sábado, 29 de agosto de 2015

SER Y SENTIRSE MUNDO

Carta estelar
¿Hasta qué punto somos conscientes los hombres de que somos universo? Muchas veces me he hecho esta pregunta y por convicción propia puedo asegurar que rara vez en mi vida me he parado a considerar un hecho evidente: que nosotros los hombres, la humanidad, lo mismo que todos los seres existentes, tanto terrestres como extraterrestres, tanto vivos como inertes, en el fondo y en esencia, constituimos una unidad y esa unidad no es ni más ni menos que el universo. Nada más que el hombre, posiblemente el único ser vivo dotado de un alto grado de poder intelectivo y de consciencia y, por tanto, con determinada capacidad analítica y deductiva, presumiendo de su supuesta superioridad sobre los demás seres, erróneamente, no suele sentirse mundo, universo.  Y sin embargo, es evidente que aunque sólo representemos una partícula insignificante en comparación inmensidad prácticamente infinita del universo —o tal vez de los universos—, los hombres, al menos mientras existamos, es decir, hoy por hoy, constituimos una parte, aunque ínfima, de dicho universo, por lo que, como miembros del mismo, y por tanto por derecho propio, tenemos que admitir que somos universo. Otra cosa es que en la práctica, normalmente, nos sintamos como tal.
En realidad sabemos que nos encontramos aquí, asentados sobre esta minúscula partícula del universo que llamamos Tierra, de la cual nos consta que gira sin descanso sobre su eje y se traslada a una velocidad asombrosa alrededor de su estrella, a la que llamamos Sol. También parece haberse demostrado que nuestro planeta, lo mismo que los demás astros que constituyen nuestro universo, experimentan un continuo movimiento de expansión, como si se alejara de un centro único o posible punto  original de todos los componentes astrales de nuestro universo y marcharan sin cesar en el espacio y en el tiempo hacia un infinito incierto.
 Así se ve la Tierra a una distancia de 6.000 km.


No obstante, nosotros los humanos, como hemos dicho posiblemente los únicos seres vivos dotados de conciencia y tal vez debido a ello, sentimos en nuestro interior un cierto complejo de superioridad y nos consideramos dueños de todo cuanto nos rodea en nuestro pequeño mundo llamado planeta Tierra. Estamos convencidos de que somos dueños y señores de todo cuanto existe sobre la faz de la misma. Tanto es así que prácticamente presumimos de haber dominado a todos los demás seres vivos que existe a nuestro alrededor: y es cierto. Prueba de ello es que, abusando de nuestra superioridad, hemos conseguido extinguir algunas especies de animales y plantas.  Es más, también disponemos hoy de medios para acabar con nuestra propia especie, la humana; e incluso,  para eliminar la vida sobre la Tierra.
No sería malo que el hombre, en todo momento, se sintiese lo que en verdad es: mundo, una pequeñísima, microscópica e insignificante parte del mundo. Entonces,  cuando su mirada se perdiese en el lejano horizonte o en la inmensidad del cielo estrellado, tal vez se sintiese menos ufano, menos prepotente y bastante más humilde.

sábado, 22 de agosto de 2015

EL VIEJO CORTIJO ABANDONADO

EL VIEJO CORTIJO ABANDONADO



Cortijo abandonado
Siempre me había llamado la atención aquella vieja construcción. Por su aspecto debía estar abandonada desde hacía mucho tiempo. Tanto sus ventanas como la puerta principal siempre las había visto
herméticamente cerradas. Además, todos sus contornos estaban colonizados por una abundante vegetación silvestre de tipo herbáceo y arbustivo, constituida a base de especies propias del lugar que, sin duda, año tras año había ido ocupando el terreno, creciendo y muriendo sin que la mano humana hubiera limpiado y controlado semejante invasión. El resultado era que en torno al cortijo se había formado una verdadera jungla de plantas que, entrelazadas unas con otras, constituían una verdadera maraña espinosa difícil de franquear. Yo, que soy un entusiasta amante de la naturaleza, y que suelo realizar frecuentes excursiones por rutas alternativas o a campo través, solía pasar por las inmediaciones de aquella finca con relativa frecuencia y más de una vez me había detenido en un determinado collado desde el cual se le podía contemplar perfectamente la mencionada finca. Allí, cerrando los ojos, muchas veces me la había imaginado con sus muros blanqueados —que hoy estaban sucios y desconchados—, con sus ventanas y la entrada adornada con macetas floridas; también, mentalmente, había visto una familia que bullía en su contorno y se afanaba cuidando los animales domésticos, regando las plantas; también me imaginaba niños corriendo y jugando, gallinas cloqueando y picoteando la hierba, palomas arrullándose y revolando sobre el tejado, perros echados junto a la puerta aparentemente adormilados, pero avizores...En fin, me resultaba fácil cerrar los ojos e imaginar aquel cortijo con la efervescencia normal, que, sin duda, algún día lejano debió gozar. Tenía el propósito de algún día merodear por las inmediaciones de la finca para explorarla con mayor detenimiento e intentar descubrir vestigios o signos de esa vida campestre que yo tan vivamente imaginaba. 
Una mañana, cuando apenas había despuntado el alba, encontrándome yo sentado en un altozano y  mientras contemplaba extasiado el maravilloso concierto de luces y colores que armónicamente se compaginan en un claro amanecer, me pareció percibir una especie de nubecilla que se contorneaba sobre la caperuza de la chimenea del viejo cortijo. En un principio creí que se trataba de eso, de un pequeño cúmulo de niebla que llevado por la suave brisa matutina, había quedado aposentado junto a la chimenea. Pero después, cuando lo observé más atentamente, llegué a la conclusión de que no era niebla, de que, en realidad, se trataba de humo y que éste indudablemente salía a ráfagas por los oscuros orificios de la vieja caperuza de la chimenea del abandonado cortijo. Naturalmente, este hecho me resultó raro y hasta un tanto inexplicable, pues siempre había estado seguro de que aquel cortijo estaba deshabitado. Lógicamente me pregunté: ¿Cómo era posible que saliera humo de aquella chimenea? ¿Quién había encendido el hogar de aquel cortijo que se encontraba deshabitado y prácticamente en ruinas? Entre mis hipótesis incluso llegué a pensar que pudiera tratarse un fuego espontáneo que, por alguna causa desconocida, se hubiese iniciado en el interior del inmueble y —lo que era más grave—,  que dicho fuego pudiese extenderse y afectar a la gran estructura del edificio y acabase destruyéndolo.
La vieja puerta
Tanto me preocupó dicho fenómeno que me dirigí hacia la finca y como buenamente pude fui atravesando la maleza hasta que conseguí llegar a vieja puerta de la casa. Entonces pude comprobar de cerca el alto grado de deterioro que en general presentaba toda la edificación. La fachada presentaba grandes desconchones, trozos enteros del revestimiento se había desprendido y, sobre todo, la puerta principal, ante la que yo me encontraba, mostraba un alto grado de deterioro. Desde todos los puntos de vista se notaba la falta de cuidados y, sobre todo, los efectos deletéreos del paso del tiempo. Como la puerta estaba cerrada y yo estaba convencido de que el humo tenia que proceder de una hoguera del interior de la finca y de que dicha lumbre, lo más probable es que la hubiese encendido alguien que se encontrase también en el interior de la casa, decidí llamar. Primero toqué con los nudillos repetidamente sobre los viejos tablones de la puerta. Como no me contestó nadie, golpeé con mayor fuerza con la palma de la mano y como tampoco me obtenía respuesta, lo hice con una piedra que cogí del suelo, produciendo entonces unos ruidos que semejaban tiros de pistola. Pero, nada: ni contestaba el supuesto habitante, ni salía ninguna persona a abrir la puerta para ver quien llamaba de forma tan contundente. En vista del fracaso de mi intentona, y bastante extrañado, cuando ya había decidido desistir y alejarme de allí, ante la posibilidad de un fuego destructor, opté, como última opción, por dar un fuerte empujón en una de las banderas de la puerta. Y, aquello sí que surtió efecto: ante mi sorpresa la puerta cedió y se abrió lo suficiente para permitirme la entrada. Tras meditarlo despacio, me fui adentrando con la mayor cautela y penetré en una especie de amplio zaguán, gritando: ¡eh de la casa, quién vive! ¿se puede?. Así penetré hasta situarme en el dintel de otra puerta que comunicaba la habitación de entrada con un amplio salón. Mi sorpresa fue mayúscula cuando vislumbre al fondo de aquella gran sala no solo el resplandor de la llameante hoguera que iba buscando y que ardía en el centro de una gran chimenea, sino también la silueta de un hombre que estaba tranquilamente sentado sobre un sillón a la vera del fuego. Fue entonces cuando tuve completa conciencia de la impertinente osadía que había cometido y no me quedó otra alternativa que intentar justificarme ante aquel hombre.
La hoguera
—Buen hombre, perdóneme usted -dije-. Como he visto que salía humo del cortijo, temiendo que pudiese tratarse de un fuego...
Pero no me dejó continuar, en aquel momento — en el que por lo visto se percató de mi presencia —el hombre se incorporó un tanto sobresaltado y se dirigió hacia mí, a la misma vez que se llevaba ambas manos a los oídos. Enseguida comprendí que aquel gesto quería darme a entender que su grado de audición era bastante limitado. Entonces, forzando mi voz cuanto pude y ayudándome de gestos complementarios conseguí comunicarle el porqué había allanado su insólita morada.
—No se preocupe usted —me contestó—. Su acto de solidaridad es digno de elogio y no tiene usted que justificarse: yo hubiera hecho lo mismo. Puede usted contar con mi agradecimiento. Efectivamente podía haberse tratado de un peligroso fuego que amenazase con acabar con éste mi viejo y para mí querido cortijo. Puede usted considerarse en su casa. Yo soy el dueño de esta humilde y abandonada finca a la que profeso un cariño especial y de la que guardo los más entrañables recuerdos. Aquí nací yo, aquí nació mi padre y aquí viví los años más felices de mi vida en unión mis queridos abuelos. Después de muchos años he vuelto a mi vieja casa llevado por una añoranza cultivada durante casi toda mi vida y para encontrarme con mis raíces y, con toda sinceridad, siento necesidad de comunicar a todo el mundo que me siento feliz.
A todo esto me acompañó hasta la salida y tras despedirnos, cuando yo iniciaba mi marcha dificultosa a través de los matojo, me llamó y me dijo:
— No, por favor, venga usted por aquí. Este camino resulta más asequible.