AVENTURA EN LA NIEBLA
Cuando quise acordar me di cuenta de que caminaba confuso y desorientado. El día se había vuelto oscuro y el cielo también había cambiado, parecía como un cielo más denso, había adquirido un tono plomizo y daba la sensación de estar más próximo a la tierra. En cuestión de pocos minutos sobre el extenso páramo se fue difundiendo una cerrada neblina húmeda y farragosa. Llegó el momento en que con mi vista sólo conseguía dominar únicamente la estrecha franja del terreno que iba pisando. El horizonte hacía rato que se había desvanecido. No tardé en notar con cierta desazón que caminaba desorientado, sin rumbo, y que ya que no conseguía ni ver bien ni reconocer el terreno de mi entorno. Me encontraba envuelto en una niebla tan densa que experimentaba la sensación de ir como nadando fatigosamente en el seno de un mundo irreal y asfixiante. No obstante no me quedaba otra solución que seguir caminando, explorando el terreno, con la esperanza de encontrar un accidente geográfico, un árbol, o, en resumidas cuentas, algo conocido, algo que hubiera visto con anterioridad y que pudiera servirme de referencia para poder situarme y mejor o peor conseguir orientarme. Pero pasaron las horas y toda mi porfía resultó infructuosa. Hasta llegué a pensar que inadvertidamente y por arte de magia me hubiese adentrado en un mundo extraño, totalmente nuevo y desconocido.
No obstante continué mi desalentadora caminata y por fin me encontré ante una gran peña, una roca gigantesca y solitaria que se alzaba monstruosa ante mí. La examiné detenidamente con ansiedad y llegué a la conclusión de no haberla visto en mi vida, lo cual me desconcertó más aún. La dejé atrás y, viendo que la tarde debía ir avanzando, seguí mi peregrinaje con mayor celeridad.
No obstante continué mi desalentadora caminata y por fin me encontré ante una gran peña, una roca gigantesca y solitaria que se alzaba monstruosa ante mí. La examiné detenidamente con ansiedad y llegué a la conclusión de no haberla visto en mi vida, lo cual me desconcertó más aún. La dejé atrás y, viendo que la tarde debía ir avanzando, seguí mi peregrinaje con mayor celeridad.

Tras unas horas deambulando entre la niebla, sin esperarlo y con profundo estupor, comprobé que me encontraba de nuevo ante la misma roca que un rato antes tanto me había impresionado. Volví a examinarla con mayor detenimiento y no se por qué se me pasó por la mente la peregrina idea de que la extraña peña solitaria, erigida en medio de la niebla, parecía ser la silueta petrificada de un monstruo gigantesco. Y allí permanecí largo rato impávido y perplejo contemplando aquella figura piramidal, tan alta y desconcertante. Hasta me pareció que presentaba una especie de estrangulación a a nivel del tercio superior, que tenía una especie de cuello, que sobre unos amplios hombros se vislumbraba a través de la niebla el contorno no muy bien definido de una enorme cabeza, la cual a su vez se inclinaba ligeramente como si desde arriba contemplara con indiferencia a este simple mortal que era yo que había osado adentrarse y transitar por aquel territorio incógnito y acaso irreal.
He de reconocer que aquel inesperado reencuentro con la monstruosa y colosal figura pétrea me produjo gran desilusión y, sobre todo, una profunda angustia. Pero, volviendo a la realidad aquel hecho solo me venía a demostrar que me hallaba definitivamente y totalmente desorientado, que estaba perdido en el páramo, y que había estado dando vueltas en círculo.
Como gran aficionado que soy a la naturaleza, alguna vez, antes de esta ocasión, en más de una de mis excursiones, ya había podido comprobar que cuando una persona se desorienta en el campo no puede evitar el sentirse bastante frustrado e invadido de una profunda desazón. Pero lo cierto es que siempre había logrado sobreponerme y volver a situarme con cierta precisión al localizar e identificar la silueta de alguna cima montañosa o alcanzar un valle conocido. Pero en esta ocasión la niebla constituía un obstáculo insalvable. La tarde se me había echado encima, la oscuridad iba aumentando y, convencido de que resultaba totalmente inútil continuar mi marcha errática, me senté a reflexionar ante la monstruosa peña.
No sé el tiempo que permanecí en esta situación, lo cierto es que la tarde fue avanzando e inexorablemente la poca luz del día, en su lucha contra la niebla, acabó por apagarse y cuando quise acordar me hallé envuelto en una de las noches más oscuras y angustiosas que jamás he vivido.
En vista de mi total fracaso ante la posibilidad de encontrar una salida de aquel mundo de tinieblas, comprendí que la única solución era permanecer allí sentado y esperar que llagase el nuevo día, con la esperanza de que para entonces se hubiese disipado la niebla.
Y eso es lo que hice y en esa situación me encontraba, escuchando ensimismado el silencio de la noche oscura, cuando aquel inaudito e imponente silencio se vio roto bruscamente por un prolongado sonido de lo más escalofriante. En medio de aquella quietud casi absoluta y en el seno de aquella densa oscuridad sonó algo así como un estridente y prologado alarido. He de reconocer que ante tan imprevisto y extraño suceso quede sobrecogido. Durante unos minutos quedé inmóvil, como petrificado,pero con todos mis sentidos aguzados por si podía percibir algún movimiento en el entorno o se repetía aquella especie de bramido. Naturalmente pretendía identificar su procedencia y averiguar qué clase de animal salvaje había podido emitirlo. No he de negar que instintivamente también miré hacía la colosal peña que un rato antes tanto me había impresionado, pero ésta ya no era perceptible pues la oscuridad de la noche la había engullido. Por un momento se me vino a la mente la posibilidad de que la gran mole gozase de vida propia y, por arte de magia, tras emitir aquel horrible sonido se hubiese alejado a grandes zancadas a través del inmenso páramo.
Pero acto seguido, volviendo al mundo de la lógica, tuve que aceptar que la roca no suelen irse de paseo, que la que yo había visto debía estar en su sitio, allí cerca, donde siempre había estado y que, por lo que mi se refería ya no me quedaba otra opción que la de quedarme allí quietecito, buscar una buena postura y esperar pacientemente a que empezara a clarear el alba del un nuevo día.
Cuando más resignado con mi situación me encontraba, estando echado sobre el suelo, meditando y reflexionando sobre todo lo que me había ocurrido, volvió a resonar aquel destemplado alarido. Como ya estaba sobre aviso pude analizarlo con mayor detenimiento. Era un sonido penetrante, pero un tanto destemplado y en cierta forma lúgubre. No era el aullido que normalmente emite en la noche un animal salvaje, un jabalí, un zorro o de un lobo, que no dejan de ser sonidos normales en la naturaleza y que en cierta forma hasta resultan un tanto melódicos.Aquel sonido presentaba unas características especiales que le asemejaban a un profundo lamento, pero que yo, a pesar de haber crecido en contacto íntimo con la naturaleza silvestre y de preciarme de conocer lo suficiente muchos de sus maravillosos secretos y algunas de sus prodigiosas mutaciones, no lograba identificar.Ni en el archivo de mis experiencias auditivas, ni en mis muchas vivencias precedentes con el mundo de los animales silvestres lograba encontrar un sonido parecido.
Aunque, a pesar de la niebla, la tarde no había sido fría, cuando llevaba un buen rato echado sobre la tierra húmeda empecé a notar una molesta sensación de frialdad. Para luchar contra dicha contrariedad y lograr entrar en calor decidí hacer algún ejercicio físico. Me incorporé y comencé a saltar repetidamente y a hacer toda clase movimientos gimnásticos en medio de la oscuridad. Fue entonces cuando me pareció observar que precisamente coincidiendo con mi actividad física volvía a surgir el intrigante y penetrante clamor. Al principio supuse que solo se trataba de pura casualidad, pero, poco a poco, repitiendo la prueba numerosas veces, pude comprobar que efectivamente había un relación de causa a efecto mis saltos y el extraño sonido. Luego este hecho quería decir que no me encontraba absolutamente solo, que el ser que emitía aquellos lamentos era consciente de mi presencia y que, indudablemente, había establecido una relación con mi persona. Además, llegué a la conclusión de que fuera lo que fuera debía gozar de un cierto grado de inteligencia y que sabía exactamente donde yo me encontraba. Por tanto si era un animal salvaje y no me había atacado o, lo más lógico, había huido —que es lo que normalmente hacen los animales salvajes ante la presencia humana — tenía que ser porque no hubiera querido, por no haberse atrevido o, lo más probable, porque algo se la estaba impidiendo.
Ya más tranquilo y con mayor presencia de ánimo logré fijar con cierta precisión la dirección de donde provenía el inquietante sonido. Ello me permitió que, poco a poco y tanteando en la oscuridad, consiguiera aproximarme cada vez más al ser que emitía aquellos lamentos. Fue entonces cuando topé con una pétrea formación vertical, la cual, tras tantearla repetidamente deduje no podía ser otra que la famosa peña cuya figura monstruosa tanto me había impresionado, y que efectivamente estaba donde siempre..
Estaba yo con el cuerpo apoyado sobre la roca esperando que pasaran las horas cuando de nuevo sonó el clamor, pero, en esta ocasión pude percibir que provenía de un lugar muy próximo. Parecía salir del pie de la roca y a unos metros de mí. Entonces agucé el oído al máximo y pude percibir muy próxima a mi una respiración agitada, entrecortada y de vez en cuando una especie de quejido lastimero. Ya no era el aullido fantasmagórico y antinatural que al principio casi me aterrorizó, sino que comprendí y catalogué aquel sonido como el de algún ser vivo que se encontraba en una situación muy apurada. Muy despacio y apoyándome en la pared de la roca fui aproximándome al lugar de donde provenía aquel gimoteo y de pronto sentí que algo se había movido justo delante de mis pies. Instintivamente retrocedí un par de pasos, pero tras mirar de nuevo en dicha dirección vi ante mi como dos ascuas rojizas que me miraban fijamente. Tras la sorpresa inicial pronto comprendí se trataba de la mirada de un animal, puesto que no era la primera vez que había apreciado como relucen los ojos de los felinos en la noche.
Naturalmente, pensé, que cualquier clase animal hubiera huido si hubiera podido, luego aquel, que tanto me había impresionado, seguía allí porque no podía escapar. Por lógica deduje que probablemente se encontraría atrapado en un cepo de esos que algunos campesinos suelen instalar para atrapar alimañas.
No obstante, yo, un tanto hipnotizado por aquella mirada de fuego apenas me atreví a moverme y permanecí pegado a la roca que parecía desprender algo de calor. Llegó un momento en que la claridad tenue del amanecer me permitió ver que allí había un borroso bulto oscuro que hacía determinados movimientos e intentaba incorporarse. Cuando la plateada luz del alba ya me permitió observar con cierta nitidez el objeto de mi pesadilla comprobé que efectivamente era un magnífico ejemplar de zorro, que se encontraba echado sobre el suelo y que, aunque intentaba incorporarse de vez en cuando, sólo conseguía caer de nuevo a tierra a la vez que emitía un quejumbroso lamento. Con la mayor precaución me fui acercando y pude comprobar que efectivamente aquel animal se encontraba profundamente extenuado, ensangrentado y atrapado en un flexible lanzo metálico por una de sus patas delanteras.
Mi primera intención fue liberarlo del lazo criminal, pero no sabía como hacerlo, pues cada vez que me acercaba más de la cuenta el animal éste me miraba fijamente y me mostraba su magnífica y aguda dentadura retrayendo los labios y poniendo cara de pocos amigos. Después de meditar detenidamente posibles alternativas opté por valerme de mi capote. Para ello dejé caer dicho sayo sobre la cabeza del zorro y tras varías tentativas logré envolverle la cabeza en mi capote el cual fijé al pescuezo del animal mediante mi cinturón. Fue entonces cuando conseguí inmovilizarlo para poder aflojar y retirar el lazo que aprisionaba su pata. Después con sumo cuidado desabroché el cinturón que sujetaba mi capote en torno a su cabeza y bruscamente tiré del mismo. Yo a la misma vez salté hacia atrás a la vez que el animal quedaba libre. El zorro, que era un hermoso ejemplar macho, permaneció unos segundos quieto, echado en el suelo, como no creyendo que estaba libre. Acto seguido se incorporó y emprendió una marcha al principio lenta y después algo más rápida, pero un tanto renqueante y así se fue alejando a través de su bien conocido páramo. Antes de desaparecer en la lejanía, en aquella clara mañana que había amanecido se detuvo, miró fijamente hacia donde yo estaba y creí percibir en su mirada un destello de agradecimiento. Al menos yo si que experimenté un profundo sentimiento de congratulación al ver como el animal marchaba en plena libertad.
Naturalmente, pensé, que cualquier clase animal hubiera huido si hubiera podido, luego aquel, que tanto me había impresionado, seguía allí porque no podía escapar. Por lógica deduje que probablemente se encontraría atrapado en un cepo de esos que algunos campesinos suelen instalar para atrapar alimañas.
No obstante, yo, un tanto hipnotizado por aquella mirada de fuego apenas me atreví a moverme y permanecí pegado a la roca que parecía desprender algo de calor. Llegó un momento en que la claridad tenue del amanecer me permitió ver que allí había un borroso bulto oscuro que hacía determinados movimientos e intentaba incorporarse. Cuando la plateada luz del alba ya me permitió observar con cierta nitidez el objeto de mi pesadilla comprobé que efectivamente era un magnífico ejemplar de zorro, que se encontraba echado sobre el suelo y que, aunque intentaba incorporarse de vez en cuando, sólo conseguía caer de nuevo a tierra a la vez que emitía un quejumbroso lamento. Con la mayor precaución me fui acercando y pude comprobar que efectivamente aquel animal se encontraba profundamente extenuado, ensangrentado y atrapado en un flexible lanzo metálico por una de sus patas delanteras.
Mi primera intención fue liberarlo del lazo criminal, pero no sabía como hacerlo, pues cada vez que me acercaba más de la cuenta el animal éste me miraba fijamente y me mostraba su magnífica y aguda dentadura retrayendo los labios y poniendo cara de pocos amigos. Después de meditar detenidamente posibles alternativas opté por valerme de mi capote. Para ello dejé caer dicho sayo sobre la cabeza del zorro y tras varías tentativas logré envolverle la cabeza en mi capote el cual fijé al pescuezo del animal mediante mi cinturón. Fue entonces cuando conseguí inmovilizarlo para poder aflojar y retirar el lazo que aprisionaba su pata. Después con sumo cuidado desabroché el cinturón que sujetaba mi capote en torno a su cabeza y bruscamente tiré del mismo. Yo a la misma vez salté hacia atrás a la vez que el animal quedaba libre. El zorro, que era un hermoso ejemplar macho, permaneció unos segundos quieto, echado en el suelo, como no creyendo que estaba libre. Acto seguido se incorporó y emprendió una marcha al principio lenta y después algo más rápida, pero un tanto renqueante y así se fue alejando a través de su bien conocido páramo. Antes de desaparecer en la lejanía, en aquella clara mañana que había amanecido se detuvo, miró fijamente hacia donde yo estaba y creí percibir en su mirada un destello de agradecimiento. Al menos yo si que experimenté un profundo sentimiento de congratulación al ver como el animal marchaba en plena libertad.
