lunes, 19 de octubre de 2015

CIPO EL ENCORNADO

      Según el Diccionario de la  Lengua Española el vocablo cipo significa algo así como columna, mojón o monolito erigido por el hombre para conmemorar situaciones o hechos importantes. Es decir, un cipo venía y aun viene a constituir un documento pétreo, y por lo tanto de larga duración, mediante el cual  el hombre se propone dejar constancia perdurable de la memoria de un personaje famoso, de un suceso trascendente o de una fecha memorable. Mas hoy, como la lengua es algo vivo que evoluciona con el tiempo, a la palabra cipo se le ha asignado el significado casi exclusivo de hito o mojón, ese que se coloca en las lindes de de las fincas para marcar sus límites o aquellos que se sitúan a lo largo de los caminos o carreteras para marcar direcciones o distancias. No obstante, por la curiosidad que encierra, intento exponer las raíces etimológicas de dicho vocablo, que, como veremos, se remontan en la antigüedad hasta tiempos mitológico.
   Precisamente es Ovidio en su magistral obra "Metamórfisis", en el libro decimoquinto de la misma, donde, hablando de las prodigiosas transformaciones que según la mitología clásica pueden experimentar en su naturaleza las personas y las cosas, nos relata la historia de un ciudadano romano llamado Cipo. Y es que, justamente, es muy posible que a partir del nombre de esta persona derive el vocablo que hoy nos ocupa.
   Ovidio consideró la historia de Cipo digno de verse reflejada en su obra no solo porque éste, Cipo, fuera un antiguo y legendario rey de Roma allá en los primeros años de su fundación, sino, muy especialmente por la curiosa e inexplicable transformación física que el mencionado personaje experimentó en su organismo a lo largo de su vida.
Ocurrió, según refiere en su obra el eximio y famoso poeta latino, que en aquellos remotos tiempos un día cuando el mencionado rey, Cipo, se miró sobre una superficie plateada, quedó estupefacto. No podía creérselo: sobre su frente habían crecido unos apéndices duros, puntiagudos y al parecer de naturaleza córnea. Desde el primer momento Cipo comprendió que se trataba de algo insólito, pues, por mucho que se esforzaba, no conseguía recordar haber visto algo parecido sobre la cabeza de un semejante a lo largo de su vida. No obstante, sabía que en alguna ocasión un dios, un semidiós, un héroe o incluso una persona normal, siempre por designio divino y con una finalidad subyacente de premio o castigo, habían experimentado una profunda transformación física en su organismo. Así, seres humanos habían sido trasformados en animales, en árboles e incluso hasta en un fuente. Tales mutaciones, aunque extraordinarias y poco frecuentes, habían ocurrido ante el capricho y el irresistible poder y siempre por voluntad de los dioses. 
   Pero en su caso, por lo menos hasta aquel momento, era diferente. Él no mantenía ninguna discrepancia con los poderosos seres del Olimpo. Al menos, estos jamás le había apercibido o recriminado ni amenazado con algún castigo. En resumidas cuentas, Cipo no alcanzaba a explicarse el motivo por el cual su cabeza se había visto poblada de cuernos. Por muchas vueltas que daba al problema no encontraba una justificación divina ni humana. 
   Lo cierto era que día tras día no solo persistía sino que incluso aumentaba la extraordinaria y llamativa anomalía que había crecido sobre su cabeza.   Cipo, con la mayor vehemencia, seguía preguntándose por qué, entre todos los pobladores de Roma, había tenido que ser precisamente a él, el rey, al que le ocurriera tan extraordinaria e insólita mudanza física, de la que no alcanzaba a conocer ni su causa ni su significado y que venía a confrontar directamente con su alta responsabilidad. Sintiéndose desdichado sólo le quedó al mítico rey de Roma dirigirse a los dioses en un tono un tanto riguroso, increpándolos en los siguientes términos: «¡ Oh dioses! si este prodigio es un feliz presagio, yo deseo que lo sea en beneficio del pueblo romanos; si, por el contrario, es un mal augurio deseo que lo sea únicamente para mí».
   Y mientras esperaba que los dioses le revelaran la respuesta a su imploración, iba comprobando que su aspecto físico cada día era más y más imponente. Nos cuenta Ovidio, que Cipo, sumido en una profunda duda, como último recurso, decidió acudir a consultar con un viejo arúspice etrusco, que vivía en un apartado refugio de un reino vecino y que gozaba de cierta fama por sus muchos aciertos al interpretar y adivinar signos esotéricos.Efectivamente,  Cipo se presentó ante el adivino y descubriéndose la cabeza le suplicó que si le era posible le desentrañase el enigma que encerraba la extraña transformación que había sufrido su figura.  El augur, que, lo que se deduce de su repuesta no sabía quien era Cipo, profundamente impresionado por el singular y hasta agresivo aspecto de la testa de su interlocutor, tras recurrir a la inspiración que normalmente le proporcionaban su muy irascibles y nada bondadosos dioses,  solo acertó  a contestar: 
   —«¡Sálvate dios, oh Cipo... porque serás rey! Te ha de obedecer Roma entera después de abrirte solemnemente sus puestas. Y tu reinado será largo y tranquilo»
   Ante semejante augurio, el pobre rey encornado, tampoco se sintió muy confortado ni satisfecho, sino que, por el contrario, vio incrementado su abatimiento. En realidad ya sabía él que era rey y que hasta la fecha actual era apreciado por sus súbditos, pues siempre se había esforzado en ser justo. Pero todo eso ocurría cuando su figura era una figura normal y tenía una cabeza como la de todo el mundo. Pero ahora, cuando su aspecto había cambiado tan profundamente y se había convertido en un ser extravagante, dudaba mucho que todo siguiese igual.  Es así que Cipo volvió a Roma muy triste y deprimido y según Ovidio se lamentaba en los siguientes términos:
   —«¡Ah, cuan funesto presagio para mí! ¡Ojalá los dioses se arrepientan de su acuerdo! Preferiría estar lejos de Roma, desterrado de mi patria, solo así podría sentirme más feliz...»
   Pero como el poder de disimulo siempre ha sido una cualidad muy humana, incluso entre los reyes, Cipo siguió, como hasta entonces, ocultando a todo el mundo su alteración física y guardando su congoja para sí mismo. Primero se valía de gorros, cada vez de mayor tamaño, para ocultar los apéndices óseos que habían crecido sobre su cabeza, después, cuando ya los gorros resultaron insuficientes,  optó por portar siempre una colosal corona de ramas laurel, lo cual fue considerado por el pueblo romano como un respetable capricho real. Pero, en realidad, tampoco el mencionado artificio satisfizo al buen monarca y aquellos cuernos, sobre su real frente, sirviendo de percha a la colosal corona vegetal, seguían obsesionandole y martirizándole. Fue así que llegó un momento en que Cipo, habiendo agotado toda su paciencia, cansado de tanto disimulo y desesperado, decidió buscar una solución definitiva para acabar de una vez con tan inhumano tormento. Para ello, después de meditarlo detenidamente, decidió franquearse ante su amado pueblo, al cual convocó en la gran plaza y,  le habló de esta guisa: 
   —«Os diré, mi noble pueblo, que existe un hombre que amenaza con entrar en Roma y proclamarse rey. Ese hombre tiene cuernos en la frente. ¡Oh pueblo! ¡Oh senado! ¡No consistáis que os gobierne! ¡Que vuestro amor a Roma acabe con su vida!
   Ante semejante revelación por parte del rey, preguntó el representante del pueblo: 
   — «¿ Quién es aquel que se ha de poner donde está Cipo?»
   Acto seguido Cipo se despojo de su gran corona de laurel, dejando al descubierto ante sus súbditos su frente cubierta por ostentosos pitones y contestó: 
   — «Yo soy»
   Tras el inesperado gesto por parte de su buen rey, el pueblo a la vez que sobrecogido, se explicó la manía de Cipo de portar la gran corona de laurel, pero, sobre todo, todos comprendieron el gran suplicio que había atravesado su bien amado monarca. En medio de un profundo silencio, en la gran plaza, en un principio, solo se oyeron suspiros.
   Cipo, expectante, comprobó que su pueblo estaba compungido y que ni se reían ni le quitaban la vida, como él había esperado e incluso deseado. Entonces, conmovido, les abrió su corazón y les comunicó que en aquel momento renunciaba al poder y abdicaba. Que había decidido expatriarse e iniciar una peregrinación solitaria por la parte más desierta del mundo donde nadie pudiese contemplar su metamorfosis.
   Fue entonces cuando el portavoz de los senadores, dirigiéndose al rey hablo en nombre del pueblo en los siguientes términos: 
   « Tú eres ¡oh Cipo! el único que te estorbas para entrar en Roma, en esta tierra que tú mismo cercaste un día con el arado y un par de novillos.»
   Según nos ha trasmitido el gran poeta Ovidio, para conmemorar aquel extraordinario acontecimiento, se acordó erigir en la puerta de la ciudad, por la que debía hacer su entrada triunfante el rey redivivo, un monolito que, naturalmente representaba al rey Cipo encornado.
   He aquí, por tanto, como a partir del nombre de aquel legendario monarca, y, sobre todo, del monumento erigido en su honor, ha derivado el vocablo cipo, hito e incluso cipote. 

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jueves, 15 de octubre de 2015

AYER CUANDO AMANECÍA

   Las primeras claridades crepusculares de la mañana comenzaban a introducirse e iluminar tenuamente aquel cálido habitáculo pétreo. En su interior, sobre mullidos lechos de aromáticas hierbas dormían aquella mañana plácidamente todos los miembros de una familia cavernaria. La puerta de la gruta se encontraba disimulada, protegida con una pared de piedras y prácticamente oculta tras una bien tejida puerta de ramas vegetales. Eff, que por lo visto por este nombre atendía el que sin duda era el jefe de aquella familia, tras percibir la incipiente luz matutina que se colaba por los pequeños resquicios que dejaban las ramas, había sido el primero abrir los ojos. Acto seguido, tras desperezarse ruidosamente,  se incorporó con toda rapidez. Acaso su despertar fue efecto de la luz, o, más bien, su perfecto, exacto y siempre vigilante reloj biológico que genéticamente estaba sincronizado con los astros de su mundo natural y le mantenía constantemente informado de la evolución del día y de la noche y, por tanto, de lo que podríamos denominar la hora del día que estaba trascurriendo en cada momento. Junto a su rústico lecho depositó la tosca cobija que lo había abrigado durante la noche, consistente en una especie de amplia y gruesa manta que presentaba la particularidad de haber sido cuidadosamente tejida y elaborada a base de estopa y flexibles fibras vegetales.  
   Tras haberse levantado del lecho, lo primero que hizo aquel hombre primitivo fue envolver cuidadosamente su pies en unas piezas de suave piel de gamuza y acto seguido, sobre éstas, calzarse una especie de abarcas,  confeccionadas a medida con una fuerte y resistente piel de búfalo, las cuales afianzó a sus piernas meticulosamente atándolas con tiras de cuero. También se protegió sus partes más íntimas con un taparrabos de gamuza que afianzó a su cintura. Acto seguido echo mano a una especie de sayo que tenía colgado de una estaca en la pared de la cueva. Se trataba de una sola pieza rectangular, una sobada piel de caballo en cuyo centro presentaba un orificio por el que introdujo su cabeza. Dicha piel le cubría hasta las rodillas. Como dicha vestimenta le quedaba bastante holgura, también se la ajustó a la cintura mediante un cinturón de piel trenzada. Acto seguido se colocó al hombro una especie de alforja de cuero y tomó en su mano una larga vara de madera que era aproximadamente de su estatura y que daba la impresión de ser bastante fuerte y pesada, tal vez procedente de uno de aquellos árboles que crecían en la vaguada próxima por la que discurría un riachuelo y que seguramente eran fresnos, cuya madera es dura y resistente. Uno de los extremos de dicha especie de lanza estaba a afilada y ennegrecida. Probablemente había sido flameada para aumentar su dureza. Efectivamente se trataba nada menos que de una potente y temible arma ofensiva-defensiva. 
   Pertrechado de esta guisa el hombre se abrió paso apartando las breñas que cubrían y ocultaban la entrada de su caverna y salió a campo abierto. Ya en exterior, donde los albores del amanecer plateado iban esfumando las sombras de la noche, se respiraba un aire purísimo. En el templado interior de la caverna habían quedado los demás componente de la familia, confiados, echados sobre  sus balsámico lecho de sedosas hierbas resecas, sabiendo que Eff, el todopoderoso jefe, andaba por los alrededores y los vigilaba y los protegía.
   Eff miró atentamente el cielo donde a aquellas horas ya sólo se vislumbraban las estrellas más luminosas, contempló la línea luminosa del horizonte que ya se iba dibujando brillante sobre la cresta de las lejanas montañas de levante. Después oteó detenidamente el brumoso valle que se extendía a sus pies y con un sigilo propio de felino se fue deslizando entre los salientes rocosos e irregulares de la cornisa pétrea que coronaba su montaña. Aquel era su territorio, allí se encontraba enclavada su cueva y, por tanto, Eff conocía a la perfección todos y cada uno de los pormenores de su terruño. Hasta con los ojos cerrados era capaz de desplazarse con la mayor agilidad por todas y cada una de las innumerables veredas que los animales silvestres habían trazado sabiamente en su cotidiano deambular en busca de alimentos y que él usaba y conocía a la perfección. Mientras amanecía, Eff fue caminando sigilosamente, bordeando peligrosos desfiladeros, deslizándose sobre el filo de acantilados y explorando una por una las conocidas madrigueras de los animales con los que compartía territorio. Eff, como era habitual en él, caminaba con todos sus sentidos aguzados y en estado de máxima alerta. Su marcha era silenciosa, ágil y elástica. Podríamos decir que había aprendido a imitar perfectamente la forma de desplazarse de los animales depredadores, con los que convivía,   cuando estos exploraban el campo en busca de alguna presa.  Es que Eff, día tras día, tenía la sagrada misión de procurarse alimento para él y para su familia y aquel día acababa de iniciar su jornada de caza. Por todos los medios a su alcance procuraba pasar desapercibido, que nadie detectase su presencia, que su figura y sus movimientos quedasen  desvanecidos en aquel su entorno, que tan conocido, íntimo y familiar le era. Durante esta marcha matutina, nuestro personaje lo mismo aparecía que desaparecía entre las rocas y el matorral. Lo mismo divisábamos su silueta momentáneamente haciendo un viso transitorio sobre un desnivel, como desaparecía totalmente confundido con el paisaje.
   En este momento nuestro cazador había cesado su deambular, había quedado absolutamente inmóvil con la espalda apoyada sobre una gran roca. Sin duda permanecía en máxima expectación. Seguramente su agudísimo y entrenado  oído debía haber percibido algún estímulo extraordinario: tal vez el ligero roce de unas pisadas sobre el césped, el jadeo contenido de una respiración, el tenue chasquido que se produce al romperse alguna reseca brizna vegetales, o acaso lo que le hubiese puesto en sobreaviso  hubiese sido un ramalazo de un olor determinado y característico trasportado por la leve brisa de la mañana. Lo cierto es que Eff permaneció en esta actitud de absoluta quietud, hasta que ocurrió algo que sin duda él había presentido: el silencio y la quietud reinantes se vieron rotos. Las ramas de una floresta que se erguía verde y lustrosa frente a nuestro cazador, fueron abatidas bruscamente y sobre ellas apareció primero la ostentosa cornamenta  y  después la cabeza y el esbelto cuello de un hermoso ciervo. Sus grandes ojos,a la vez tiernos y avizores, parecían emitir una mirada recelosa.  Efectivamente aquel animal no marchaba aquel día pactando apaciblemente; su marcha era cautelosa y miraba a un lado y a otro como buscando una salida segura, como si fuera huyendo de algún peligro. Cuando avanzó y salió a campo abierto se pudo comprobar que su normalmente elegante marcha dejaba mucho que desear: caminaba renqueando y apoyaba con dificultad una de sus patas delanteras. No obstante, haciendo uso de su natural brío y destreza fue avanzando por un agreste sendero rocoso con la clara intención de coronar un pequeño altozano para ocultarse y buscar refugio en la vertiente opuesta.
 Mas, repentinamente ocurrió algo inesperado: el animal emitió un berrido atroz, tan profundo y estridente que retumbó en todos los contornos de aquel bello paisaje silvestre. Pero no quedó ahí la novedad: simultáneamente, como si hubiese sido alcanzado por un rayo, realizó una espectacular pirueta y cayó desmantelado sobre el suelo peñascoso. Clavado en su costado se podía ver un largo palo que se movía de forma acompasada  con los estertores agónicos del animal. Sin duda se trataba de la larga y puntiaguda lanza de nuestro cazador. Inmediatamente se dejó ver la figura del diestro cazador, que no era ni más ni menos que nuestro amigo Eff, el cual con toda rapidez avanzó hacía donde estaba la res caída. Ahora esgrimía en su mano derecha un puntiagudo cuchillo de pedernal. Una vez llagado a su presa solo tardó segundos en apuntillarla en la región cervical y acabar definitivamente con la vida del malhadado cérvido. 
   Tan enfrascado estaba Eff trajinando sobre la pieza cazada que no se había percatado de que tras la res que acababa de abatir había aparecido a todo correr un congénere suyo, es decir, otro ser humano. Sin duda se trataba de otro cazador solitario, que también venía armado de la misma guisa, pues portaba una lanza en ristre. Por lo gestos que hicieron uno y otro se deducía que el nuevo visitante, que por cierto se llamaba Ruff, reclamaba la pieza que acaba de ser abatida por Eff. Ruff, por lo que se pudo deducir, alegaba que él había sido el primeros en herir aquella res, a la que venía persiguiendo, y para demostrarlo mostraba una y otra vez el extremo de su lanza manchada de sangre.  En cambio Eff señalaba su lanza que aun permanecía clavada en el costado del pobre ciervo.  Tras semejante intercambio de juicios y opiniones entre ambos cazadores pareció que debieron llegar a un acuerdo y decidieron que lo mejor era colaborar. Así pues, extrajeron la lanza del cuerpo del animal muerto y asiéndolo por las extremidades probaron a sopesarlo. Tras varios intentos, debieron llagar a la conclusión de que la pieza era demasiado pesada para poder transportarla entre dos personas.
 En vista de la avenencia se separaron y asomándose cada uno a un promontorio, haciendo una especie de bocina con ambas manos, empezaron a emitir, uno tras otro, unos prolongados y cadenciosos sonidos cuyos ecos retumbaron de montaña en montaña a través de los confines de aquel bello paisaje. Tras una pausa no demasiado prolongada, como si de una retardada y renacida resonancia se tratara, empezaron a llegar hasta aquel lugar una serie de sonidos parecidos a los emitidos por nuestros cazadores y que procedían de distintos puntos periféricos. Desde ese momento quedó establecido un intercambio de señales acústicas, que sólo concluyó con la llegada progresiva de varios nuevos miembros de lo que sin duda era una comunidad de humanos primitivos. Todos y cada uno fueron contemplando la res abatida, formaron un corro en torno a la misma y tras un intercambio de gestos y muchos monosílabos debieron llegar a un acuerdo, pues todos se pusieron a la obra. Un cuestión de minutos y con gran destreza, valiéndose de ramas de árboles y usando instrumentos pétreos cortantes, fabricaron una especie de parihuela sobre la que colocaron la res muerta. Varios hombres, los más jóvenes y fornidos, la cargaron  sobre sus hombros e iniciaron la marcha. Los restantes miembros de la tribu marcharon tras ellos, gesticulando, riendo alegremente a grandes carcajadas y blandiendo sus respectivas lanzas. 
   Tras una larga caminata, ya a media mañana, cuando, por lo visto, se acercaban a su destino, todos al unísono, comenzaron a emitir una especie de cántico un tanto gutural y rumoroso, que indudablemente debía tener un carácter ritual.  Es como si dieran gracias a la naturaleza o sus dioses por la magnífica pieza conseguida. Por fin se detuvieron en una gran explanada, totalmente lisa y desprovista de vegetación, donde se erigían algunos menhires gigantescos, firmemente anclados en el suelo, que formaban parte de un círculo constituido a su vez a base de bloques pétreos algo más pequeños. Al observar aquella suntuosa terraza, rodeada de naturaleza virgen, ahora repleta de seres humanos que no cesaban de hablar, moverse y demostrar un gran alborozo, daba la sensación de que allí se estaba celebrando un gran festejo. Es más, cualquiera que lo observara desde una atalaya privilegiada no dudaría en considerar que allí, en el seno de aquella reunión de seres humanos, en el seno de aquella suntuosa y gran obra propia de la mano humana, también se respiraba un sentimiento sobrehumano, algo que enlazaba con una realidad superior y trascendente. Yo diría que experimentaría algo así como esa sensación de respeto y admiración que todos hemos vivido cuando nos adentramos por los claustros de una gran catedral.
   Los portadores colocaron ceremoniosamente la parihuela con el venado en el centro del círculo y, acto seguido, todos los componentes de la comitiva iniciaron una especie de danza en torno a la misma, saltando y haciendo diversas contorsiones a la misma vez que se iban desplazando, girando en torno al centro, siguiendo el sentido de las agujas del reloj. Todo esto sin cesar de entonar un extraño cántico. Por fin, Ruff, que al parecer era el que daba órdenes y llevaba la voz cantante, quedó quieto con el brazo derecho en alto. En ese momento todos se detuvieron expectantes. Ruff señaló hacia la pieza cazada y varios hombres, obedeciendo sus órdenes, tomaron la red  de las extremidades y la llevaron a un extremo de la explanada, y la colocaron sobre una especie de mesa de piedra que a tal fin allí existía. En otra mesa auxiliar se encontraban, perfectamente ordenados, los más diferentes útiles de pedernal necesarios para poder despiezar cualquier pieza de caza. Así allí había varias hachas, algunos triedros, cuchillos de diferentes tamaños y formas, con empuñaduras redondeadas y filos convergentes. Había diferentes tipos de lascas de sílex, con las que gracias a su talla laminar resultaba fácil desgarrar la dura piel de cualquier animal. Tampoco faltaban las rascaderas transversales cóncavas, las bifaciales y las rectas, todas ellas talladas en durísimo pedernal.  Lo cierto es que valiéndose y haciendo un uso ágil de tan excelente instrumental la intervención sobre la presa fue rapidísima. Tres hombres haciendo gala de una maestría inusitada desollaron la res en menos que canta un gallo. La valiosa piel, tras tensarla cuidadosamente, la tendieron para que se orease sobre las ramas de un matorral. Acto seguido despiezaron la pieza. Daba gusto verlos trabajar: conocían perfectamente las maniobras que debía realizar para luxar las distintas articulaciones, sabían cuales eran los puntos exactos donde debía incidir la punta o el filo del cuchillo para cortar y extraer enteros los resistentes y para ellos valiosos tendones y cómo y por donde desgarrar las fascias musculares. Una vez finalizado el despiece uno de los operarios tomó el hígado del animal y se lo entregó a Ruff, el cual, tomándolo en sus manos, respetuosamente se encaminó al centro del circulo ceremonial y allí procedió a enterrarlo mientras los demás miembros de la tribu guardaban un profundo silencio y se inclinaban rodilla en tierra como si oraran con profunda reverencia  mientras tocaban con sus manos aquella tierra donde se asentaba lo que para ellos sin duda era un altar sagrado. 
   Cuando, por fin, la ceremonia religiosa concluyó, todos hicieron corro en torno a rústica mesa de despiece. Ruff se coloco junto a la misma y fue tomando porciones de carne de la res las cuales fue entregando a ordenadamente a cada uno de los concurrentes. Cada cual tomó, sin rechistar, el lote que Ruff le ofreció y se encaminó hacia su caverna.
   Ruff fue el último en irse, pero al menos aparentemente iba demasiado cargado con su botín. Acaso, como siempre ha ocurrido, el que parte y reparte se suele llevar la mejor y mayor parte o lo más probable es que Ruff fuese nada menos que el cacique de aquella agrupación humana.  

martes, 6 de octubre de 2015

LA TORMENTA

   El cielo estaba totalmente cubierto por un inmenso velo sucio y negruzco. Por momentos tuve la impresión de  que aquella gran nube, que había llegado a atenuar de forma tan manifiesta la  luz solar, se iba aproximando más y más a nuestras cabezas. Parecía como si una inmensa  túnica  oscura se  fuese desprendiendo a grandes jirones desde las alturas y fuese cayendo sobre nosotros y sobre nuestro entorno, Aunque ninguno de los componentes de la comitiva comentase nada, todos caminábamos presurosos y expectantes mirando con cierto recelo aquel cielo que en pocos minutos había cambiado tan profundamente su aspecto. Llegó un momento en que comprobé que aquellas nubes oscuras se apoyaban directamente en tierra y  nos habían envuelto totalmente. Pronto tuvimos la sensación de ir caminando a través una especie de túnel de niebla densa y húmeda.  Aunque conocíamos a la perfección nuestra ruta, para no terminar desorientados, de vez en cuando nos veíamos obligados a detenernos para confirmar nuestra situación,  identificando de las características puntuales de la vereda por la por la que avanzábamos que, afortunadamente, nos eran conocidas de antemano y que teníamos perfectamente grabadas en la memoria. Más que que luz nos alumbraba una tímida penumbra que con dificultad conseguía filtrarse a través los espesos nubarrones. Hasta el aire que respirábamos debía estar tan cargado de vapor de agua que en cada inspiración que hacía experimentábamos la sensación de recibir una ducha fría a lo largo de los trayectos bronquiales.
   A lo largo de mis años, yo, que habitaba en una casa de campo y estaba acostumbrado a vivir en contacto íntimo con la Naturaleza, había vivido muchas tempestades, pero nunca me había visto marchando por el seno de una nube tan densa. Aunque he de admitir que siempre había experimentado cierto placer al contemplar el       desarrollo de una tormenta en campo abierto, aquel día, tal vez por la rapidez con que se instauró y lo imprevisto de semejante meteoro, a pesar de que no dejaba de comprender que se trataba de un fenómeno meteorológico natural, me sentía un tanto sobrecogido. No obstante, en mi fuero interno me repetía que en realidad se trataba de un fenómeno necesario y bienhechor y que de alguna forma también venia a demostrar la grandiosidad, el misterio y la belleza de la Naturaleza. Yo siempre las había vivido confiado, sin temor, incluso disfrutando durante su desarrollo. Pero ésta, la que intento relatar, que nos había sorprendido de forma imprevista durante una larga caminata por un camino tortuoso que discurría a través de una montaña, me resultó muy especial.
   Los excursionistas éramos tres compañeros y en aquellas circunstancias caminábamos a toda prisa, uno tras otro, en fila india, atentos al piso del camino y sin pronunciar palabra. A mí me llamó la atención el gran silencio que reinaba en el ambiente. Todo parecía estático, hasta la niebla que nos envolvía estaba quieta y no se notaba la más leve brisa y solo se escuchaba ruido el sordo y acompasado sonido de nuestras pisadas sobre el piso de la vereda. Tuve la sensación de que el mundo hubiese contenido la respiración y la convicción íntima de que se avecinaba algo extraordinario. Efectivamente, bruscamente, mi presentimiento se hizo realidad: una luz intensa y fulgurante penetró a través de la niebla e iluminó repetidamente nuestra senda y todo el contorno con destellos sucesivos; a la misma vez, sobre nuestras cabezas sonó un estruendo imponente, como si se estuviese desplomando la cúpula del mundo. Todos percibimos un  intenso olor a ozono. Tanto los relámpagos como los truenos se sucedieron sin descanso durante un tiempo indeterminado, al cabo del cual y también bruscamente, como si se hubiesen abierto las compuertas de una gran presa en el cielo, comenzó a llover de forma torrencial. Pronto nuestra vereda se vio a trechos anegada y cuando no convertida en un torrente de agua cenagosa. Pronto se fue haciendo cada vez más  penosa la marcha, hasta el extremo que optamos por abandonar la vereda y, en vista de la intensidad de la lluvia, decidimos ponernos a salvo de un posible torrente que pudiese arrastrarnos. A la luz de los relámpagos buscamos, y por fin localizamos, un altozano pétreo, el cual, agarrándonos con pies y manos, conseguimos escalar y allí nos aposentamos resignados y expectantes bajo la lluvia, mientras soportábamos la mayor ducha de nuestra vida.

   Transcurrido un periodo psicológicamente prolongado de tiempo, durante el cual el cielo descargó sobre nuestras personas un auténtico diluvio,  la frecuencia de los rayos se fue espaciando, los truenos fueron disminuyendo tanto en intensidad como en frecuencia, se levantó una ligera brisa que  poco a poco fue arrastrando la niebla y, finalmente, la lluvia, tras varios cambios de intensidad, que nosotros bien que pudimos comprobar sobre nuestra piel, cesó totalmente. Sólo quedó un olor intenso a tierra mojada y el ruido de las torrenteras de agua cenagosa que corrían tumultuosas hacia las vaguadas. Pero, pronto cambió toda la fisionomía del maravilloso entorno de la sierra: los verdes pinos,antes difuminados entre la niebla y que habían recibido aquella abundante ducha de agua cristalina,  ahora se veían  mas brillantes y lustrosos, los pájaros que durante la tormenta había permanecido ocultos,inmóviles y callados, refugiados en algún recoveco de las rocas o del tronco de algún árbol, comenzaron a revolotear de rama en rama y hasta emitir alegres trinos como dando gracias  a la naturaleza por haberles devuelto de nuevo su maravilloso hábitat.
   Con ciertas dificultades a causa de la humedad y el barro que se producía sobre la tierra que íbamos pisando, esquivando los torrentes que aun seguían discurriendo sierra abajo, continuamos nuestra marcha, mientras comentábamos con entusiasmo el inolvidables y extraordinario espectáculo que nos había ofrecido la madre y sabia naturaleza.