martes, 3 de febrero de 2015

LA SERRANA

LA SERRANA

En los primeros años de la década de los cuarenta del siglo pasado no disponíamos de televisión, ni de aparatos de radio y la única forma de pasar la velada, sobre todo los que habitábamos en los cortijos, consistía en el diálogo familiar. Después de la cena, todos sentados en torno a una confortable chimenea charlábamos e íbamos tocando los más diversos temas, es decir, se hablaba de todo, de lo divino y humano. De aquella época, siendo yo un niño, recuerdo esta historia, la cual oí de boca de mi querido abuelo, precisamente durante una de aquellas amenas tertulias familiares nocturnas.
Por entonces mis padres vivían con mi abuelo en un cortijo que estaba situado a la vera de un río, el río San Juan, Aquel invierno, a consecuencia de un prolongado temporal, durante días y días el río bajaba crecido y producía un ruido bronco y constante, al cual ya estábamos habituados. Aquella noche, mientras que afuera se dejaba sentir el ruido de la riada,  las ráfagas de viento y el tamborileo de la lluvia sobre las ventanas, nosotros, la familia en pleno, estábamos sentados en torno a una nutrida lumbre de leña de olivo que ardía mansamente en un amplia chimenea. Nuestra sala de estar gozaba de una buena temperatura y de un ambiente francamente confortable. Yo al menos me sentía agradablemente acogido en el seno de aquel entrañable ambiente familiar. Aun añoro el entretenido espectáculo que ofrecían las llamas de la hoguera y aun me parece percibir el agradable olor que desprendía la leña de olivo al quemarse y el de las castañas y las bellotas dulces que solíamos asar en sus brasas.
Fue entonces, en aquella lejana y cruda noche invernal cuando, durante la habitual tertulia, mi querido abuelo me relató esta historia. Mi abuelo, entre otras muchas virtudes, podía presumir de ser un excelente narrador de historias, de las cuales almacenaba una inagotable colección.
En aquella ocasión su relato se inició refiriéndose a la extraordinaria peripecia vivida por un remoto antecesor y pariente suyo y por tanto también mío y de toda nuestra familia. Ya en la introducción mi padre y algunos de mis tíos allí presentes, que por lo visto conocían la historia al dedillo por haberla oído más de una vez, no recibieron su iniciativa con buenos ojos,  y no disimularon bien su desencanto. Parecía como si todos a la vez quisieran decir: pero, hombre, ¡otra vez...!. Sin duda era yo el único de la reunión que no conocía dicha historia. Él, mi abuelo, que era un gran observador y que me quería mucho, me miró a los ojos y  se percató de mi palpitante entusiasmo y a la vez de mi franca desilusión ante la posible de anulación del relato. Entonces, dirigiéndose directamente a mí y haciendo hincapié para que los demás se enteraran, dijo: 
— Bueno, como no es la primera vez que os cuento esta historia, el que no quiera volver a oírla que haga oídos sordos o que opte por acostarse. Y mirándome de nuevo dijo:
— Precisamente esta noche se la voy a relatar a mi nieto, y ello por dos motivos principales: el primero por seguir una tradición familiar, y el segundo porque se la circunstancia  de que el protagonista de la historia que pienso relar, nuestro remoto pariente, se llamaba precisamente como tú, Pedro Serrano.
Acto seguido comenzó y yo no me perdí ni una palabra. En primer lugar afirmó que lo que iba a contar no era nada imaginario, sino que se ajustaba bastante a una realidad histórica. Volvió a insistir que todo había ocurrido hacía muchos, pero que muchos años; con toda seguridad en tiempos de sus tatarabuelos o antes, y que era algo que estaba tan ligado a nuestra cuna familiar que venía a constituir un patrimonio nuestro, de nuestra familia, También recalcó que aquella era una historia que se venía trasmitiendo de padres a hijos. Me dijo que él la había oído contar a sus padres y abuelos, los cuales a su vez la había recibido de los suyos.
Acerca de la antigüedad, según los cálculos que entre todos hicimos aquella noche, analizando datos de la historia, atando cabos sueltos y comprobando referencias, llegamos a la conclusión de que los hechos a que que hacía referencia el relato, debieron acaecer allá en la primera mitad del siglo XVI. Y debía ser así, pues, entre otros detalles afirmaba mi abuelo que todo tuvo su origen coincidiendo con la difusión por aquellos andurriales de una noticia trascendental y asombrosa. Se comenta por entonces que unos intrépidos marineros, comandados por un tal Cristobal Colón, navegan allá, por donde nadie había osado ir jamás, se habían adentrado en los confines del mar inmenso y habían arribado a un nuevo mundo. Se afirmaba que allí, al otro lado del mundo conocido, estos marineros habían descubierto una islas pobladas por bosques impenetrables donde crecían plantas de frutos exóticos, y que estaban habitadas por indios primitivos que atesoran preciosos ornamentos de oro y piedra preciosas. También se comentaba que se trataba de una tierra muy extensa y muy fértil donde reinaba un clima muy benigno. Y lo más atrayente y tentador para la gente de aquella época: se afirmaba que cualquier persona podía hacerse inmensamente rico en poco tiempo, siempre que fuese lo suficiente osado y valiente para intentarlo.
Todo esto llegó a oídos de nuestro remoto antecesor, el protagonista de la historia, que por aquel entonces era un joven inquieto, lleno de ilusión y predispuesto a la aventura. Precisamente, este antecesor nuestro, en la plenitud de su vigor juvenil, prácticamente se ahogaba en su ambiente cortijero. Y es que sobra sabía Pedro, Pedro Serrano, que así se llamaba el protagonista de la historia, que allí, en su ambiente natal y familiar, no podía esperar otra cosa que seguir durante toda su vida practicando el monótono cultivo de los terruños familiares y el no menos rutinario cuidado del ganado. Se trataba de un joven fuerte, ducho en la doma de mulos y caballos, en el esquilo de las ovejas, en el cultivo de la tierra, etc. Por cierto todas estas faenas, aunque las desarrollaba con maestría,  ni remotamente le subyugaban. Pues bien, el descubrimiento de un lejano mundo nuevo y prometedor no le cayó a Pedro Serrano en saco roto, sino que tan interesante noticia  quedó perfectamente grabada en su mente y desde el principio empezó a acariciar la idea de emigrar, de alejarse de una vez de la monotonía de su ambiente y de encaminarse hacia aquel mundo prometedor donde, sin duda, encontraría y viviría interesantes aventuras.
Fue así como Pedro que como hemos dicho era un joven animoso, muy inquieto y decidido, sobre todo muy decidido, llegó un momento en que no lo pensó más y tomó la firme decisión de encaminarse hacia el sur, en busca de algo que no había visto nunca: en busca del mar, para embarcarse y seguir la ruta de Cristobal Colón. 
Así que un día se lió la manta y diciendo «sea lo que Dios quiera», tomó una mochila al hombro y una pequeña bolsa con sus escasos ahorros y se encaminó en busca de un puerto de embarque.Su familia que había porfiado para que desistiera, ante su tozudez, no tuvo más remedio que transigir, aunque abrigaban la esperanza de que iba a estar de vuelta más pronto que tarde; que, tras unos días de penurias, seguramente desistiría de insólita determinación y desengañado volvería a su cortijo, de nuevo al seno de su familia. Pero no fue así, Pedro no era de los que se echan atrás cuando toman una decisión. Durante muchos días, caminando siempre hacia el sur, preguntando a unos y a otros, durmiendo en establos o al cielo raso, alcanzó por fin el puerto de Cádiz. Allí enseguida tomó contacto con una pandilla de jóvenes que, como él, también abrigaban los mismos propósitos: emigrar al fabuloso mundo nuevo en busca de fortuna. 
Pronto comprobó Pedro que lo que se había propuesto no era nada fácil, que había cola y que al no disponer de medios económicos  se le cerraban casi todas las puertas. La única salida que le quedaba era ofrecerse a los capitanes de los barcos como mozo de la tripulación, naturalmente, sin cobrar ni un céntimo.
Y eso es lo que hizo: día tras día se ofrecía a todos los barcos que proyectaban hacerse a la mar. Tras una larga espera, al fin se le presentó la ocasión Un capitán se fijo en él y tras examinarlo detenidamente, al verlo fuerte, joven y aparentemente bastante espabilado, lo aceptó como bracero y mozo para todo. Antes de salir, el primer trabajo que se le encomendó fue descargar una pila de pesados fardos. Aunque terminó molido, Pedro no cabía en sí de gozo porque aquella noche dormiría por primera vez a bordo de un barco. Se trataba de una hermosa carabela de tres  mástiles, prácticamente nueva que iba a realizar su segunda travesía del Atlántico. Durante varios días participó muy activamente en las tareas de atiborrar las bodegas del barco. Entre otras cosas, embarcaron cajas repletas de pescados salados, grandes sacas de unas durísimas galletas,  paquetes de tasajos de carnes, y muchas bidones de agua dulce y otros con vino jerezano.
Por fin llegó el día en que, bajo el soplo de una brisa aceptable, la carabela empezó a moverse y poco a poco  se fue alejando del puerto de Cádiz. Pedro, aunque cansado, iba loco de contento, iba ya camino de su mundo soñado. Ya en alta mar nuestro pariente acabó de comprender que un mozo de marinería era poco menos que un esclavo, que allí era un ser inferior; que los marineros de profesión eran bastante sibaritas, que se zampaban lo mejor y lo que mejor sabían hacer era ordenar; que los que se habían embarcado casi por piedad, como él, eran los que en realidad realizaban los trabajos más humildes y sobre todo los más duros. En cambio, los profesionales eran unos señores dentro de la nave, que podían disponer a su capricho de toda la capacidad de trabajo de los profanos en marinería e incluso tal vez de su vida.
Tras una larga travesía llegaron a la Isla de Cuba y Pedro, como había demostrado ser obediente, diligente y un buen bracero, fue contratado por el capitán como marinero de tercera. Pedro se adaptó muy bien a la vida de marinero. Pasaron cinco años durante los cuales la carabela de Pedro realizó infinidad de viajes de ida y vuelta desde Cuba a Cartagena de Indias y a otros puertos de la costa caribeña.. Ya conocía él el Mar Caribe a la perfección. Tanto se compenetró Pedro con aquel tipo de vida que llegó a enamorarse de su barco al cual profesaba una profunda admiración y mimaba con sumo cariño.Alcanzó a comprender en profundidad el funcionamiento de su barco, a explicarse sus más mínimas reacciones, sabía el cómo y el porqué de sus movimientos sobre la superficie del agua y preveía sus derivas lógicas. La orientación adecuada de las velas y el manejo del timón no guardaban secreto para Pedro. En muchas ocasiones sustituía al timonel y hasta, con frecuencia cada vez mayor, el capitán cuando quería descansar o se sentía indispuesto dejaba el barco en sus manos y bajo su responsabilidad. Toda la marinería del barco lo respetaba y lo admiraba, no sólo por haberse convertido en la mano derecha del capitán, sino porque decían que aquel hombre debía haber nacido llevando dentro de la cabeza un astrolabio, una brújula y un sextante.
En una ocasión en que habían proyectado un viaje a España, nada más salir de Cuba el capitán cayó enfermo con una diarrea pertinaz, por lo que Pedro tuvo que hacerse cargo de la nave. Realizó con éxito la gran travesía hasta atracar en el puerto de Cádiz, donde el capitán, como continuaba muy enfermo, ingresó en el hospital. Naturalmente Pedro quedó a cargo del barco y él fue el que tuvo que rendir cuentas ante las autoridades portuarias y hacer entrega del cargamento que habían traído desde las islas del Caribe.Después, mientras esperaban el regreso del capitán,  bajo la dirección de Pedro se realizó la operación del abastecimiento y la preparación de la carabela para emprender el regreso a Cuba. Cuando todo estaba a punto, llegó la fausta y a la vez providencia noticia para Pedro de que el capitán había fallecido en el hospital. Pero que antes de irse de este mundo había recomendado ante las autoridades competentes a Pedro para que lo substituyera. Y así fue como nuestro pariente alcanzó el grado de capitán de carabela, lo cual fue bien recibido y celebrado por el resto de la marinería.
Pedro, como capitán de su carabela, siguió navegando por el Caribe durante muchos años al servicio de la Corona. Siempre supo orientar su nave en la mejor dirección, por las rutas más seguras y tuvo suerte a la hora de esquivar o escapar de los bucaneros ingleses, ladrones consumados, que acechaban ocultos en las pequeñas islas antillanas para asaltar a los barcos mercantes españoles. Sobrevivió a terribles tempestades que atravesó en alta mar, mientras a voz en grito daba acertadas órdenes a los marineros y estos obedecían fielmente mientras rezaban y se encomendaban a la Virgen. Tanto Pedro como sus marineros se sentían felices y satisfechos de su vida y de sus ingresos profesionales.
Mas, aunque Pedro era un capitán avezado que gozaba de fama, en una travesía, poco después de salir de Cuba, con su barco repleto de mercancía, se vio atrapado en medio de una gran tempestad, la cual  fue tomando intensidad hasta convertirse en un auténtico tornado marino. Pedro, desde el primer momento, supo que se enfrentaba a la mayor tormenta que había visto en su vida. Dio las ordenes pertinentes. Pero, cuando quiso acordar se encontró con su carabela en el centro de una especie de colosal tromba, donde las fuerzas del mal se habían desatado, las ráfagas luminosas e incandescentes de los rayos se sucedían sin pausa y su carabela, que parecía haberse vuelto loca, descontrolada, giraba vertiginosamente. Los marineros asidos a las jarcias, a grito pelado, se encomendaban a la Virgen. La nave repetidamente se inclinaba como si fuera volcarse. Las gigantescas olas, cual monstruos furiosos barrían la cubierta en todos los sentidos. Pedro, que se encontraba asido a la base del palo de mesana, notó como éste crujía por su base y bruscamente, como si se tratara de un mondadientes, era arrancado de la cubierta del barco y lanzado en medio de aquel barullo infernal. Después, él no sabe lo que pasó, lo cierto es que se encontró enredado en una jarcia de arboladura y atado al mástil, el cual a capricho de las olas, lo mismo se hundía hacia los infiernos en el mar embravecido, que se elevaba sobre la cresta de las gigantescas olas. Cuando el palo era elevado sobre las crestas de las olas Pedro, asido como una lapa al mismo, aprovechaba  para respirar y sobreponerse de la asfixia. Nunca supo el tiempo que permaneció en esta angustiosa situación, solo que una vez creyó llegado el momento de exhalar su espíritu y encomendándose a la  Santísima Virgen se abandonó y perdió el conocimiento.



Lo cierto es que, por lo viene a continuación, su hora no había llegado aún y se despertó semienterrado en una playa arenosa, atado al palo de mesana de su nave, del que pendían también algunas cuerdas y trozos de lona.Al principio dudó de si estaría vivo o se encontraba soñando o estaba muerto y percibiendo una escena del más allá. Pero no tardó en darse cuenta de que estaba bien vivo y hacerse cargo de lo que había sucedido: había perdido su barco y sus compañero habían sido devorados por las olas. Ambas sucesos le produjeron tanta pena que lo primero que lamentó es el que él siguiera vivo. No obstante, tras desenredarse se incorporó y oteó su entorno. Pronto comprendió que se encontraba en uno de esos pequeños cayos arenosos que tan frecuentes son el Mar Caribe. También se dio cuenta de que estaba totalmente desnudo; las aguas furiosas le habían arrebatado toda su ropa. Únicamente llevaba sobre su cuerpo un cinturón de cuero perfectamente hebillado del que pendía una funda también de cuero que alojaba  su viejo cuchillo de monte.
Durante horas deambuló por la pequeña isla buscando un posible congénere humano, pero pronto quedó convencido que él era el único habitante de la isla. Como sentía una gran sed buscó y rebuscó inútilmente un posible arrollo o alguna charca o fuentecilla de agua dulce. Lo único que encontró fue un pequeño lago de agua salada. Se encontraba loco de sed y desesperado cuando vio sobre la arena la playa una tortuga desovando. No lo pensó más: se lanzo sobre ella, la agarró del cuello y con su cuchillo le cortó la cabeza y bebió su sangre hasta la última gota.
Desde aquel mismo momento comprendió nuestro pobre pariente que había llegado la hora en que tenía que recurrir a su ingenio más aguzado si quería sobrevivir al menos temporalmente. La isla, además de carecer de agua dulce tampoco tenía árboles de frutos comestibles, ni plantas o verduras comestibles. En resumidas cuentas había ido a caer en una isla inhabitable. Pronto empezó a pescar cangrejos a la orilla del mar, tortugas con cuya sangre saciaba la sed, con cuya carne, secándola al sol, conseguía nutritivos tasajos y cuyo caparazón colocaba invertido para recogen agua de lluvia. También se las ingenió para cazar algunos pájaros. Un día, escarbando en la arena, encontró una piedra que parecía pedernal y, efectivamente, comprobó que golpeándola con el dorso de su cuchillo desprendía chispas. Acto seguido se dedicó a buscar algo que le sirviera de pajuela. Al fin la consiguió con trozo de vela que previamente majó y esponjó detenidamente. Almacenó toda la leña que encontró, hizo fuego y comió desde aquel día carne asada. También vivía pendiente del horizonte por si vislumbraba algún barco para hacer señales de humo y de esa forma pedir socorro.
Cuando habían transcurrido tres meses, Pedro, que desnudo y viviendo a campo abierto, se había tostado al sol y ya tenía todo el rostro cubierto de pelo, parecía cualquier ser estrafalario menos un ser humano. En este estado, un día cuando oteaba el horizonte percibió un pequeño bote que poco a poco se iba acercando. Era un hombre que remaba fatigosamente con ambas manos. Nuestro pariente, lleno de júbilo y a la vez un tanto extrañado, se fue a orilla del mar para recibirlo. Pero cuando el visitante se acercó lo suficiente y vio la imagen que Pedro ofrecía  sufrió tal impresión que comenzó a rezar a grandes voces, a la vez que le echaba a Dios en cara el que le hubiera salvado de una muerte segura cuando naufragó su barco, para ahora entregarlo directamente vivo y coleando en  manos del mismo diablo.Nuestro querido pariente al ver el comportamiento del extraño visitante, pensó que o bien aquel hombre era un loco furioso o que, lo más probable, podía ser el mismo diablo en forma humana, que tal vez que Dios lo había enviado para ajustarle las cuentas y sin pararse a pensarlo huyó para refugiarse en un bosquecillo próximo. Pasado un tiempo, y tras observarse ambos a escondidas, viendo Pedro que el forastero hablaba en cristiano y el forastero que Pedro también se lamentaba en castellano, al final terminaron llorando juntos y contándose mutuamente sus respectivo infortunios.
Pedro y el nuevo compañero, cuyo nombre no ha trascendido, aunque a lo largo de los años tuvieron sus más y sus menos, pues incluso en más de una vez se vinieron a las manos, sobrevivieron en la pequeña isla nada más ni nada menos que ocho largos años. Entre ambos fabricaban pequeños boliches a base de leña verde, para que emitieran bastante humo, con la finalidad de que los barcos que pasaran por la inmediaciones se percataran de su existencia y acudieran a socorrerlos. Pero algunos barcos que pasaron relativamente cerca o no veían las señales en forma de humaredas o no les daban importancia y se alejaban indiferentes.
Pero ellos insistieron con la única forma de pedir socorro que tenían a su alcance y un día claro un galeón se detuvo frente a la isla y envió un bote que los recogió y los llevó a bordo.Se dirigía el galeón a Cuba, pero el compañero de Pedro, que había enfermado gravemente, falleció antes de llegar y, como era preceptivo, fue sepultado bajo las olas.Pedro, en cambio, tras desembarcar en la Habana fue embarcado para que regresase a España, donde al conocer su larga peripecia se le recibió con todos los honores y se agasajo debidamente. También durante algún tiempo fue solicitado por pueblos e instituciones para que relatara su interesante historia. Incluso llegó a adquirir tanta fama que fue requerido por el Cesar del Sacro Imperio Romano, su Majestad Imperial don Carlos I de España y V de Alemania, para que acudiera a su presencia, que por cierto estaba en Alemania. El gran Rey, como reconocimiento a sus méritos y sufrimientos por la patria,  le concedió una sustanciosa pensión vitalicia.  .
Pedro cuando regresó a España volvió a encaminarse siempre hacia el sur, hacia el mar que tanto amaba y que ya tan bien conocía y volvió a embarcarse en Cádiz con destino a Panamá donde había decidido fijar su residencia definitiva. Pero la Divina Providencia había dispuesto que, como buen marinero, su vida finalizara en alta mar, y, antes de llegar a tierra firme falleció, acabando así la azarosa aventura de nuestro remoto pariente Pedro Serrano.
Me dijo mi abuelo que prueba de la autenticidad de esta historia es que la famosa isla en la que Pedro vivió su extraordinaria aventura, desde entonces se llama La Serrana o la Isla de Pedro Serrano.



También me dijo que cuando los EE. UU.,  como genuinos descendientes de los ingleses, en agradecimiento por haberles ayudado en su guerra de independencia, valiéndose de burdas artimañas, nos usurparon la isla de Cuba y Las Filipinas, también se apropiaron de la pequeña isla llamada La Serrana.