Precisamente es Ovidio en su magistral obra "Metamórfisis", en el libro decimoquinto de la misma, donde, hablando de las prodigiosas transformaciones que según la mitología clásica pueden experimentar en su naturaleza las personas y las cosas, nos relata la historia de un ciudadano romano llamado Cipo. Y es que, justamente, es muy posible que a partir del nombre de esta persona derive el vocablo que hoy nos ocupa.Ovidio consideró la historia de Cipo digno de verse reflejada en su obra no solo porque éste, Cipo, fuera un antiguo y legendario rey de Roma allá en los primeros años de su fundación, sino, muy especialmente por la curiosa e inexplicable transformación física que el mencionado personaje experimentó en su organismo a lo largo de su vida.
Ocurrió, según refiere en su obra el eximio y famoso poeta latino, que en aquellos remotos tiempos un día cuando el mencionado rey, Cipo, se miró sobre una superficie plateada, quedó estupefacto. No podía creérselo: sobre su frente habían crecido unos apéndices duros, puntiagudos y al parecer de naturaleza córnea. Desde el primer momento Cipo comprendió que se trataba de algo insólito, pues, por mucho que se esforzaba, no conseguía recordar haber visto algo parecido sobre la cabeza de un semejante a lo largo de su vida. No obstante, sabía que en alguna ocasión un dios, un semidiós, un héroe o incluso una persona normal, siempre por designio divino y con una finalidad subyacente de premio o castigo, habían experimentado una profunda transformación física en su organismo. Así, seres humanos habían sido trasformados en animales, en árboles e incluso hasta en un fuente. Tales mutaciones, aunque extraordinarias y poco frecuentes, habían ocurrido ante el capricho y el irresistible poder y siempre por voluntad de los dioses.
Pero en su caso, por lo menos hasta aquel momento, era diferente. Él no mantenía ninguna discrepancia con los poderosos seres del Olimpo. Al menos, estos jamás le había apercibido o recriminado ni amenazado con algún castigo. En resumidas cuentas, Cipo no alcanzaba a explicarse el motivo por el cual su cabeza se había visto poblada de cuernos. Por muchas vueltas que daba al problema no encontraba una justificación divina ni humana.
Lo cierto era que día tras día no solo persistía sino que incluso aumentaba la extraordinaria y llamativa anomalía que había crecido sobre su cabeza. Cipo, con la mayor vehemencia, seguía preguntándose por qué, entre todos los pobladores de Roma, había tenido que ser precisamente a él, el rey, al que le ocurriera tan extraordinaria e insólita mudanza física, de la que no alcanzaba a conocer ni su causa ni su significado y que venía a confrontar directamente con su alta responsabilidad. Sintiéndose desdichado sólo le quedó al mítico rey de Roma dirigirse a los dioses en un tono un tanto riguroso, increpándolos en los siguientes términos: «¡ Oh dioses! si este prodigio es un feliz presagio, yo deseo que lo sea en beneficio del pueblo romanos; si, por el contrario, es un mal augurio deseo que lo sea únicamente para mí».
Y mientras esperaba que los dioses le revelaran la respuesta a su imploración, iba comprobando que su aspecto físico cada día era más y más imponente. Nos cuenta Ovidio, que Cipo, sumido en una profunda duda, como último recurso, decidió acudir a consultar con un viejo arúspice etrusco, que vivía en un apartado refugio de un reino vecino y que gozaba de cierta fama por sus muchos aciertos al interpretar y adivinar signos esotéricos.Efectivamente, Cipo se presentó ante el adivino y descubriéndose la cabeza le suplicó que si le era posible le desentrañase el enigma que encerraba la extraña transformación que había sufrido su figura. El augur, que, lo que se deduce de su repuesta no sabía quien era Cipo, profundamente impresionado por el singular y hasta agresivo aspecto de la testa de su interlocutor, tras recurrir a la inspiración que normalmente le proporcionaban su muy irascibles y nada bondadosos dioses, solo acertó a contestar:
—«¡Sálvate dios, oh Cipo... porque serás rey! Te ha de obedecer Roma entera después de abrirte solemnemente sus puestas. Y tu reinado será largo y tranquilo»
Ante semejante augurio, el pobre rey encornado, tampoco se sintió muy confortado ni satisfecho, sino que, por el contrario, vio incrementado su abatimiento. En realidad ya sabía él que era rey y que hasta la fecha actual era apreciado por sus súbditos, pues siempre se había esforzado en ser justo. Pero todo eso ocurría cuando su figura era una figura normal y tenía una cabeza como la de todo el mundo. Pero ahora, cuando su aspecto había cambiado tan profundamente y se había convertido en un ser extravagante, dudaba mucho que todo siguiese igual. Es así que Cipo volvió a Roma muy triste y deprimido y según Ovidio se lamentaba en los siguientes términos:—«¡Ah, cuan funesto presagio para mí! ¡Ojalá los dioses se arrepientan de su acuerdo! Preferiría estar lejos de Roma, desterrado de mi patria, solo así podría sentirme más feliz...»
Pero como el poder de disimulo siempre ha sido una cualidad muy humana, incluso entre los reyes, Cipo siguió, como hasta entonces, ocultando a todo el mundo su alteración física y guardando su congoja para sí mismo. Primero se valía de gorros, cada vez de mayor tamaño, para ocultar los apéndices óseos que habían crecido sobre su cabeza, después, cuando ya los gorros resultaron insuficientes, optó por portar siempre una colosal corona de ramas laurel, lo cual fue considerado por el pueblo romano como un respetable capricho real. Pero, en realidad, tampoco el mencionado artificio satisfizo al buen monarca y aquellos cuernos, sobre su real frente, sirviendo de percha a la colosal corona vegetal, seguían obsesionandole y martirizándole. Fue así que llegó un momento en que Cipo, habiendo agotado toda su paciencia, cansado de tanto disimulo y desesperado, decidió buscar una solución definitiva para acabar de una vez con tan inhumano tormento. Para ello, después de meditarlo detenidamente, decidió franquearse ante su amado pueblo, al cual convocó en la gran plaza y, le habló de esta guisa:
—«Os diré, mi noble pueblo, que existe un hombre que amenaza con entrar en Roma y proclamarse rey. Ese hombre tiene cuernos en la frente. ¡Oh pueblo! ¡Oh senado! ¡No consistáis que os gobierne! ¡Que vuestro amor a Roma acabe con su vida!
Ante semejante revelación por parte del rey, preguntó el representante del pueblo:
— «¿ Quién es aquel que se ha de poner donde está Cipo?»
Acto seguido Cipo se despojo de su gran corona de laurel, dejando al descubierto ante sus súbditos su frente cubierta por ostentosos pitones y contestó:
— «Yo soy»
Tras el inesperado gesto por parte de su buen rey, el pueblo a la vez que sobrecogido, se explicó la manía de Cipo de portar la gran corona de laurel, pero, sobre todo, todos comprendieron el gran suplicio que había atravesado su bien amado monarca. En medio de un profundo silencio, en la gran plaza, en un principio, solo se oyeron suspiros.
Cipo, expectante, comprobó que su pueblo estaba compungido y que ni se reían ni le quitaban la vida, como él había esperado e incluso deseado. Entonces, conmovido, les abrió su corazón y les comunicó que en aquel momento renunciaba al poder y abdicaba. Que había decidido expatriarse e iniciar una peregrinación solitaria por la parte más desierta del mundo donde nadie pudiese contemplar su metamorfosis.
Fue entonces cuando el portavoz de los senadores, dirigiéndose al rey hablo en nombre del pueblo en los siguientes términos: « Tú eres ¡oh Cipo! el único que te estorbas para entrar en Roma, en esta tierra que tú mismo cercaste un día con el arado y un par de novillos.»
Según nos ha trasmitido el gran poeta Ovidio, para conmemorar aquel extraordinario acontecimiento, se acordó erigir en la puerta de la ciudad, por la que debía hacer su entrada triunfante el rey redivivo, un monolito que, naturalmente representaba al rey Cipo encornado.
He aquí, por tanto, como a partir del nombre de aquel legendario monarca, y, sobre todo, del monumento erigido en su honor, ha derivado el vocablo cipo, hito e incluso cipote.
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