fraguar el sabio espíritu de la madre naturaleza. No puedo calcular el tiempo que permanecí allí, totalmente ensimismado, contemplando aquel bello paisaje vivo y palpitante. Cada vez que parpadeaba, al abrir los ojos de nuevo, el paisaje presentaba una aspecto diferente, cada cual más bello y subyugador. Creo que llegó un momento en que me sentí convencido de que por la acción de algún hechizo especial que reinaba en aquel maravilloso lugar, yo, aquella mañana, estaba gozando del privilegio de contemplar una esquina del Paraíso Terrenal.
Cuando, por fin terminé la ascensión y alcance la cúspide rocosa, ya la clara luz del amanecer iluminaba con profusión todo el entorno. Poco tardé en localizar una atalaya apropiada donde poder aposentarme con cierta comodidad. Hube que parpadear varias veces y frotarme los ojos para convencerme que aquello que veía era real, que no estaba soñando Mi aventura matutina se había visto pródigamente recompensada. Creo que nunca antes ni siquiera en el campo de la fantasía había vislumbrado un paisaje tan idílico. Bajo un cielo intensamente azul, que allá en la lejanía se fundía con la línea gris e irregular de los altos picos y crestas rocosas, se extendía una amplia panorámica en la que se armonizaban con suma perfección, todos y cada uno de los más bellos tonos del verde. Desde el verde oscuro de la espesa florestas boscosa hasta el verde luminoso de la suave pradera se iban sucediendo los distintos tonos de color sin solución de continuidad. Cuando, admirado, entornaba los párpados me sentía convencido de estar contemplando la acuarela más sublime que había podido fraguar el sabio espíritu de la madre naturaleza. No puedo calcular el tiempo que permanecí allí, totalmente ensimismado, contemplando aquel bello paisaje vivo y palpitante. Cada vez que parpadeaba, al abrir los ojos de nuevo, el paisaje presentaba una aspecto diferente, cada cual más bello y subyugador. Creo que llegó un momento en que me sentí convencido de que por la acción de algún hechizo especial que reinaba en aquel maravilloso lugar, yo, aquella mañana, estaba gozando del privilegio de contemplar una esquina del Paraíso Terrenal.

